17.6.03

Destrucción masiva


Una vez los yugoslavos compraban pan, mandaban a sus hijos a la escuela y se aburrían por la tarde. A la mañana siguiente amanecieron metidos en una ducha de balazos de la que no habrían de salir en una década. Y no es que todas las sociedades --ni siquiera es el caso de la que conformaban los eslavos del sur-- sean un hervidero de odios que tarde o temprano hacen saltar la tapa del recipiente. El problema es que la convivencia pacífica y el imperio de la legalidad son cáscaras muy delgadas como para resistir mucho tiempo los bruscos movimientos del conjunto de seres vivos.

Los estadistas suelen ser demasiado vanidosos para aceptarlo en público pero, si se les confronta con la durabilidad de sus obras, están más cerca de los jardineros que de los constructores de pirámides. Un invierno económico crudo puede terminar con el más apacible de los jardines sociales y dejarlo hecho un lodazal sangriento.

Los jefes de los gobiernos europeos saben --aunque no lo reconozcan abiertamente-- que su remanso continental y sus seis décadas de paz pueden ser un paréntesis precario. Con la excepción de Hiroshima y Nagasaki, los peores excesos bélicos que ha visto el mundo han ocurrido en tierras del Viejo Continente, hoy convertido en profesor planetario de paz. Es un tanto extraño que el maestro imparta su asignatura con los bolsillos llenos de portaaviones, bombas atómicas, misiles de largo alcance, submarinos y cazabombarderos de última generación. Actualmente Europa occidental es, después de Estados Unidos, el sitio con mayores instrumentos de destrucción per cápita.

Tal vez sea por eso que la Unión Europea ejerce su ministerio con cierto grado de pavor. El profesor pacifista sabe que, en cualquier momento, puede convertirse en un criminal violento e incontrolable: cuenta con los medios y tiene graves antecedentes por homicidio. A fin de cuentas, la diferencia histórica entre África y Europa no estaba tanto en el grado de refinamiento de sus civilizaciones cuanto en la sofisticación tecnológica de sus arsenales, y así sigue siendo. Cuando huele a petróleo la democracia británica con todo y sus lores, sus comunes, su corona y su Tate Gallery, se transforma en un simio aullante que la emprende a garrotazos contra el propietario del yacimiento.

Ahora, en su advocación de prefecto de escuela, la Unión Europea ordena la confiscación universal de las armas de destrucción masiva y amenaza con usar su propia fuerza contra los rebeldes que se nieguen a entregarlas. El documento aprobado ayer en Luxemburgo por los cancilleres de la unión debe considerarse como una pieza meramente literaria, porque a nadie en su sano juicio se le ocurre que los ejércitos europeos vayan a quitarle por la fuerza sus bombas atómicas a Israel, Pakistán o India. La “universalización” del desarme prevista en el acuerdo no ha de incluir, por supuesto, el desmantelamiento de los artefactos nucleares franceses e ingleses y menos los estadunidenses, rusos o chinos y no será, en consecuencia, tan universal como se pretende.

La cáscara de la convivencia pacífica es frágil y precaria. El traje del profesor de paz es muy delgado como para ocultar la pelambre de pitecántropo que todavía crece en la piel de Europa.

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