31.8.14

Días de sangre

Foto: Isa Sanz

No era falta de deseo sino pudor. Habría sido más rápido y fluido el tránsito de las miradas intensas y de los primeros contactos dérmicos al despojarse de las primeras prendas, pero ella se encontraba en mitad de ese momento en que el endometrio se colapsa y se convierte en una lluvia lenta y roja que muchas mujeres y más hombres tienen por repulsiva. Tanto, que ha sido imputada desde tiempos inmemoriales por la gestación de fenómenos funestos, culpada de naufragios, asociada a resultados culinarios indeseables. Ella no se hizo ese recuento histórico; simplemente sentía vergüenza de compartir con su amante nuevo esos flujos opacos y dijo “hasta aquí” cuando la desnudez le llegó a la cintura. Pero su propio deseo, mezclado con la ternura de él, le impidió resistirse ante los nuevos avances sobre su cuerpo. Cuando ya sólo tenía encima una prenda de ropa interior y la compresa que guardaba los desechos de su fertilidad, fue más tajante:

–Para –le dijo con brusquedad–. Tengo la regla.

–¿Y eso, qué? –replicó él, sin inmutarse–. No me voy a desmayar por ver un poco de sangre.

–Pero te voy a ensuciar –suplicó ella.

–No se puede hacer el amor sin mojarse con algunos de los líquidos de la otra persona –repuso él con una sonrisa–. Además, hace ya tiempo se inventó la ducha.

–Hay líquidos que es mejor no combinar.

–Sólo por razones de salubridad. Pero no creo que unas manchas de menstruación me contagien nada.

Y siguió sus avances amorosos y ella decidió permitirlos, y unos minutos más tarde se cabalgaban mutuamente, con el pudor tan abandonado como las prendas de ambos desparramadas en el piso. Culminaron, descansaron, volvieron a encenderse y a entregarse hasta que se quedaron dormidos. Al despertar, él se vio las manos, paseó la mirada por los cuerpos de ambos y soltó la ocurrencia:

–Pareciera que aquí no hubo un palito, sino un asesinato.

Ambos se rieron de la gracejada, y con el impulso sexual ya apaciguado procedieron a explorarse los cuerpos ensangrentados y no fueron felices para siempre, pero sí en los siguientes días y semanas y meses, y aprendieron a aplicar medidas de ingenio para copular cuando ella reglaba sin verse obligados a lavar después el colchón y las sábanas. A veces a ella se le descomponía el buen humor, pero pronto aprendieron que el sexo podía ser un buen remedio para repararlo y que en ocasiones un cólico feroz amainaba con el vaivén de los cuerpos. Eso habría durado tanto como el amor. Pero una noche él se topó con una negativa terminante y ríspida.

–¿Qué te pasa? –preguntó, lastimado y sorprendido.

–Es que esta mañana pasé por un puesto de periódicos y vi una portada horrible: la foto de una mujer asesinada. Si hacemos el amor se me va a venir esa imagen a la cabeza.

Él entendió y se quedaron ambos cabizbajos, sintiendo sobre sus hombros el peso de los seis cadáveres que deja, en promedio diario, la epidemia de feminicidios en el país. Hablaron de los abismos de zozobra, terror y sufrimiento ahogado de las víctimas. Sintieron náusea mientras trataban de imaginar las motivaciones de los homicidas: posesión insatisfecha, rencor al mundo, celos que se erigen en justificación monstruosa, ganancia monetaria del sicario. Repasaron los vericuetos de ministerio público, juzgado y procuraduría en los que se pierden expedientes y pruebas y en los que se extravían para siempre hasta los huesos de las sacrificadas: la matriz en forma de laberinto que gesta, de manera lenta pero inexorable, la impunidad. Recordaron, por último, que los responsables por omisión de la masacre de mujeres no están en la cárcel, sino gozando de jubilaciones inimputables, acariciando con amor las cabezas de sus nietos, yéndose de putas sin reparar en gastos, emborrachándose con dineros públicos. O bien, al frente de oficinas públicas, sentados en despachos relucientes, moviendo a México, como dice la propaganda.

Esa noche durmieron abrazados y el deseo durmió con ellos, y no despertó sino días más tarde, cuando los líquidos de ella habían vuelto a ser diáfanos, y en los siguientes dos o tres ciclos menstruales evitaron comedidamente despertar al demonio de la asociación. Así, hasta que una tarde, cuando se encontraba solitaria en su casa y melancólica por culpa de la regla, ella buscó en la lectura algún alivio. Fue al estante, tomó casi al azar una antología, releyó Piedra de sol y encontró en el texto de Octavio Paz unos versos que la llevaron a replantearse las cosas:

los dos se desnudaron y se amaron
por defender nuestra porción eterna,
nuestra ración de tiempo y paraíso,
tocar nuestra raíz y recobrarnos,
recobrar nuestra herencia arrebatada
por ladrones de vida hace mil siglos...

Lo llamó por teléfono, le expresó su urgencia de verlo, se puso más guapa que nunca, salió hacia el departamento de él, lo derribó en la puerta en cuanto le abrió y empezó a desnudarlo en el pasillo.

–Pero... pensé que estabas menstruando... –balbuceó él.

–Lo estoy –replicó ella–. Pero no vamos a permitir que esos feminicidas hijos de puta nos roben nuestro paraíso.

Y ya no lo dejó responder.

• • •


La relación murió de muerte natural unos meses más tarde, y uno de los dos me narró este asunto como parte de un recuento realizado a la luz adolorida y parda de la ruptura. Aquello era, me dijo, el mejor recuerdo que guardaba de aquella historia de amor. Y a mí se me ocurrió escribir esto:
Tu cuerpo calendario se deshoja
en ciclos de veintiocho madrugadas
y luego de las fértiles jornadas
sucumbes al fastidio y la congoja.

Sangras, pero al sangrar, qué paradoja,
a la vida conmueves y le agradas
y esos días, siguiendo tus oleadas,
la luna se aparece también roja.

En este manantial de tu organismo
el Fénix inmortal va reflejado
como líquida imagen de sí mismo

y al mirarlo comprendo emocionado
que la regla no es mancha ni es abismo
sino expresión fluvial de lo sagrado.


Dibujo: Vanessa Tiegs. "Menstrala" (2003)

29.8.14

Ángel de la basura

Foto: Marlén Curiel-Ferman

Pienso: si la metrópoli perdura,
si en sus propios desechos no se arruina,
la salva la tarea matutina
del ángel que se lleva la basura.

Nada de celestial: su vida es dura.
No es la suya una patria diamantina
sino una tierra lóbrega y cochina
con un intenso toque de hermosura.

Ángel de la basura: tu inmundicia
es la limpieza de otros, y pagarte
dignamente sería de justicia.

Mas tu sigues, acaso sin cansarte,
y el cielo de repente te acaricia
y dos alas te elevan hacia el arte.

27.8.14

Homenaje a Mallarmé


Julio Cortázar

Donde la boca que te busca
sólo te encuentra si está sola
bajo las crueles amapolas
de esa batalla en plena fuga

y el juego en que cada espejo
miente otra vez lo ya mentido
y con los ecos del vacío
tañe la música del tiempo

para que el ojo enajenado
vea en la flor un mero signo
allí donde cualquier camino
devuelve al mismo primer paso

como el caballo que denuncia
como el terror frente a su sombra
el simulacro de esa forma
que el hombre viste de hermosura

21.8.14

Amanecer


Bajan el abuelo con la nieta, el nieto sin la abuela, el chavo de secundaria, la preparatoriana; bajan el mecánico con paso blando y la oficinista de tacones gastados; la comerciante sin su marido; el niño con su merienda escolar apelmazándose en la mochila; el chavo con su plan; la novia con su recuerdo. Y bajan todos, desde los cerros que albergan al pobrerío del poniente y que desde el espacio se miran con la vegetación mordida por el asfalto: un verde cercado por costras grises.

