2.1.12

Piedra de muchas veces



No es
la rosa material de los molinos
que da dientes al agua
y músculos al viento
y que precede a la platina
de la imprenta, a la banda
sin fin de los traslados,
al percutor terrible
de la ametralladora.

No es
el volante que digiere las horas
en el pequeño vientre del reloj
ni el engrane masivo que tritura
horas y miembros del obrero
y sus vidas en serie.

No es, tampoco,
el granito incansable que va, de siglo en siglo,
de construcción en construcción
–de pie de palafito a zigurat,
de zigurat a templo,
de templo a banco,
de banco a lupanar–,
cobijando a desgano vidas y trampas,
ni la roca manual, domesticada,
de moler, macerar y dar filo.

Ni siquiera es la vuelta replicada
del instante que se muerde la cola
y que desemboca en la locura
(el eterno retorno de lo idéntico),
almendra saltarina metida en el cerebro
de tantos, de unos cuantos o de nadie.

Es el amor.

Es el amor sin nombre ni apellido,
sin atributos narrativos,
sin cáscaras ni afeites ni atenuantes.

Lo bautizamos, le ponemos máscaras,
lo llamamos Abel o María Luisa
(cuántas advocaciones tiene esta deidad),
le damos apariencias
y decimos “no puedo vivir sin él o ella”
cuando, en realidad, queremos decir
o no queremos confesarnos
la aridez de la vida
cuando falta esa piedra.

Y cuando nos quedamos solos,
lo seguimos negando en ausencia.

Piedra que es talismán, que es la palabra
en el paladar de la criatura,
piedra que es fundamento de la vida.

No tiene propiedades inmutables;
es, en muchos sentidos,
elección propia,
compulsión al yerro pedestre
o vocación de trascendencia.

Para qué tropezar en un andamio
o morir por la patria
o dejar las vísceras
regadas en Tierra Santa
o concentrarse en la carrera
que tampoco va a ninguna parte
ni al recio pedestal, si aún se puede
morir de amor.

Bienaventurados, quienes quieran
o puedan transferir su hemoglobina
a la cuenta del futuro,
al fondo de la inmortalidad,
al pagaré del heroísmo.

Pero también se puede,
simplemente,
vivir para el amor:
equivocarse de una vez por todas
o conocer la dicha
de perder las batallas una a una:
guerras perdidas de antemano
contra la eternidad,
contra el desgaste de los días,
contra la propia vida, que no da tregua
a quienes se predican a sí mismos
el Evangelio según Venus.

Aunque sea un capricho de la química,
aunque aparezca en el catálogo
de las manías y las filias,
aunque se considere deleznable,
aunque, como todo lo otro,
carezca de sentido.

No hay nada que aprender,
o bien hay que aprenderlo todo, cada vez
que se renace de una muerte estéril
para acudir al estruendo
de cuerpos vivos y de símbolos
que cobran, a su vez, una existencia
intensa sólo para quien la encuentra.

Nada que escarmentar,
nada por perdonarse; sólo
una virginidad por desechar,
un río bautismal, un acto
fundacional en el encuentro.

Piedra de varias veces,
siempre y nunca la misma,
un solo rostro y muchos rostros,
un solo nombre y muchos nombres,
traspié para caer en el cielo,
mal paso que es virtud o pez brillante
y hallazgo,
obstáculo que asciende
a la categoría de fortuna.

Apostar siempre por la patria de un cuerpo
y un corazón y un intelecto prójimos,
no desistir de la consumación,
jugarse entero en el imaginario
de dos que son felices para siempre,
tropezar, tropezar,
todas las veces que se pueda,
en esa misma piedra.



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