13.7.10

Mazacote


Oaxaca se cuece aparte, no por la personalidad del gobernador electo, Gabino Cué, sino porque en su campaña confluyeron sectores mucho más amplios que esa izquierda partidista secuestrada por el calderonato: gente afín a la APPO, al movimiento lopezobradorista y a la otra campaña, optaron con honestidad por apostarle a la liquidación del régimen terrorífico de Ulises Ruiz –que amenazaba con perpetuarse con la herencia del cargo a un incondicional– y coincidieron, así fuera aguantándose las náuseas, con el panismo calderónico, trepado a última hora a una candidatura que olía a éxito.

Fuera de ese caso, las alianzas han desembocado, en los mejores casos, en triunfos fársicos o en alegatos poselectorales que son como el juramente hipocrático pronunciado por Mengele: no tiene mucha gracia remplazar el cacicazgo priísta que aún padece Puebla por otro cacicazgo gordillista (es decir, priísta), y cabe preguntarse a cuenta de qué –si no es por cuotas de poder “haiga sido como haiga sido”–, se movilizan los camachuchos en Hidalgo, en defensa de la candidata local del foxismo, es decir, del grupo político que ideó y operó el robo de la Presidencia en 2006. Para colmo, en Veracruz se cocina un conflicto paralelo, con el también priísta y elbista (aunque ande travestido de blanquiazul para la ocasión) Miguel Ángel Yunes.

La paradoja es que, si en lo inmediato estas ensaladas insuflan nuevas energías a un sistema electoral inverosímil, a la larga disipan toda la credibilidad que pueda quedarle. Sí: por un lado se demuestra que es posible derrotar, en las urnas, a formaciones gangsteriles como las establecidas en los gobiernos de Oaxaca (está por verse si se consigue desmontarla) y Puebla. Pero en la segunda entidad la transición de Mario Marín a Rafael Moreno Valle será el tránsito de las botellas de cognac a las Hummers, es decir, el recambio de nombres y etiquetas.

Pero lo más grave es que en estos comicios el PRI, el PAN, el PRD y otros menores, han terminado de revelarse como meros canales de acceso al poder para individuos ambiciosos. Adiós a los programas y a las plataformas. Adiós a diferencias sustanciales. Si algo distingue a unos de otros es el grado de perversidad o ingenuidad y los poderes fácticos (presupuestos públicos para respaldar campañas, control sobre medios informativos y sobre corporaciones armadas legales o ilegales, en fin) que son capaces de desplegar para poner a uno de los suyos en algún hueso. “Así es la democracia”, nos dicen. Pero si la democracia fuera persona, tal vez se cortaría las venas al ver cómo la invocan a coro César Nava (fraude nacional de 2006) y Jesús Ortega (fraude de 2008 en el PRD).

El cogobierno de facto entre el PRI y el PAN empezó en tiempos del salinato, con los comodatos estatales llamados concertacesiones, y se prolonga hasta la fecha en los consensos sobre política económica y en los maridajes que impidieron esclarecer los resultados electorales de 1988 y 2006. En las últimas elecciones, el PRD fue aceptado como miembro menor del club de la inmundicia. No habrá que extrañarse si uno de estos días lo vemos de la mano del PRI para sacar al PAN de la contienda (como ya se vio al PT de Chihuahua el 4 de julio): todo se vale. No hay forma de que los medios perviertan a los fines porque no hay nada que pervertir. El chiste es acomodarse cerquita del presupuesto.

La izquierda partidista ha llegado muy cerca del punto de disolución, lo que no quiere decir que desaparezca: igual puede convertirse en una cadena da farmacias o de pizzerías. Y como el PRI y el PAN son lo mismo (salvo por la irredenta torpeza del segundo), el régimen de partidos confluye en un mazacote de plastilinas variopintas. Apúrense a entregar su voto a alguno de los colores en pugna antes de que hasta los colores sucumban a la fusión en una cosa parduzca y uniforme. Los ciudadanos honestos de derecha, quienes creen en el centro y los que se inclinan por la izquierda, ya no tienen partidos que los representen: los que existen creen que todo se vale para conseguirlo todo, porque en el ámbito de la identidad no hay nada.

Vaya desafío: la sociedad debe reconstruir la vida política del país casi desde cero, hacerlo por vías pacíficas y cívicas, y un tanto al margen de los grumos y pegotes en los que ha terminado la clase política. Porque, con las opciones actuales, restringir la participación ciudadana a la emisión del sufragio es como escoger entre una Big Mac y una Burger King. Y hay opciones peores.

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