“¡Hacemos costras!”, exclamó sorprendido mi amigo Ramón Álvarez Larrauri cuando, hace unos años, descubrimos Google Earth. Tres décadas antes él me había infectado con el virus de la curiosidad al enseñarme la primera Apple II que vi en mi vida. Y pasó el tiempo y mucho después veíamos las costras que forma la humanidad sobre la superficie del planeta: la imagen es perfecta para ese pensamiento antihumanista que está tan de moda y que se solaza concibiendo a la nuestra como la peor de las especies. Y sí, hacemos costras pero también hacemos sinfonías, curamos el ala fracturada de un pájaro y somos los únicos depredadores que conocen el remordimiento.

De los cerros pobres del poniente bajan el ratero con su remordimiento y el hombre honesto con su tarjeta del Metrobús y la chava que no pudo bailar en la fiesta del sábado anterior y la vieja despachadora de farmacia que está harta de todo pero que sigue acudiendo a su trabajo tras el mostrador. Entre todos conforman un ejército que se moviliza hacia el centro de la urbe y que en alguna arteria que corre de norte a sur o de sur a norte se encontrará con sus prójimos desconocidos que vienen de los llanos del oriente y se mezclarán todos como células rojas en el torrente sanguíneo de la ciudad. Todas las mañanas ejecutan esa batalla de cerco. Todas las mañanas salen victoriosos de ella y acto seguido se rinden al trabajo, al estudio, al comercio, al trámite, al amor, al robo.

La multitud se mueve entre las sombras porque el sol aún no ha salido. Hay que ganarle la carrera al sol, anticiparse al embotellamiento, conquistar unos cuantos litros de espacio en el transporte público, hacerse con un sitio en el tianguis, evitar a toda costa que el reloj checador muerda la mano. Técnicamente es aún la madrugada pero esta muchedumbre hace ya rato que se arrancó las sábanas, los sueños y las lagañas y echó mano de sus electrodomésticos para desgarrar o tostar o calentar algo para empezar el día. Los que no, se comen un tamal exprés en una esquina o compran por diez pesos una bolsita de plástico con un pan gomoso y una bebida envasada, ofrecida eufemísticamente como desayuno. Y siguen a paso rapidito rumbo al paradero de microbús o hacia la estación de metro, o bien –los más rezagados, los menos afligidos de dinero– se pelean fugazmente el servicio de un taxi.

La alborada es inminente y hay que apretar el paso. ¿Habrá otro idioma, además del español, que tenga por homónimos el amanecer y el futuro? Nos basta con transitar del femenino al masculino para convertir la mañana en el mañana. Será porque justo cuando empieza el día las sombras, tratando de impedir una derrota a fin de cuentas inevitable, se aferran con uñas y dientes a superficies y volúmenes y todo lo vuelven tan incierto y fantasmagórico como las cosas que aún no han pasado. Pensándolo bien hay sabiduría y optimismo en el uso léxico que contagia de luz al porvenir y proyecta el alba hacia lo que vendrá.

“Por eso estamos como estamos” es un reproche multipropósito y aplicable a mansalva pero sin  un significado particular. ¿Por qué estamos como estamos? ¿Por huevones? ¿Por agachados? ¿Por levantiscos? ¿Por transgresores? ¿Por educados? ¿Por contenidos? ¿Por incontinentes? Nadie lo sabe a ciencia cierta y nadie menos que nadie en esta mañana en la que todo mundo tiene el empeño resignado, entusiasta o hasta burlesco de empezar el día.

Lejos de esta penumbra rala, en las oficinas y despachos usurpados al pueblo, una cuadrilla de maleantes con corbata y nombramiento oficial ha empezado ya a vender lo que quedaba del país. Con soberbia exultante anuncian a los medios el remate, a beneficio de ellos mismos, de yacimientos petrolíferos, de contratos hidroeléctricos, de radiofrecuencias. El subsuelo, el suelo y la atmósfera, al mejor postor. Y el sol aún no ha salido.

No es fácil encontrar a primera vista la relación víctima-victimario entre esta masa que baja de los cerros pobres del poniente o avanza desde los llanos del oriente y los abigeos institucionales que acaban de consumar el mayor saqueo en la historia del país. Lo que hay por lo pronto entre unos y otros es una olímpica ignorancia. Los de arriba pretenden que los de abajo no existen y los de abajo hacen como si los de arriba no existieran, o bien como si, existiendo, fueran una mera cosa molesta con la que es necesario lidiar. Cuando el poder circunstancial del adversario resulta inexpugnable más vale degradarlo de la categoría de enemigo a la condición de estorbo. Eso termina siendo todo opresor: un pinche estorbo con el que hay que vivir. Por ahora. Y hay circunstancias en las que el único reducto de la dignidad es el silencio.

En la orilla del alba astronómica una multitud de personas se apresura a sus oficios, trabajos y ocupaciones. Sortea las fracturas del asfalto, elude a los conductores desvelados y neuróticos y el amanecer social es tan incierto como ese mañana del idioma español que no se refiere al despunte del sol sino al futuro. Los viandantes han guardado a buen resguardo su encabronamiento, si es que lo tienen, para concentrarse en lo inmediato: anticiparse al embotellamiento, conquistar unos litros de espacio en el transporte público, hacerse con un sitio en el tianguis, evitar a toda costa que el reloj checador muerda la mano. Son pocos los que ríen y no son muchos los que refunfuñan.

Esto sucede en un pixel de la patria. Otros, en otras partes, empiezan su mañana con el anhelo y la obsesión de cazar una de las migajas lanzadas desde los balcones del poder para consuelo de hambrientos. Cueste lo que cueste, a costa de lo que sea y de quien sea. A expensas del vecino, de la hermana, del padre, de la madre, de los hijos y de la memoria de los abuelos. Cómo ignorar que hace ya muchos años, a falta de escuelas dignas, el país fue convertido en una escuela de canallas, que contamos con una de las mejores plantas docentes del mundo y que ya hay una o dos generaciones de egresados.

Algunos más han despertado a otro día de indignación serena y se disponen a impedir un desfalco más, una mujer asesinada más, otro niño muerto por una bala de goma, un nuevo río envenenado, otra comunidad abierta en canal para ofrendarla a la depredación y a la usura.

Por lo pronto, y a reserva de la próxima reforma privatizadora, la mañana sigue siendo de todos y el signo del mañana depende de las interacciones entre los unos y los otros y los otros con todos. Ahí siguen, por ahora, los encorbatados ladrones, aferrados como garrapatas a sus oficinas usurpadas y a sus nombramientos comprados, atrincherados en la mentira mediática, el soborno y el asesinato. Tal vez un día la salida del sol los agarre en el bote de la basura. No porque estén ahí va a detenerse la vida: la necesidad apremia, la enorme mayoría de la gente le tiene cariño a la existencia y sigue caminando por esta urbe hacinada, grotesca, generosa y loca, en dirección al metro, al autobús, al micro. Y su caminar termina por despejar las sombras, y de repente ya es de día.

19.8.14

El problema de Ferguson


El problema no es que el cadáver de Michael Brown tenga vestigios de mariguana, como lo afirman las autoridades de Ferguson, Misuri, sino que tiene dos balazos en la cabeza. El problema no es que el joven negro tenga antecedentes penales o o los tenga, sino que tales antecedentes, reales o supuestos, han sido esgrimidos por la policía local como un argumento exculpatorio del policía que lo mató. El problema no es que el Brown haya sido ejecutado a distancia, cuando intentaba rendirse, como lo indican los resultados de la segunda autopsia realizada por Michael Baden a petición de la familia del difunto, sino la versión oficial de que el victimario disparó sobre la víctima a corta distancia durante un forjeceo en el que el muchacho intentaba despojar de su arma al agente del orden.


