17.4.10

Sobre la contrarreforma
laboral de Felipe Calderón*

Afirma una premisa ética fundamental que la vida humana no tiene precio. Un vendedor de seguros o un empleador tal vez sonrían discretamente al escucharla, pues para ellos la existencia del prójimo tiene una cotización simple y precisa. En 2006, Minera México, después de sepultar a 65 de sus trabajadores, ofreció a los deudos 82 mil 400 pesos por cada uno de los obreros sacrificados en aras de la glotonería de utilidades máximas. El ofrecimiento equivalía, a precios de 2008, a un automóvil Atos, pero del modelo austero, el que venía sin aire acondicionado ni equipo de sonido.

A ojos de un patrón cumplidor de la ley, el cálculo es simple: tu existencia cuesta tu salario de ocho horas, multiplicado por tres, que da 24 horas, multiplicado a su vez por el número de días que le resten a tu vida útil como trabajador.

Si recurrimos a un parámetro meramente salarial, de 1982 a la fecha los mexicanos hemos experimentado, en nuestra inmensa mayoría, una devaluación cercana al 57 por ciento. Esa depreciación coincide cronológicamente con el ciclo de gobiernos neoliberales que padecemos hasta la fecha.

La apuesta de los economistas oficiales fue simple: había que insertarse en la economía global y para eso se necesitaba establecer precios competitivos a nuestro principal producto de exportación, fuera del petróleo y las drogas: la carne humana. En ese afán, los gobiernos de Salinas a Calderón han promovido, como eje central de su propuesta económica, la venta y la exportación de mexicanos: regalando territorio, energía e impuestos a la inversión extranjera para que establezca maquiladoras. Ciudad Juárez fue, en un principio, la concreción de la fantasía salinista. Muchas transnacionales fueron allí a instalar fábricas que no se nutrían con la cualificación de la mano de obra ni con un alto nivel de servicios, telecomunicaciones o desarrollo, sino con lo baratas que les salían las trabajadoras mexicanas, emigrantes internas, jóvenes, sin familia ni sindicato. Pocos años después, muchas de esas trabajadoras empezaron a aparecer muertas. Ninguna autoridad policial, ningún procurador estatal o federal, iba a tomar en serio el asesinato de una muchacha desamparada que no valía arriba de dos o tres mil pesos mensuales.

La otra línea de ventas consistió en orillar a la emigración a millones de personas: primero, adultos varones de origen campesino; luego, habitantes urbanos sin especialización; posteriormente, mujeres y niños; ahora, licenciados, maestros y doctores. Fox incluso se congratulaba ante el hecho oprobioso de que la economía nacional fuera sostenida, en buena medida, por las remesas enviadas por aquellos a los que el país les cerró las puertas del empleo y de la dignidad.

Las medidas de abaratamiento poblacional han ido de la contención salarial a la violación sistemática y deliberada de las leyes laborales, del mantenimiento de sindicatos charros que aseguren el control de los trabajadores formales al impulso oficial al crecimiento del sector informal (“empléate a ti mismo”, formuló Salinas; “vocho, tele y changarro”, pregonaba Fox); de la reducción, degradación y privación de servicios básicos de educación y salud a la población, a la eliminación de la propiedad pública, que nos daba valor a todos, para transferirla a unos cuantos. Hoy tenemos algunos multimillonarios más en la lista de Forbes, y muchísimos millones más de pobres, que hace dos décadas.

Los beneficiarios de esta política son, por un lado, los intemediarios en el comercio de carne humana, es decir, un puñado de empresarios nacionales, y por el otro, los administradores oficiales de la depreciación poblacional.

Germán Larrea, cuya empresa tasó a cada minero muerto en el equivalente a un automóvil Atos de modelo austero, incrementó su patrimonio en cuatro mil millones de dólares el año pasado; Ricardo Salinas Pliego vio crecer su fortuna en cinco mil 900 millones de dólares de ingresos durante 2009, el año de la crisis mundial. En ese mismo lapso, el 24 por ciento más pobre de la población percibió un ingreso total de 730 dólares. El cincuenta y tantos por ciento de los mexicanos que, según las cifra oficial, se encuentran bajo el umbral de la pobreza patrimonial recibieron, en ese año, mil 460 dólares por persona.

Mientras los empresarios mexicanos ricos arrebatan lugares en la lista de Forbes a sus pares de Estados Unidos, los servidores públicos encumbrados no dejan su mes por menos de lo que ganan sus homólogos en naciones industrializadas. Y se da el caso de que ganen el doble que en España, o 60 por ciento más que en Estados Unidos, como ocurre con los magistrados del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación. Pero debajo de la pirámide social, los salarios mínimos equivalen a menos del 8 por ciento que en el vecino país del norte: 4.5 dólares diarios frente a 58 dólares al día.

Esta magna devaluación de la gran mayoría de los ciudadanos se ha realizado en forma ilegal. Sin ir más lejos, es difícil negar que la Comisión Nacional de Salarios Mínimos actúa en forma inconstitucional cuando pretende que 56 pesos diarios podrían ser suficientes para “satisfacer las necesidades normales de un jefe de familia, en el orden material, social y cultural, y para proveer a la educación obligatoria de los hijos”, como lo señala la Carta Magna. El propio secretario del Trabajo, Javier Lozano Alarcón, dijo recientemente que la iniciativa de reformas laborales presentada por su jefe el pasado 18 de marzo busca “regular las prácticas que actualmente ocurren en el sector informal o al margen de la ley”. Con ese criterio, habrá que ir pensando en despenalizar los levantones y las ejecuciones extrajudiciales, y aceptar que el derecho a la vida pueda quedar sujeto a contratos por hora. Hasta donde se sabe, la tarea de las autoridades es hacer cumplir las leyes, no adulterarlas para dar gusto a quienes las infringen, que son, significativamente, los patrones.

