21.1.10

El último suspiro
del Conquistador / XX

Ermita de San Antón, en Santo Domingo. Foto: Quisqueyano_2007

Nunca fue un idioma sometido a contagios tan diversos y contundentes como lo estuvo el castellano en el Caribe en la primera mitad del siglo XVI: allí confluían bilbaínos de acento cerrado con caribes –esos no vivieron para contarlo— de diptongos prolíferos, galegos de eses vibrantes con yorubas de amplias vocales, abruptos términos nahuas con remanentes de ladino y de mozárabe, contundencias mayas con suavidades portuguesas. Con ese telón de fondo hablaban, en el muelle principal del puerto de Santo Domingo, un hombre maduro, hablante mayense, que había aprendido el castellano de su señor y amo, y un muchacho dominicano de primera generación, cruza no muy legítima de colono español con esclava negra.

En el muelle de Santo Domingo, recién desembarcado de la nao en la que había hecho el viaje desde Sevilla, y disfrazado de Juana de Quintanilla, el almero Tomás encontró a un mulato temprano que se ofreció a llevarlo a un sitio descampado en el que, le dijo, un tío suyo hacía “trabajos que han de ser solitarios y apartados”.

—Llévame —replicó Tomás, sin ánimo de escudriñar en aquellas indirectas y harto de adelgazar la voz para hablar en castilla, y se dejó conducir por la empinada cuesta que constituía, en esos tiempos, la calle principal del puerto. Después de unos cientos de metros, la carreta dobló a la derecha y tomó un camino paralelo a la orilla del Ozama desde el que se distinguían ese río, la fortaleza homónima y el Alcázar de Diego Colón, extraño crisol de gótico mudéjar fijado en mampostería de rocas coralinas . Al cabo de unos traqueteos, en la carreta de mulas, el almero se maravilló al contemplar, a su derecha, la portentosa catedral de Santa María la menor, o de la Encarnación, por entonces recién consagrada; los remates angulosos de la construcción y los muretes almenados de piedra le entregaron, aunque no viniera al caso, la evocación dolorosa de un templo construido por los abuelos de los abuelos de sus abuelos que había sido devorado, mucho tiempo atrás, por la selva frontera del Usumacinta. No fue menor su sorpresa cuando vio las arcadas del Ayuntamiento y la torre del palacio Consistorial. Poco después, el maya contempló de frente la fachada blanca y austerísima de la Ermita de San Antón. La carreta rodeó el pequeño templo y desembocó en un breve llano rodeado de follaje. Tomás sintió cierta sorpresa al contemplarlo, tachoneado de restos de fogatas.

—Es que fue cerca la fiesta de Santo Patrón, el 17 de enero —explicó el mozo, sin solicitud de por medio.

Tomás se disponía a apearse de la carreta cuando asomó, por un punto del follaje circundante, un hombre pequeño y magro, de raza negra, que caminó hacia ellos con una mirada que penetraba desde lejos. Iba vestido sólo con un calzón de manta blanca, arremangado hasta media pantorrilla, y un collar del que pendían objetos diversos, plumas, piedras y astillas de hueso incluidas. El maya sintió un chispazo de identificación extraña. Eran contados los hombres de carbón con los que Tomás se había cruzado a lo largo de su vida y apenas había reflexionado en torno al vasallaje que se abatía sobre ellos, más cruel, si cabía, que el impuesto por su Señor en todos los puntos cardinales del mundo conocido. A unos pocos metros del carro, el recién llegado se detuvo, clavó sus pupilas en Juana de Quintanilla e, ignorando los saludos efusivos del que venía a ser su sobrino, se dirigió a la forastera en un castellano ronco, lleno de agujeros y con el malinké todavía fresco en el paladar:

—Varón es el mujer, pero no es malo. Viene a trabajo. El Negre sabe de trabajo.

—¿Cata que tu merced es hombre? —exclamó el joven cochero con una carcajada de sorpresa y de homenaje a la perspicacia de su tío africano.

* * *

Con la sensación de movimiento apareció también una oleada de destrucción que, lejos de calmarlo, lo inundó de vergüenza: imaginó (¿o era recuerdo?) el patio del templo de Hutzilopochtli tras la masacre de la que él mismo había sido responsable, recorrido por arroyos de sangre, más sangre en un día que en todo el tiempo desde que fue construido. “Estaba con tan gran lodo de intestinos y sangre que era cosa espantosa y de gran lástima ver así tratar la flor de la nobleza mexicana que allí falleció casi toda”, escribió, años después, uno del bando de los vencidos, de lo que se infería que la posterior resistencia que Tenochtitlan opuso a sus destructores había sido, primordialmente, obra de plebeyos, de macehuales insurrectos, en primer lugar, contra la sumisión inexplicable de su autoridad máxima; vislumbró entonces una nación fundada por él con heroísmo y arrojo, pero también con malas artes: engaños, masacres, traiciones y sobornos; una nación casi siempre dócil pero incontenible en sus trances de furia; escasos, cíclicos, uno cada siglo, a lo más... Y se revolvió en la vergüenza, pero también en la impotencia, porque nunca podría desandar esos pasos.

* * *

El perito médico forense Edmundo Sánchez Lora sintió miedo cuando Pérez les dijo a él y a Manrique que la Federal pedía los restos que trataban de rescatar (y acaso de reunir) de entre un pequeño cerro de restos metálicos, fragmentos de una estatua que de seguro había caído de lo alto del campanario de la capilla del Hospital de Jesús y se había hecho pedazos sobre la cabeza –y sobre todo lo demás— de algún transeúnte desconocido. La náusea que había sentido hasta ese momento al revolver la papilla humana que quedó bajo los trozos de la estatua dio paso a un escalofrío en la nuca: estaba en problemas, porque su obligación era poner el cadáver (o lo que fuera aquello) a disposición del ministerio público capitalino (el cual, a su vez, debía ordenar su traslado al servicio médico forense) y no a una corporación federal. Pero en algunas misiones anteriores, cuando había alguna ambigüedad sobre los fueros, común o federal, él, Sánchez Lora, había presenciado la prepotencia, y hasta la sordidez, con las que se conducían los agentes del gobierno nacional, a los cuales las formalidades legales les importaban un carajo. Y sin embargo, aquel aplastamiento parecía ser un asunto del fuero común, y comprendió de inmediato que él y sus dos compañeros estaban en problemas, porque iban a ser forzados a violentar la ley. Como jefe del equipo, tenía que tomar una decisión.

—Nosotros –dijo a Manrique y a Pérez— vamos a hacer nuestro trabajo; notificaremos a la autoridad capitalina y llevaremos los restos mortales de este fulano a donde ella nos diga. Si los federales quieren al muerto, que se lo pidan a la procuraduría de la ciudad.

—Tú estás loco –respondió Manrique, alarmado—. ¿Qué te vas a meter en broncas con los federales?

—No ando buscando broncas –replicó el perito—. Si ellos quieren ejercer la facultad de atracción, que la presenten. Pero no veo, la verdad, que un santo o vé tú a saber qué madres, que apachurró a un cristiano, sea un asunto de ellos.

El chistorete habría aliviado la situación, de no ser porque, mientras Sánchez Lora y Manrique hablaban y Pérez escuchaba, sin tomar partido, apareció por Pino Suárez, zigzagueando para eludir los montones de escombros, una pick—up con las marcas de la Policía Federal.

El vehículo se acercó cuanto pudo a donde se encontraban los tres peritos y la masa que había sido Iván.

—¡Apúrense! –les gritó a los tres vivos un uniformado, sin bajar del vehículo—. ¡Nos tenemos que llevar al difunto!


(Continuará)

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