El abuso policial, la extralimitación de un uniformado en sus labores, son cosas inevitables que ocurren y que seguirán ocurriendo en todas las corporaciones policiales del mundo. No hay exámenes de admisión ni protocolos de actuación ni leyes lo suficientemente estrictas para eliminar del todo la posibilidad que, de cuando en cuando, un policía actúe en forma indebida y viole los derechos humanos de la ciudadanía, incluso en el grado de asesinato. Y como no hay manera de garantizar que hechos de esa naturaleza no ocurrirán nunca, con todo y sus secuelas dolorosas e indignantes, es necesario disponer, al interior de las corporaciones policiales y fuera de ellas, de mecanismos institucionales de investigación, procuración e impartición de justicia para asegurar que el abuso policial sea excepción y no regla y que los empleados públicos encargados de hacer cumplir las leyes no se dediquen a violarlas en forma sistemática.

Si ante los primeros indicios de que un muchacho había sido asesinado sin motivo por un policía las autoridades de Ferguson hubiesen iniciado de inmediato el esclarecimiento de los hechos, si hubieran actuado con transparencia y no hubiesen intentado escamotear a la sociedad hasta el nombre del presunto culpable, esa localidad de Misuri de 20 mil habitantes no se habría visto sacudida por una rebelión sorda que ha dejado ya una estela de destrucción y heridas y que ha escalado hasta el punto de que el gobernador de Misuri ha debido establecer el toque de queda y movilizar a la Guardia Nacional para contener los desmanes. Simplemente, los familiares del difunto Michael Brown estarían viviendo días de duelo y desesperanza, el presunto culpable de su muerte, el policía Darren Wilson, estaría sujeto a un proceso penal por homicidio –y no, como ahora, en libertad y suspensión laboral con salario– y las calles de Ferguson estarían en paz.

Pero el cuerpo de Michael Brown tiene cuatro heridas de bala en el brazo, una más en el cuello y otras dos, las últimas, en la cara y en la cabeza, y la secuencia de las lesiones parece indicar que el muchacho, ya herido, sufrió dos tiros de gracia; es decir, que fue ejecutado por su agresor, y los superiores de éste han realizado todos los esfuerzos posibles por encubrirlo.

El problema de Ferguson no es un muchacho muerto a manos de la policía sino la sucesión de muertos, lesionados, pateados y agredidos sin necesidad ni justificación reglamentaria por agentes del orden a lo largo y a lo ancho de Estados Unidos, así como la alta prevalencia de total impunidad en tales sucesos.

Y el problema de Ferguson no es nada más la impunidad sino el hecho de que ésta se encuentre tan estrechamente asociada a una discriminación estructural. El que Michael Brown fuera negro y su agresor sea blanco no es, por sí mismo, indicativo de nada. Pero esas condiciones se inscriben en un patrón sistemático confirmado por la estadística. El problema no es ua sociedad formada por blancos y negros –además de todas las otras categorías empleadas por el sistema racista estadunidense para clasificar a su población– sino una sociedad que pone a sus integrantes blancos a trabajar en la policía y a sus negros, a operar en la delincuencia: de los 56 elementos policiales de la revuelta localidad de Misuri, sólo tres son negros. Pero a escala nacional dos de cada tres negros estadunidenses van a la cárcel en algún momento de su vida.

Y el problema no es únicamente la persistencia del racismo en Estados Unidos sino que el régimen político realice tantos esfuerzos por ocultar esa realidad –como los desplegados por las autoridades de Ferguson para engañar a la sociedad y para darle impunidad al presunto policía de la localidad–, incluso el de poner a un negro en la presidencia del país. Y ese pobre hombre, el señor presidente, tiene ahora el cadáver de Michael Brown sobre su escritorio de la oficinal oval y, evidentemente, no tiene la menor idea de qué hacer con él.

18.8.14

Piden mexicanos judíos el
reconocimiento de Palestina

Llamado de ciudadanos mexicanos judíos al C. Presidente Enrique Peña Nieto para que México reconozca a Palestina como Estado.


Los abajo firmantes, ciudadanos mexicanos, que nos identificamos también como judíos, hacemos un llamado a que el gobierno de México exprese su reconocimiento formal al Estado de Palestina mediante un documento que ambos países suscriban. En tanto judíos consideramos que la paz entre los pueblos israelí y palestino será alcanzada solamente si Palestina –al igual que Israel es reconocida como un Estado con plenos derechos. En tanto mexicanos, esperamos que nuestro país nos represente siguiendo la tradicional política exterior mexicana, a favor de la libertad y la justicia. Todos los países de Latinoamérica ya han reconocido formalmente a Palestina. Solamente México, Colombia y Panamá faltan. Es el momento de hacerlo.

Instamos al C. Presidente Enrique Peña Nieto a que dé la orden a la Secretaría de Relaciones Exteriores para ejecutar de manera expedita dicho reconocimiento oficial.

Atentamente,


Margit Frenk, Silvana Rabinovich, Néstor Braunstein, Eduardo Mosches Nitkin, Marcos Límenes, Jessica Bekerman, Boris Gerson, Fany Gerson, Julio Boltvinik, Sara Sutton Hamui, Rossana Cassigoli Salamon, Ilán Semo, Eugenio Huarte Cuéllar, Esther Cimet S., Bruno Límenes, Inés Westphalen, Verónica Volkow, Felipe Ehrenberg, Saúl Kaminer, Natalia Donner, Nasnia Oceransky, Bernardo Feldman, Tania Lomnitz, Adriana Menassé Temple, Benjamín Cann Ziman, Ricardo Lomnitz, Amanda Schmelz, Esteban Schmelz, Daniel Gershenson, Boris Viskin, Elena Climent, Silvia Pasternac, Carolina Kerlow, Ana Abreu Levy, Manuela Límenes, Enrique Lomnitz, Pedro Gerson, Dana Rotberg, Aída Lerman Alperstein, Olivia Gall, Alejandro Frank, Pedro Gellert, Renato Huarte Cuéllar, Denisse Gotlib, Sebastián García Anderman, Ingrid Suckaer, Fanny Blanck-Cereijido, Suely Bechet, Ilya Semo, Zlate Biezuner, Claudio García Ehrenfeld, Sabina Garbus, Hebe Rosell Masel, Lea Braunstein Saal, Max Kerlow, Isabel Moncada Kerlow, Boris Fridman Mintz 
http://www.jornada.unam.mx/2014/08/18/correo

12.8.14

Gaza y antisemitismo

Una familia judía, quemada en la hoguera en el medioevo.

No faltan, entre las expresiones de horror e indignación por lo que sucede en Gaza, las acusaciones y los insultos en contra de los judíos en general. Lo más triste es que con frecuencia tales expresiones provienen de personas que se dicen de izquierda y que al obrar de esa manera se situán, por ignorancia o por mala fe, no en el bando de la solidaridad con los palestinos sino en los rescoldos del Santo Oficio. Y es que en las sociedades de matriz cultural predominantemente cristiana –es decir, en Occidente– la que enseñó a odiar a los judíos no fue Hamas ni los árabes ni los islámicos sino la iglesia –católica y ortodoxa, para empezar– que forjó parte de su identidad con base en una judeofobia arcaica y calumniosa.

Pero los símbolos son muy poderosos y sirven por igual a los antisemitas que a los criminales que gobiernan en Israel: cuando los segundos mandan aviones decorados con la Estrella de David a descuartizar a niños inermes, en algún lugar de la cabeza de los primeros se activa el viejo libelo de sangre según el cual los judíos secuestraban a infantes goyim para sacrificarlos en sus rituales del sabath. Y cuando Netanyahu y su caterva escuchan a sus detractores recitar la impresentable consigna “judíos asesinos”, se frotan las manos de gusto porque han logrado desvirtuar la empatía humana hacia los palestinos masacrados y convertirla en una fobia racista y ancestral que los justifica y refuerza el sitial que se han arrogado de representantes por excelencia de las colectividades hebreas de Israel y del mundo, como si tales colectividades fueran una cosa homogénea, monolítica y, lo peor, asesina.

El asesino es el Estado de Israel, no los judíos. Raphael Lemkin, el hombre que acuñó el término y el concepto de genocidio, lo definía así a mediados del siglo pasado: “la puesta en práctica de acciones coordinadas que tienden a la destrucción de los elementos decisivos de la vida de los grupos nacionales, con la finalidad de su aniquilamiento”. De 1948 a la fecha, en la vieja Palestina se suceden casi siete décadas de ocupación militar, cientos de miles de árabes asesinados y de casas palestinas demolidas, cerca de cinco millones de refugiados, miles de prisioneros –muchos de ellos, encarcelados largos años sin ninguna clase de proceso legal– y el ejercicio de una limpieza étnica que incluye la negación sistemática a los árabes de adquirir tierras y construir viviendas, en tanto que a los judíos el Estado les concede terrenos gratuitos y servicios subsidiados; por lo demás, la ocupación de Cisjordania y el cerco a Gaza incluye con frecuencia la negación a los pobladores palestinos de agua y electricidad, así como la imposibilidad de desplazarse y, con ello la negación fáctica de educación, trabajo, servicios médicos, comercio o visitas familiares.

El episodio más reciente está escrito con miles de toneladas de bombas arrojadas desde aviones, helicópteros, embarcaciones y tanques sobre un territorio diminuto y sobrepoblado al que, en cosa de semanas, se le ha asesinado a uno de cada 900 habitantes, o así: es como si todas las muertes provocadas en México por el gobierno de Felipe Calderón hubieran ocurrido no en seis años sino en un mes.

Con estos datos a la mano se requiere de mucha mala entraña para negar que lo experimentado por el pueblo palestino cuadra a la perfección con la definición de genocidio enunciada por Lemkin, y de una dosis adicional de perversidad o de ignorancia para descartar cualquier crítica al régimen israelí con el argumento de que es, en automático, una expresión de antisemitismo. Tachar de judeofobia la justa indignación internacional contra el régimen israelí es hacerse cómplice de una distorsión fascista de la verdad. ¿Palabras fuertes? Sí, sin duda. Pero quienes alertaron en fecha temprana de que el germen del fascismo se incubaba en el Estado de Israel no fueron precisamente antisemitas sino judíos como Albert Einstein, Hanna Arendt, Isidore Abramowitz, Herman Eisen, Ruth Sager, Irma Wolfe y otros (http://is.gd/StZwSx).

El régimen israelí arguye que si los civiles palestinos se están muriendo por centenares la culpa es de Hamas por usarlos como escudos humanos. Cierto o no (habría que ver cómo puede desarrollarse una resistencia nacional “lejos de los civiles” en un territorio de 150 kilómetros cuadrados, una décima parte del Distrito Federal, sometido a un férreo bloqueo por aire, mar y tierra, y saturado de gente). Es precisamente eso, en todo caso, lo que han hecho por décadas Netanyahu y sus compinches (y antes que él, Ariel Sharon, y antes, Yitzhak Shamir, y antes, Menajem Begin) con las juderías de Israel y del mundo: pretender que perpetran en representación de ellas un genocidio tan repugnante como cualquier otro y usarlas, en consecuencia, como parapeto para defender su impunidad. El deslinde entre el judaísmo y los gobernantes genocidas de Israel es, hoy, más pertinente que nunca.