Este gobierno nunca ha aplicado la legislación laboral vigente a favor de los trabajadores y de sus organizaciones independientes. Más aun, los ha perjudicado en forma sistemática mediante interpretaciones sesgadas, facciosas y abusivas, como la disposición de la toma de nota a las dirigencias sindicales. Ahora viene a vendernos el acotamiento del derecho de huelga, la certidumbre en el empleo, el derecho a la indemnización, como beneficios para los asalariados. Esto no es una reforma, sino una contrarreforma. Miente Felipe Calderón cuando afirma que busca una Ley Federal del Trabajo “renovada y más cercana a la realidad del país en el siglo XXI”. Lo que pretende, en realidad, es retroceder a los albores del siglo XX, cuando se permitía la sobreexplotación de los peones acasillados y cuando se asesinaba a los obreros en Cananea.

Contratación por horas; trabajo a destajo; pérdida de salarios caídos, de derecho a la reinstalación, de ascenso escalafonario, de conquistas sindicales; incertidumbre y desprotección ante el despido injustificado. ¿Qué otra cosa pedirán los patrones para abaratar aún más a este enorme mercado de mano de obra miserable?

La ilegalidad que caracteriza al calderonato en la mayor parte de sus acciones y omisiones es, sin embargo, incómoda. El modelo neoliberal nos ha privado a los mexicanos de poder adquisitivo, pero también de propiedad y servicios públicos, de seguridad, de educación, de salud, de cultura. Pero conservamos derechos, garantías y conquistas plasmadas en la Constitución y en las leyes federales, y esos instrumentos son la única herramienta que tenemos para pugnar por nuestra revalorización como seres humanos. El grupo gobernante lo sabe y pretende arrebatárnoslos, como lo pretendió con su reforma judicial, como lo intentó con la intentona de desmantelar la industria petrolera. A los patrones y a quienes controlan el poder público les interesa reducirnos a un hato aterrorizado por el naufragio de la seguridad, atomizado y desinformado, sometido a los caprichos y a las gulas de consorcios nacionales y extranjeros que podrán venir a comprarnos a granel: por individuo, por pieza, por hora, por kilo, por litro de sangre.

Ya a principios de los años noventa del siglo pasado —¡hace casi 20 años!—, teóricos estadunidenses como Richard Reich e Ira Magaziner se deslindaban de la barbarie neoliberal y señalaban que la principal riqueza de Estados Unidos no era la infraestructura y la planta industrial, porque se volverían obsoletas, ni la bolsa de valores, porque los capitales iban y venían a como les daba la gana. La riqueza inamovible del país, señalaba, era la población, y en ella había que invertir.

Qué contraste: mientras en México tenemos que enfrentar un intento de reforma laboral regresiva, desintegradora del tejido social, depauperadora de la población, en España se está planteando, para hacer frente al desempleo, medidas como la reducción de la jornada de trabajo con el pago mínimo del 67 por ciento de las horas no trabajadas; medidas como la absorción, por parte del erario, de parte de las indemnizaciones que se paguen a quienes sean despedidos después de trabajar 33 días; medidas como el subsidio fiscal a empresas que contraten jóvenes sin experiencia laboral. Y a nadie se le ha pasado por la cabeza argumentar que tales propuestas atentan contra la productividad.

Aquí, nos dicen, las arcas públicas no dan para más. Bueno, reconozcan que dan para un poquito más: ¿Cuánto dinero ha invertido el calderonato en publicidad para justificar su no inversión en la gente? ¿Cuántas camionetas blindadas de un millón de pesos se habrán comprado este año los representantes populares? ¿Cuántos miles de millones de dólares se regalan a Repsol por contratos mafiosos de abasto de gas natural a la CFE? ¿Cuántas decenas de millones de pesos se otorgan mes a mes a las secciones del SNTE bajo el control gordillista? ¿Cuántas carretadas de dinero entrega el Conacyt a las transnacionales para que financien investigaciones que sólo benefician a sus accionistas? ¿Cuánto dinero sigue repartiendo el Procampo entre narcos y funcionarios del sector agrario? ¿A cuánto ascienden los subejercicios en las dependencias del gobierno federal?

Es dable exigir que las autoridades hagan cumplir las leyes laborales tal y como son, no sólo porque es su obligación sino también porque ello es indispensable para reactivar el mercado interno, reducir el sector informal y restituir la confianza de los trabajadores mexicanos en su país, en sus instituciones y en su propio futuro.

La contrarreforma laboral propuesta por el calderonato es un acto de cinismo, una inmoralidad y una nueva agresión a una masa trabajadora sacrificada y devaluada durante décadas para impulsar la riqueza extrema de unos cuantos. No permitamos que se haga realidad. No debemos permitir que nos arrebaten nuestros derechos, porque son el instrumento que tenemos para construir una nación en la que podamos restituir el valor que les ha sido despojado a las personas, una nación en la que la vida humana no tenga precio.

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* Ponencia leída en el Foro de Análisis de la propuesta de reforma laboral del PAN, el martes 13 de abril, en el auditorio del Edificio “E” del Palacio Legislativo

1 comentario:

Anónimo dijo...

El descaro, es la cara de la contrarrevolución panista. Esa es la actividad en las entrañas del PAN,para eso fue creado, su finalidad era, y es, retornar a la era obscurantista del medievo, donde imperaban los tres caballeros de la ignonimia:
El burgués, el clérigo y el milite.