25.4.03

Candidez


Hace unos días, en estas sufridas y nobles páginas, Ángel Guerra Cabrera nos explicó (Contrarrevolución, 17 de abril de 2003) que las largas penas de cárcel recientemente distribuidas a siete decenas de “una red subversiva” y el fusilamiento de tres de los secuestradores de un ferry son medidas de defensa del régimen de Fidel Castro ante la contrarrevolución, y fundamentó la pertinencia de esos actos en la persistencia de la lucha de clases en el marco de la construcción del socialismo. Me atrevo a resumir: los sentenciados no eran inocentes, sino culpables, y la actual circunstancia histórica cubana justifica la vigencia de la pena de muerte. Desconocer tales hechos y repudiar la pena capital sin tomar en cuenta su entorno --como habría hecho José Saramago-- son muestras de candidez. Unos días más tarde, un grupo de intelectuales cubanos instó a los “críticos amigos” a no emitir textos que pudieran ser utilizados para preparar “una agresión militar de Estados Unidos”. A lo que puede verse, la petición es algo tardía porque los gobernantes de La Habana están en proceso de reajuste de solidaridades internacionales y han decidido sustituir la amistad de Saramago por la de El Mosh.

Allá ellos. En lo personal, me preocupó el uso del adjetivo “cándido” porque tal palabra es sinónima de sencillo, simple y poco advertido (Diccionario de la Real Academia) y antónima de malicia, que denota, a su vez, “intención solapada con que se dice o se hace algo, maldad, inclinación a lo malo y contrario a la virtud, interpretación siniestra y maliciosa, cualidad por la que algo se hace perjudicial y maligno” o bien, en sexto lugar, “penetración, sutileza, sagacidad”.

Esa inquietante tabla de equivalencias indica que la candidez está estrechamente relacionada con la buena fe, y encuentro que ambas resultan necesarias en cualquier ejercicio de diálogo y de tolerancia. Son indispensables, de entrada, para polemizar con un defensor de la pena de muerte como lo es Guerra Cabrera. Y es que este tema no admite las medias tintas --la mujer que se declara “un poco” embarazada--, las excepciones ni las formulaciones al estilo de los que repudian el racismo pero se reservan el derecho de discriminar a los chinos sólo en las noches de luna llena.

Desde otra perspectiva, y con toda la orgullosa candidez del mundo, celebro la existencia de un espacio periodístico --estas páginas-- en el que la libertad de expresión es tan ancha que le permite a Guerra Cabrera justificar la aplicación de la pena de muerte, independientemente de que esa práctica sea contraria a la ética de derechos humanos que anima, desde su fundación, a La Jornada. No hay contradicción ni paradoja: la defensa de una garantía no autoriza el atropello de otra, y por eso Guerra Cabrera puede detallar las razones de Estado que hacen justificable, desde su perspectiva, que se practiquen, en tres organismos humanos, las lesiones requeridas para interrumpirles las funciones vitales, precipitar en sus tejidos procesos de descomposición y sentar, de esa forma, un precedente para que ningún otro canalla criminal se atreva a intentarlo y defender así el luminoso futuro socialista de la patria, la soberanía, la independencia, etcétera.

Lamento que nadie, en ningún periódico cubano, haya podido o querido expresar algo sobre la suprema inutilidad política, patriótica e histórica de las heridas mortales de arma de fuego realizadas, por orden del gobierno cubano, en los cuerpos de Lorenzo Enrique Copello Castillo, Bárbaro Leodán Sevilla García y Jorge Luis Martínez Isaac. Malvados, traidores, criminales infames o no, lo indiscutible es que hasta el amanecer del viernes 11 los tres compartían la esperanzadora cualidad de estar vivos y que, desde ese triste momento, los une el grave e irreparable defecto de estar muertos. Ante ese hecho deplorable, me declaro partidario de la radical candidez (tal vez contrarrevolucionaria y pequeñoburguesa) que fundamenta el principio universal de la rehabilitación de los delincuentes y el derecho penal humanista. En estos terrenos, la Cuba de Castro ha adoptado --tropicalizándolos un poco-- los argumentos de la Texas de George W. Bush, y eso, como uno es cándido, da mucha tristeza.

Admito y reivindico que los cerca de 100 mil habitantes de esta ciudad que marchamos hace dos semanas para pedir un alto a la agresión contra Irak necesitábamos una buena dosis de candidez --sinceridad, sencillez, simpleza-- para pretender que nuestra movilización sirviera de algo frente a la maquinaria bélica estadunidense: 370 mil millones de dólares, la tecnología más avanzada del planeta, los intereses corporativos más cuantiosos del mundo, mentes tan criminales como las de Bush, Cheney y Rumsfeld y la aprobación política de más de 200 millones de gringos, quienes, ya fuera por cándidos o por maliciosos, respaldaron a su gobierno en esa guerra asesina. Y en esa misma lógica, habría que echarle calculadora a los millones de horas-hombre de candidez que esta ciudad, este país y este continente de cándidos han invertido en marchar, escribir y movilizarse contra el embargo ilegal que padece Cuba y contra los atentados a su autodeterminación y su soberanía; y una vez hecha la suma, habría que enorgullecerse por esa tenaz defensa de principios generales, independientemente de que los gobernantes cubanos, en lo particular, tengan las manos manchadas de sangre.

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