20.5.03

NN


Hay padres que se esfuerzan por dar a sus vástagos una formación completa, multifacética y de excelencia que les sirva para encontrar en la vida un cauce triunfal o, cuando menos, desahogado. Actualmente lo políticamente correcto parece privilegiar las cuotas universitarias y el pago de cursos particulares por sobre las herencias cuantiosas. Eso no quita que muchos progenitores sueñen con entregar a sus descendientes, en el momento de estirar la pata, dos o tres millones de dólares --o más, si se pudiera-- a fin de que los segundos puedan dedicarse al pasatiempo favorito hasta niveles de calidad total sin necesidad de preocuparse por cosas como el sustento diario, las tarifas de la peluquería o los boletos aéreos. También hay los que se desviven por vincular a sus hijos con los grandes poderes y poderosos de la economía, la política y la cultura, con la esperanza de que las criaturas logren trepar con éxito las estructuras sutiles del dinero y la fama. Y no faltan los que recurren al dinero mal habido, a la defraudación o al homicidio, en el afán de cimentar destinos cómodos o luminosos para sus sucesores. Algunos jefes de Estado añoran los tiempos monárquicos en los que era dable heredar el trono y sueñan con la fórmula que les permita entregar a sus vástagos los muebles republicanos del despacho presidencial. Otros se conforman con que sus hijos disfruten durante cuatro, seis o siete años las comodidades irrenunciables inherentes al alto cargo de papá.

Del otro lado del mapa ético se encuentran los padres que tienen hijos como inversión a futuro --una suerte de pensión de vejez cada vez más incierta-- y los que buscan biencasar a sus hijas, o prostituirlas de manera abierta, o satisfacerse con ellas. Hay los que convierten a los pequeños en desagüe de su crueldad y su resentimiento. Están también aquellos para quienes los críos son una mera secuela colateral e irrelevante de una coyuntura pasional, y los que no quieren saber nada de los niños antes de que dejen de serlo y se interesan en sus descendientes sólo cuando éstos empiezan a generarles gratificaciones perceptibles: un trofeo deportivo, un diploma universitario o la parte proporcional de un salario.

Es difícil aislar tales extremos en ejemplos puros. La mayoría de los padres se pasa la vida triangulando equilibrios entre el cumplimiento del deber, la satisfacción de la pulsión amorosa y el remordimiento por no hacer todo lo humanamente posible. Eso se aplica igual a los poderosos que a los desharrapados. Tal vez el papá del actual presidente Bush se sentía culpable cuando las tareas de Estado lo obligaban a descuidar al hijo mayor y éste empezaba a chapotear en la intoxicación alcohólica o religiosa. Acaso Vicente Fox tuvo que sopesar durante varias noches si era correcto o no celebrar la boda de emergencia de su pequeño incauto en “la casa de todos los mexicanos”. El beneficio de la duda podría alcanzar incluso para Carlos Menem, quien posiblemente pagó horas extra de sicoanalista cuando su hijo Carlitos se fue al otro mundo por culpa de sus prácticas de júnior de alto riesgo. A fin de cuentas, y con la excepción de algunos santos religiosos o laicos, uno desarrolla todos los aspectos de su vida en una permanente negociación entre la realidad y el deseo, entre el deber y la desidia, entre el esmero y el descuido, entre el amor y el cansancio. Ese vaivén funciona para habitantes de ciudades perdidas, para inquilinos de departamentos de utilidad social, para magnates y estadistas, para estrellas del rock y para premios Nobel de algo.

También estaba en esa lógica, supongo, un individuo --llamémosle “NN”-- que la semana pasada fue hallado muerto en un remolque de tráiler, abrazando –dicen-- el cadáver de su hijo de seis años. Algunos sobrevivientes de la tragedia han aportado versiones terribles, según las cuales el padre murió primero y luego el pequeño fue asesinado a golpes por los otros viajeros que seguían vivos y que estaban desesperados. Se ha dicho también que el menor resultó apachurrado por el peso de otros cuerpos muertos. Acaso lo que ocurrió dentro del contenedor pueda precisarse algún día. Como sea, ese joven padre sin nombre ni pasado ni futuro suscitará la reprobación de algunos: “cómo pudo ser tan irresponsable”, “mira que llevarse a la criatura”, etcétera. Otra manera de verlo es que NN compartió con su pequeño todo lo que tenía: la aventura desesperada, la completa incertidumbre, las penalidades de un viaje hacia el horizonte de la subsistencia y, al final, una muerte por asfixia, atrapados en un contenedor repleto de carne humana, en los alrededores de un poblado de cuyo nombre --Victoria, Texas-- no llegaron a enterarse nunca. Prefiero pensar que ambos murieron de asfixia, que no hubo golpes ni aplastamientos y que cuando NN vio que todo estaba perdido tuvo el impulso de abrazar a su hijo, que así encontraron los cadáveres, y que ese gesto amoroso es un indicio de que, aun en la pobreza y la ilegalidad, y a pesar de la muerte, fue un buen padre.

No hay comentarios.: