27.5.03

60 millones


El 14 de agosto de 1941, cuando todavía faltaba mucha sangre de la Segunda Guerra Mundial, Franklin D. Roosevelt y Winston Churchill se reunieron a bordo de un buque de guerra frente a Terranova. Signaron allí la Carta del Atlántico, documento en el que Washington y Londres se comprometían a establecer “un sistema permanente y más amplio de seguridad general”, que propiciara “la máxima colaboración económica de todas las naciones”. Unos meses más tarde, el primero de enero de 1942, 26 países en guerra contra las potencias del eje firmaron la Declaración de las Naciones Unidas. El contador de muertos --civiles y militares-- seguía creciendo, pero le faltaba mucho camino aún para llegar a su saldo final.

En octubre del año siguiente, cuando el curso de la guerra se había hecho favorable para los aliados, representantes de la Unión Soviética, China, Reino Unido y Estados Unidos firmaron en Moscú una declaración en la que coincidían en la creación de “una organización general internacional”. Un mes más tarde, Roosevelt, Churchill y Stalin, reunidos en Teherán, se arrogaron “la suprema responsabilidad que recae sobre nosotros y sobre todas las Naciones Unidas de crear una paz que destierre el azote y el terror de la guerra”. Pero todavía faltaba lo peor del bombardeo sobre Londres, el tramo más espantoso de la “solución final” contra los judíos, el arrasamiento de Hamburgo y Dresde y los holocaustos atómicos en Hiroshima y Nagasaki.

En febrero de 1945, cuando “los tres grandes” se reunieron por última vez, en Yalta, el destino de Alemania y Japón ya estaba sellado, pero aún no se hallaba la manera de poner fin a la matanza mundial. El nacimiento oficial de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) tuvo lugar dos meses más tarde, en San Francisco, todavía con combates en las ruinas de Berlín y en los archipiélagos del Pacífico. Cuando el conflicto planetario terminó de consumir sus últimos combustibles, en agosto de ese año, y llegó la hora de hacer cuentas, se estimó que la especie humana había perdido unos 60 millones de individuos (25 millones de militares y 35 millones de civiles, incluidos en el segundo rubro los judíos asesinados por los nazis), se había esfumado un billón de dólares --de los de aquel entonces-- en gastos de guerra y se había destruido una parte importante de los bienes de la humanidad. La Unión Soviética sola perdió un tercio de su riqueza nacional. Se calcula que la aventura bélica le costó a Japón más de 560 mil millones de dólares. No pudo, ni podrá hacerse nunca, la suma de las familias destruidas, la multiplicación de los amores rotos, la masa de los destinos truncados, la inercia de las trayectorias profesionales desviadas, el peso de las viudeces ni el vacío de las orfandades.

El surgimiento de la ONU tenía, cómo dudarlo, el propósito de crear un mecanismo de administración de diferendos y conciliación de intereses entre los vencedores de la contienda, pero también estaba presente en la fundación del organismo un genuino interés por erradicar la guerra como instrumento de relaciones internacionales. A pesar de las maquinarias de propaganda patriótica de todos los bandos, con sus discursos, sus películas, sus carteles y sus programas de radio, se había hecho claro que en los conflictos bélicos hay una estupidez inherente y colosal. Por eso se escribió que la ONU debía “mantener la paz y la seguridad internacionales”, contribuir a la “amistad entre las naciones”, propiciar la “cooperación internacional en la solución de problemas económicos, sociales, culturales o humanitarios” y comprometer a los estados miembros “a resolver disputas internacionales por medios pacíficos y a no utilizar la amenaza o el uso de la fuerza”.

Pero la semana pasada la ONU, por medio de su Consejo de Seguridad, avaló y legalizó la guerra colonial emprendida por Estados Unidos y Gran Bretaña --los dos países que idearon, en una primera instancia, el organismo internacional--. Debilitadas o desinteresadas del tema, las naciones que habrían podido impedir este acanallamiento de la organización --Francia, China y Rusia-- dieron luz verde para que la ONU extendiera a Londres y Washington un certificado de “potencias ocupantes” en Irak. Con ello, los nuevos piratas disponen de licencia para saquear. De paso, la ONU dio su aprobación, a posteriori, a las mentiras de Estado sobre armas químicas y biológicas, a las masacres de civiles iraquíes perpetradas por las tropas estadunidenses e inglesas, al asesinato vil de periodistas y a la complacencia de la soldadesca invasora ante los actos de saqueo y vandalismo que siguieron a la disolución del régimen sátrapa de Saddam Hussein.

Si existe algo así como más allá, vida después de la muerte o alma inmortal, es posible que los 60 millones de fallecidos de la Segunda Guerra Mundial se sientan agraviados.

20.5.03

NN


Hay padres que se esfuerzan por dar a sus vástagos una formación completa, multifacética y de excelencia que les sirva para encontrar en la vida un cauce triunfal o, cuando menos, desahogado. Actualmente lo políticamente correcto parece privilegiar las cuotas universitarias y el pago de cursos particulares por sobre las herencias cuantiosas. Eso no quita que muchos progenitores sueñen con entregar a sus descendientes, en el momento de estirar la pata, dos o tres millones de dólares --o más, si se pudiera-- a fin de que los segundos puedan dedicarse al pasatiempo favorito hasta niveles de calidad total sin necesidad de preocuparse por cosas como el sustento diario, las tarifas de la peluquería o los boletos aéreos. También hay los que se desviven por vincular a sus hijos con los grandes poderes y poderosos de la economía, la política y la cultura, con la esperanza de que las criaturas logren trepar con éxito las estructuras sutiles del dinero y la fama. Y no faltan los que recurren al dinero mal habido, a la defraudación o al homicidio, en el afán de cimentar destinos cómodos o luminosos para sus sucesores. Algunos jefes de Estado añoran los tiempos monárquicos en los que era dable heredar el trono y sueñan con la fórmula que les permita entregar a sus vástagos los muebles republicanos del despacho presidencial. Otros se conforman con que sus hijos disfruten durante cuatro, seis o siete años las comodidades irrenunciables inherentes al alto cargo de papá.

Del otro lado del mapa ético se encuentran los padres que tienen hijos como inversión a futuro --una suerte de pensión de vejez cada vez más incierta-- y los que buscan biencasar a sus hijas, o prostituirlas de manera abierta, o satisfacerse con ellas. Hay los que convierten a los pequeños en desagüe de su crueldad y su resentimiento. Están también aquellos para quienes los críos son una mera secuela colateral e irrelevante de una coyuntura pasional, y los que no quieren saber nada de los niños antes de que dejen de serlo y se interesan en sus descendientes sólo cuando éstos empiezan a generarles gratificaciones perceptibles: un trofeo deportivo, un diploma universitario o la parte proporcional de un salario.

Es difícil aislar tales extremos en ejemplos puros. La mayoría de los padres se pasa la vida triangulando equilibrios entre el cumplimiento del deber, la satisfacción de la pulsión amorosa y el remordimiento por no hacer todo lo humanamente posible. Eso se aplica igual a los poderosos que a los desharrapados. Tal vez el papá del actual presidente Bush se sentía culpable cuando las tareas de Estado lo obligaban a descuidar al hijo mayor y éste empezaba a chapotear en la intoxicación alcohólica o religiosa. Acaso Vicente Fox tuvo que sopesar durante varias noches si era correcto o no celebrar la boda de emergencia de su pequeño incauto en “la casa de todos los mexicanos”. El beneficio de la duda podría alcanzar incluso para Carlos Menem, quien posiblemente pagó horas extra de sicoanalista cuando su hijo Carlitos se fue al otro mundo por culpa de sus prácticas de júnior de alto riesgo. A fin de cuentas, y con la excepción de algunos santos religiosos o laicos, uno desarrolla todos los aspectos de su vida en una permanente negociación entre la realidad y el deseo, entre el deber y la desidia, entre el esmero y el descuido, entre el amor y el cansancio. Ese vaivén funciona para habitantes de ciudades perdidas, para inquilinos de departamentos de utilidad social, para magnates y estadistas, para estrellas del rock y para premios Nobel de algo.

También estaba en esa lógica, supongo, un individuo --llamémosle “NN”-- que la semana pasada fue hallado muerto en un remolque de tráiler, abrazando –dicen-- el cadáver de su hijo de seis años. Algunos sobrevivientes de la tragedia han aportado versiones terribles, según las cuales el padre murió primero y luego el pequeño fue asesinado a golpes por los otros viajeros que seguían vivos y que estaban desesperados. Se ha dicho también que el menor resultó apachurrado por el peso de otros cuerpos muertos. Acaso lo que ocurrió dentro del contenedor pueda precisarse algún día. Como sea, ese joven padre sin nombre ni pasado ni futuro suscitará la reprobación de algunos: “cómo pudo ser tan irresponsable”, “mira que llevarse a la criatura”, etcétera. Otra manera de verlo es que NN compartió con su pequeño todo lo que tenía: la aventura desesperada, la completa incertidumbre, las penalidades de un viaje hacia el horizonte de la subsistencia y, al final, una muerte por asfixia, atrapados en un contenedor repleto de carne humana, en los alrededores de un poblado de cuyo nombre --Victoria, Texas-- no llegaron a enterarse nunca. Prefiero pensar que ambos murieron de asfixia, que no hubo golpes ni aplastamientos y que cuando NN vio que todo estaba perdido tuvo el impulso de abrazar a su hijo, que así encontraron los cadáveres, y que ese gesto amoroso es un indicio de que, aun en la pobreza y la ilegalidad, y a pesar de la muerte, fue un buen padre.

