28.10.03

El castigo de Bush


La popularidad de George Walker Bush va en caída libre y ha pasado de 80 por ciento, en mayo, cuando proclamó el fin de la guerra contra Irak, a 56 la semana pasada. Tal vez sufra un nuevo resbalón cuando la opinión pública estadunidense caiga en la cuenta de lo que significa la serenata mortífera con misiles tierra-tierra que la resistencia iraquí ofreció, la madrugada del domingo, al subsecretario de Defensa Paul Wolfowitz, quien se paseaba por Bagdad con la arrogancia equívoca de los vencedores. El ataque, en el que murió el soldado estadunidense número 109 desde que “terminó la guerra”, es una prueba de que el largo conflicto armado entre la presidencia de Estados Unidos y el pueblo de Irak, que en enero próximo cumplirá 13 años, está muy lejos de haber terminado. De hecho, el actual presidente de la máxima superpotencia planetaria no sólo mintió sobre el fin de la confrontación, sino que se adjudicó, en falso, su comienzo.

Esa guerra la inició Bush padre en enero de 1991 y, aunque cesó formalmente con el alto el fuego del 3 de marzo de ese año, prosiguió, con bajo perfil, a lo largo del gobierno de Bill Clinton, y fue heredada, intacta, por Bush junior, quien la derivó a una nueva masacre de iraquíes y al derrocamiento de Saddam Hussein. Pero ni el colapso político-militar del gastado dictador ni la ocupación de Irak se han traducido en el fin de la guerra; simplemente, ésta ha dejado de ser un juego electrónico entre radares iraquíes y aviones estadunidenses, y se ha convertido en un matadero que ha diversificado sus insumos: ya no son sólo iraquíes, sino también estadunidenses.

Alguna conciencia de eso se percibe ya entre los ciudadanos comunes, como se vio en la manifestación del sábado en Washington, a la que acudieron familiares de los caídos a decir a su presidente que nadie le dio nunca la atribución de jugar con la vida de los muchachos.

Ojalá que esa lucidez se extienda y se multiplique, y fructifique en un descenso de la imagen presidencial que tenga como consecuencia, a su vez, la derrota de George W. Bush en las elecciones presidenciales del año entrante. Un fracaso semejante implicaría un revés para la asociación mafiosa y genocida entre halcones militares y corporaciones empresariales y para las corrientes conservadoras que orientan los medios, los programas escolares, las mentes y hasta los genitales de los estadunidenses. La negativa ciudadana a concederle a Bush un segundo mandato --si es que las instituciones la respetaran-- se traduciría también en un mundo más seguro, más apegado a la legalidad y menos violento; en un descalabro para los criminales que gobiernan en Israel; en el aislamiento de gerifaltes de gobierno como Aznar, Blair y Berlusconi, si es que siguen políticamente vivos para entonces; en una brusca reducción del alimento ideológico de los terroristas fundamentalistas, y hasta en un debilitamiento de reliquias dictatoriales como Fidel Castro, sempiternamente alimentado en su discurso apocalíptico por la hostilidad de Washington.

Por otra parte, en el ámbito personal, sería lógico que la pérdida de la Presidencia le provocara a George Walker Bush un intenso y grave sufrimiento. Confieso abiertamente mi deseo de que el presidente de Estados Unidos sufra. Que sufra mucho, si es posible. No el sufrimiento discursivo, abstracto y muy posiblemente hipócrita por los caídos el 11 de septiembre de 2001, sino el dolor del fracaso personal, la zozobra del rechazo mayoritario, la desgarradora pérdida del protagonismo y los reflectores, el sofocante síndrome de abstinencia del poder.

No le deseo mal alguno por sus lastimosas limitaciones intelectuales, su patente carencia de cultura general o sus orígenes familiares en la mafia petrolera. A fin de cuentas, él no escogió esos defectos. Pero además de ser tonto, ignorante y apellidarse Bush, este hombre ha cometido faltas que caen plenamente en el terreno de su albedrío y que debieran, en consecuencia, ser punibles: es mentiroso, despiadado, corrupto, inescrupuloso, hipócrita, arrogante e indiferente ante el sufrimiento ajeno. El presidente de Estados Unidos tendría que pagar de alguna forma algunas de sus responsabilidades por las infames ejecuciones en Texas, cuando era gobernador; por la muerte de civiles y de soldados --locales y estadunidenses-- en Afganistán e Irak y por la terrible devastación material en esos países; por las humillaciones a que se somete a los inmigrantes; por el desamparo de millones de estadunidenses ante el recorte de programas sociales, y por las fortunas mal habidas en la corrupción cupular de su gobierno.

Pero, si uno piensa con realismo, resulta desoladoramente improbable que un tribunal nacional o internacional juzgue por esos y otros crímenes al actual presidente de Estados Unidos. La perspectiva de lesionarlo o matarlo en un atentado terrorista pertenece más bien a las definiciones de lo que es correcto según la moral del propio Bush --muy semejante, por cierto, a las de Osama Bin Laden, Saddam Hussein o Ariel Sharon-- y resulta, por ello, repudiable. Por eso, la única posibilidad real de castigo para el ocupante de la Casa Blanca es que la sociedad estadunidense le dé la espalda en las próximas elecciones y que ese acto ciudadano se traduzca en un sufrimiento intenso y duradero para George Walker Bush.

No soy el único en este planeta, me atrevo a suponer, que se lo desea con toda el alma.

21.10.03

Historias de hambre


Al parecer, David Blaine es un mago que conoce la dureza de la vida. Salió de Harlem, después de quedarse huérfano, y empezó a aplicar en las calles de Nueva York los conocimientos que obtuvo en las bibliotecas públicas. Al principio eran trucos sencillos, como localizar a ciegas los ases de entre un mazo de naipes o partir con los dientes una moneda de 25 centavos; nada que no pueda verse en cualquier esquina concurrida de una urbe de tamaño medio. Luego vinieron números más complicados, como la levitación a varios centímetros de altura en medio de un tumulto. Las calles son un escenario legitimador para los magos. Cuando éstos actúan en locales cerrados, queda la sospecha de hilos transparentes, plataformas ocultas, sistemas tramposos de iluminación o mecanismos recónditos capaces de engañar la mirada. Pero en la intemperie de las aceras y el asfalto el margen para la prestidigitación es harto reducido.

Un día, a fuerza de sostenerse en el aire sin causa física aparente, Blaine logró su primer especial de televisión. Se encerró, para el efecto, en un ataúd transparente, y se hizo enterrar durante cinco días en el centro de Manhattan, acompañado sólo por una cámara de video que transmitía durante 24 horas su trance profundo y plácido. El siguiente gran show consistió en introducirse en un cubo de hielo ante la mirada de transeúntes y reporteros. Pretendía permanecer allí tres días, pero 12 horas antes del plazo se derrumbó su resistencia y pidió que lo sacaran.

Con esos antecedentes, el mago David Blaine ideó una prueba especialmente peligrosa: imitar la cuarentena de Cristo. Lo hizo a la manera mediática del reality show, metido en una enorme pecera (213 por 213 por 91 centímetros) colgada, a su vez, cerca del puente de la Torre de Londres, a orillas del Támesis. Durante 44 días se limitó a beber agua y a ignorar las provocaciones de algunos vándalos que lo hostigaron con linternas de mano y estamparon en las paredes transparentes de su refugio huevos y globos llenos de pintura. El domingo pasado, después de 44 días como atractivo turístico temporal, y gravemente debilitado por el ayuno, el mago fue sacado de la caja y transportado a un hospital londinense. Según Sky Tv, unos 250 mil espectadores acudieron en ese lapso a presenciar el martirio autoinfligido de David Blaine.

El mago neoyorquino se sometió al hambre durante 44 días. Otros la padecen a lo largo de toda su vida, hasta que deciden forzar el destino en contenedores asfixiantes, embarcaciones frágiles, travesías del desierto o carreras en las que se debe derrotar, a pie, las camionetas de doble tracción de la patrulla fronteriza. Miles y miles de mexicanos y latinoamericanos intentan esas y otras suertes en la frontera sur de Estados Unidos. Los asiáticos y los africanos realizan actos de magia similares en las costas mediterráneas, para intentar introducirse en el inmenso y pletórico refrigerador rodeado de famélicos que se llama Unión Europea.

Mientras la caja londinense de David Blaine era arriada a orillas del Támesis, los guardacostas italianos descubrían, en el sur de Lampedusa, un barco a la deriva que transportaba 15 inmigrantes africanos vivos y otros 13 en condición de cadáveres. Esos 28 cuerpos embarcados fueron lo que quedó de un centenar de somalíes que salieron de Mogadiscio, atravesaron Sudán y Libia y se embarcaron, en costas de ese país, con rumbo a la Europa pródiga que les aliviaría el hambre. Pero en las tres semanas de travesía mediterránea el frío y el hambre --siempre el hambre-- se abatieron sobre ellos. Sólo algunos, vivos o muertos, lograron llegar a Lampedusa. Los cadáveres de los demás fueron arrojados al mar por sus compañeros conforme iban muriendo en su trayectoria hacia el norte.