6.5.03

Esclavitud


En febrero pasado la prensa madrileña contó la historia de una red clandestina que llevaba a la capital española a mujeres procedentes del África subsahariana con la promesa de un trabajo digno y que, una vez en territorio español, las obligaba a ejercer la prostitución y las hacía firmar contratos que implicaban una situación real de esclavitud, a tal punto que el incumplimiento de las extranjeras podía acarrear su muerte o la de integrantes de su familia. Unas 150 mujeres fueron rescatadas en el operativo que desmanteló la organización.

En 1792 Dinamarca prohibió el tráfico de esclavos y al año siguiente la Convención Francesa aprobó una nueva declaración de los derechos del hombre que, en forma explícita, suprimía la esclavitud. Hidalgo hizo lo propio en México, en fecha tan temprana como el 6 de diciembre de 1810, en su célebre decreto contra la esclavitud, las gabelas y el papel sellado. En Estados Unidos tuvieron que pasar otros 53 años para que los 3 millones de esclavos negros se beneficiaran con la Emancipación, dictada por Abraham Lincoln, y otros cien para que los descendientes de los cautivos pudieran disponer de instrumentos legales contra la discriminación. En Brasil la esclavitud fue legal hasta 1888, año en que fue abolida por la llamada Ley Aurea. En la formalidad de los códigos, la reducción de seres humanos a objetos de propiedad ha persistido en algunos países periféricos y perdidos, como Mauritania, donde la práctica fue abolida apenas en 1980. A mediados del siglo pasado (1951) un comité ad hoc de Naciones Unidas informó con optimismo que la práctica disminuía con rapidez en todos los países. Sin embargo, el mundo contemporáneo --6 de mayo de 2003-- sigue siendo un lugar lleno de esclavos.

Hace dos años, la Organización Internacional del Trabajo dijo en su informe anual que el trabajo forzoso, la esclavitud y el tráfico de seres humanos --especialmente de mujeres y niños-- “están creciendo con la mundialización, adoptando nuevas e insidiosas formas”. Según el documento, las redes de traficantes suelen engañar a sus víctimas “con promesas falsas de empleos legales en restaurantes, bares, clubes nocturnos, factorías, plantaciones y casas privadas, pero una vez que están aislados les quitan los pasaportes o documentos de viaje, se restringen sus movimientos y se retienen sus salarios hasta que hayan rembolsado la deuda del transporte, cuyo valor queda a criterio del traficante. Como pueden revender las deudas de las mujeres a otros traficantes o empleadores, sus víctimas pueden quedar atrapadas en un ciclo infernal de perpetua servidumbre por deudas. Además, para evitar que los trabajadores se vayan, se suele recurrir a matones que los vigilan, así como al empleo de la violencia, con amenazas y retención de documentos”.

A mediados de marzo pasado, en Brasil, el presidente Luiz Inacio Lula da Silva presentó un Plan Nacional para la Erradicación del Trabajo Esclavo. El número de personas que sobreviven en condiciones de esclavitud en ese país sudamericano varía significativamente de acuerdo con las fuentes. El gobierno lo calcula en 25 mil, pero organizaciones no gubernamentales multiplican esa cifra por cuatro o por seis. Hace 10 años, el sociólogo Jose de Sousa Martins estimó que unos 60 mil brasileños eran víctimas del trabajo forzado.

En 1996 La Jornada dio a conocer la situación de los trabajadores oaxaqueños en las empresas agroexportadoras del Valle de San Quintín, Baja California, situación que se acercaba mucho a la de los peones acasillados en las haciendas porfirianas. Habría que preguntarse qué ha ocurrido allí en estos últimos siete años.

En las naciones y regiones más marginadas del planeta la esclavitud sigue funcionando sobre la base de la compraventa de seres humanos. Es el caso de Sudán, donde se puede comprar un esclavo por 100 dólares. En las llamadas economías emergentes, la práctica suele estar vinculada a fábricas de empresas trasnacionales: maquiladoras, plantaciones, construcción y minería. En Francia, España y otros integrantes de la Unión Europea, la esclavitud está preponderantemente relacionada con la industria de los servicios sexuales.

En su libro La nueva esclavitud en la economía global (Siglo XXI, Madrid), Kevin Bales, el más conocido especialista en el asunto, calcula que unos 27 millones de personas en todo el mundo se encuentran en situación de esclavitud. Tal vez sea una cifra exagerada, o tal vez se quede corta. Con un solo esclavo que hubiera, sería suficiente para cuestionar la buena voluntad y la eficacia de los organismos internacionales y los discursos de Estado de todos los países del mundo.