Según un reporte de última hora, el mago David Blaine se recupera satisfactoriamente.

14.10.03

Natura y cultura


El periodista científico Josep Català lo resume sin tapujos: “La ley natural otorga a los humanos una vida de 28 años. Una persona con 30 años ya es vieja y en rigor, en rigor natural, debería morirse lo antes posible”. En efecto, un espécimen cualquiera de homo sapiens que haya logrado sobrevivir tres décadas tuvo que haber cumplido la tarea para la cual fue puesto en este planeta: cerrar un eslabón de la cadena reproductiva, exponer su genoma a los tamices del medio ambiente, la subsistencia del más fuerte y los rayos cósmicos, tener cachorros y cuidarlos hasta que puedan valerse por sí mismos. A partir de entonces, los hidratos de carbono de sus músculos y el calcio y el fósforo de sus huesos pasan a considerarse materiales reciclables, muy buenos para alimentar aves de rapiña y abonar árboles de aguacate.

Ante las consignas en boga de respetar al pie de la letra los dictados naturales, se contrapone el hecho de que morirse antes de los 30 es, hoy en día, una gran falta de educación y una tremenda incorrección política. La etapa de la vida llamada adolescencia se inventó en la séptima década del siglo anterior para amparar a los desorientados de menos de 20, pero en años posteriores se ha ido alargando para que la cobertura de su póliza se extienda incluso a despistados de más de 25. Rumiar alfalfa y organizar manifestaciones contra los productos transgénicos puede ser divertido, pero a muy pocos se les ocurre, en el afán de hacer cumplir con los dictados de Natura, o de parar la contaminación planetaria, proponer el exterminio de los treintones, y mucho menos hacerle ascos a los antibióticos, al quirófano o a la quimio cuando la selección natural manda los primeros avisos de que nos ha llegado la fecha de caducidad, justo cuando nos disponíamos a planificar la gran obra de nuestro paso por el mundo.

Por supuesto, en una lógica en la cual la naturaleza no imita al arte, sino a Mengele, salen sobrando, además de los adultos, los viejos, los enfermos, los miopes, los sordos, los autistas, los cojos, los estériles, los mancos, los siameses, los enanos, los gigantes, los obesos, los escuálidos, los estrábicos, los epilépticos, los artríticos, los jorobados, los patizambos, los alucinados, los depresivos, los albinos, los alérgicos, los hemipléjicos y los cuadrapléjicos, los mongoloides, los diabéticos y los melancólicos, entre otros muchos que, sumados, dan al menos un hemisferio, si no más, de la pelota humana.

Afortunadamente, y a pesar de las modas favorables al germinado de soya, a la adopción de bacilos de yogur como mascotas amantísimas y a una actividad incomprensible llamada turismo ecológico, los humanos no habitamos en natura, sino en cultura, y la segunda es un entorno un poco más acogedor, tolerante y auspicioso, en el que caben la debilidad y la fuerza, la habilidad y la terquedad, la insustancialidad y la profundidad, Miguel Ángel Cornejo y Noam Chomsky, Margaret Thatcher y Rigoberta Menchú, Ricky Martin y Saramago, sin que la aparición de unos implique la extinción automática de los otros, por más que los totalitarismos de todo signo se empeñen en imitar las leyes de la selección natural y en borrar del mapa cualquier posible singularidad humana.

7.10.03

Al que sigue


Temo que ningún creyente, sea musulmán, judío, cristiano o budista, podrá convencerme de que la muerte es el comienzo de una vida eterna, y por eso no consigo alegrarme ante el fallecimiento (así sea en grado de inminencia) de cualquier persona; por el contrario, estirar la pata me parece un asunto siempre triste y deplorable. Pero la cosa es que, según algunos, el todavía dirigente máximo de la cristiandad católica se prepara para colocarse a la diestra del Padre y, según otros, para viajar al Infierno de los intolerantes, los dogmáticos y los autoritarios. No me manifiesto por uno o por otro destino. Me gustaría, en todo caso, que, una vez desprovisto del olor de actualidad, le rasuraran unos párrafos a sus entradas biográficas en las enciclopedias, y no por un afán mezquino de regatearle méritos, crímenes o trascendencia, sino para ser justos con Esteban V, León VII, Agapito II o Juan XI (son sólo ejemplos), a quienes el Dios de los católicos tenga en su santa gloria, pero de quienes ya ni Él se acuerda.

Para muchos que no tenemos vela en ese entierro, acaso próximo, ni voz ni voto en el cónclave cardenalicio que vendrá después, sería reconfortante que junto con Karol Wojtyla la grey católica se deshiciera de las demonologías medievales resucitadas por el próximo fallecido, del anticomunismo que puso a Roma en las rondas de Reagan, Thatcher y Pinochet, de la exclusión fóbica que ha dejado fuera de la Iglesia a millones que no pudieron o no quisieron comulgar con la moralina del pontífice polaco, y de la teología de la sumisión y el sufrimiento preconizada por Juan Pablo II en el cuarto de siglo de su papado.

Sería buenísimo, por ejemplo, que el próximo sucesor de Pedro dejara de lado la campaña actual del Vaticano contra el condón y que colocara a la Iglesia en la campaña contra el sida. Ello implicaría abandonar las prédicas antisexuales o, en el mejor de los casos, asexuales, y aprovechar los enormes recursos y las estructuras clericales para organizar cursillos de educación sexual (sin descuidar, claro está, los de catecismo). En esa misma línea, y sin sugerir de ninguna manera que los templos y curas católicos abandonen la administración de sacramentos y bendiciones, no estaría nada mal que distribuyeran también preservativos entre sus feligreses (y feligresas, como está de moda decir) a fin de facilitarles el tránsito por pequeños paraísos mundanos, en tanto les toca la hora de llegar al Cielo de los elegidos.

A algunos profanos también nos daría gusto ajeno que la Iglesia católica depusiera su estrategia de descalificación, calumnias y hostigamiento contra homosexuales, bisexuales, lesbianas, divorciados, pornógrafos y onanistas, entre otros practicantes de la soberanía personal, y dedicara las energías y los recursos correspondientes a denunciar a los responsables de delitos de lesa humanidad, por muy católicos que sean. Ojalá que el pontífice que viene tenga la sensibilidad y el discernimiento para oponerse a la tortura, la desaparición forzada de personas, las ejecuciones extrajudiciales, las masacres de civiles y el sometimiento militar de pueblos y naciones, y que se fije menos en quienes deciden acostarse con el hombre, la mujer, el mamífero o el batracio de su preferencia, siempre y cuando sus compañeros de cama --es decir, el hombre, la mujer, el mamífero o el batracio en cuestión-- estén de acuerdo con el ejercicio.

Nos agradaría, asimismo, y con el mismo desapego, que el próximo Papa se propusiera, como homenaje a Jesús de Nazareth, incidir en el fin del espantoso martirio que padecen actualmente los palestinos --muchos de ellos, por cierto, de filiación cristiana, aunque eso sea lo de menos-- y en la consecución de una paz fraternal, justa, digna y equitativa en las tierras de las andanzas bíblicas de Cristo. En esa lógica, sería bueno que el pontífice que sigue se dejara de ambigüedades y de andar tomando tecito con los presidentes estadunidenses y se propusiera erigir al Vaticano como una autoridad moral inequívocamente opuesta a las atrocidades imperiales que hemos presenciado a lo largo de este siglo naciente.

A ciertas ovejas descarriadas --no tengo empacho en reivindicar el calificativo-- nos resultaría meritorio un pontificado que concediera a los hombres y a las mujeres de la Iglesia el libre ejercicio de sus funciones fisiológicas, incluidas las sexuales, y la satisfacción plena de sus necesidades afectivas, pero que, al mismo tiempo, dejara de ser cómplice y encubridor de curas pederastas y violadores, como ocurre actualmente, en los todavía tiempos de Wojtyla, y como ha venido ocurriendo desde hace muchos siglos.

Pienso, finalmente, que ésas y otras acciones semejantes podrían constituir la base de una pastoral ética y eficiente, con la cual el Vaticano no sólo conciliaría sus políticas reales con los valores básicos del cristianismo, sino se colocaría, además, y para decirlo en términos de yuppie del ITAM, en una posición competitiva en el mercado espiritual del naciente siglo. Me limito a pasar el tip al que sigue y aclaro que, en lo personal, el asunto ni me va ni me viene, que de antemano me doy por excluido del Paraíso y que estas reflexiones son absolutamente desinteresadas porque no soy papable ni elector de papas ni cura ni católico ni cristiano, y ni siquiera creyente.