28.1.03

Mentiras verdaderas


En Puerto España, la capital de Trinidad y Tobago, un redactor y un fotógrafo del ruidoso Sunday Express consiguieron la historia de sus vidas: activistas del grupo clandestino Frente Islámico los llevaron, con los ojos vendados, a un sitio en el sur de la isla principal, donde les mostraron unas botellas supuestamente llenas de armas químicas. La nota fue retomada por el hilo de AFP y de ahí pasó a publicaciones menos divertidas que el Express, como el madrileño El Mundo. Según la nota, los exhibicionistas de los venenos amenazaron a Estados Unidos e Inglaterra con atacar objetivos de esos países en caso de que Washington y Londres emprendan la guerra contra Irak.

La historia es continuación de otra, publicada en diciembre del año pasado por el Express, que introducía a los atribulados lectores británicos en el tema de las amenazas terroristas provenientes de Trinidad y Tobago, que podrían concretarse en el próximo carnaval (febrero) y que tendrían el rostro de un tal Umar Abdullah, buscado por agentes de la FBI y de las fuerzas especiales inglesas (SAS) destacados en Puerto España.

El pie de realidad para las noticias de esta clase podría ser el 6 por ciento de población musulmana de Trinidad y Tobago y la sangrienta revuelta de 1990, emprendida por Yasin Abu Bakr y sus matones del grupo islámico Jamaat Al Muslimeen. Además, en las versiones se enfatiza que la nación caribeña es un importante productor de petróleo y un receptor de inversiones ingentes en el ramo de la petroquímica; habría que agregar que en Trinidad y Tobago se ubica una planta de importancia regional de licuación de gas natural, desde la cual se exporta a Estados Unidos y España.

Por lo demás, la gestación de ataques terroristas y el almacenamiento de armas de destrucción masiva en esa isla paradisiaca del Caribe se parece hasta la sospecha al guión de la película Mentiras verdaderas (True lies) que protagonizaron Arnold Schwarzenegger y Jamie Lee Curtis. La diferencia sustancial entre la producción de James Cameron y la información del Express reside en que, en la cinta, los terroristas islámicos se hacían de un par de bombas atómicas, mientras que en la segunda no han podido exhibir más que unas humildes botellas con agua sucia.

Si se hurga un poco más se descubrirá que la verdadera red terrorista --es decir, la conspiración interesada en causar pánico-- tal vez no cuente con armamento químico ni atómico, sino con una serie de medios informativos que incluyen, además del Express, a la revista Insight the News, difusora de los rebuznos conservadores del clan Bush, promotora de la prohibición del divorcio y divulgadora de cosas mucho más delirantes que las fotos con frascos de armas químicas: la presencia de Al Qaeda en Puerto España y los esfuerzos de Hugo Chávez por “conectar a las redes terroristas internacionales con los servicios de seguridad de su país” y “clonar la revolución cubana y convertir a Venezuela en una base terrorista”. El dato esclarecedor es que Venezuela y Trinidad y Tobago son vecinos y que, con ayuda de unos buenos prismáticos, casi es posible entablar una conversación en el idioma de los sordomudos entre un país y otro.

La guerra contra el terrorismo se desarrolla en el frente militar, en el diplomático y en el mediático. En este último se dan cita instituciones de elegancia incuestionable como The New York Times y otras que, como The Sunday Express, apestan a loción barata.

21.1.03

Bush, Saddam y los otros


He contemplado hasta la náusea la foto del cadáver de un niño hinchado, tendido junto al cuerpo de su madre, en la calle de una indeterminada localidad kurda del norte de Irak. La gráfica, profusamente reproducida en la prensa mundial, suele ir acompañada de otra en la que un combatiente iraní, tendido en una cama de hospital, se duele de las quemaduras causadas por el gas mostaza. Ambas escenas datan de mediados de los años 80 y documentan la crueldad criminal de Saddam Hussein y de su régimen, así como su afición por el uso de las armas químicas.

Por ese entonces el dictador de Bagdad era el aliado favorito de Estados Unidos en la región, convulsionada por la reciente revolución islámica en Irán. Los reyezuelos saudiárabes y los emires petroleros del golfo Pérsico eran buenos para los negocios corruptos y para rentar, con propósitos genitales, a hermosas modelos de Occidente, pero tendían a desmayarse ante una gota de sangre.

Saddam, en cambio, era una bestia de combate, adecuada para mantener a raya la furia mahometana del imán Jomeini, y ni Ronald Reagan ni George Bush padre hicieron el menor gesto de desaprobación cuando los servicios secretos pusieron sobre sus escritorios de la Casa Blanca, en la que ambos cohabitaban, las fotos que documentaban el uso de armas químicas del régimen iraquí, tanto contra las tropas iraníes como contra civiles indefensos.

Hubo de ocurrir la inconcebible --por bárbara y tonta-- invasión de Kuwait para que Washington se decidiera a atacar militarmente al tirano de Bagdad. En lo personal, a Saddam no le pasó nada con la guerra. Esta le dio incluso la oportunidad de experimentar sus pedradas balísticas de mala puntería contra Tel Aviv y Dahrán. Eso sí, el conflicto causó la muerte colateral, pero profundamente injusta, de decenas de miles de ciudadanos inocentes, el éxodo de centenas de miles y sufrimientos interminables a millones de iraquíes.

Lo anterior basta para tener por abominable al gobernante máximo de Irak y no es necesaria ninguna prueba de que aún posee armas químicas para desear de todo corazón y buena voluntad que el pueblo de Irak logre librarse de su sátrapa lo más pronto que pueda.

El Bush actual no comparte estos buenos deseos. En sus afanes bélicos no actúa motivado por el bienestar de los iraquíes ni por la seguridad de los estadunidenses. Es más, el presidente de Estados Unidos es asombrosamente parecido a Saddam: está dispuesto a bombardear a civiles --aunque no sea con armas químicas-- con tal de lograr sus objetivos.

Al igual que el dictador iraquí, el habitante de la Casa Blanca miente con descaro y recurre a la demagogia más ramplona para justificar su inminente guerra. Para colmo, sus credenciales democráticas son tan poco verosímiles como las “elecciones parlamentarias” realizadas hace unos días por el régimen cubano o las “consultas legislativas” que efectúa de cuando en cuando el propio dictador de Bagdad.

El pequeño Bush no quiere desarmar a Irak, sino controlar el petróleo de ese país, dar oportunidades de negocios a la industria armamentista estadunidense y, de paso, colectar la cabeza de Saddam para ponerla en la sala de la casa paterna. Para lograr esos objetivos fabricará las falsedades que hagan falta, ordenará el asesinato de todos los iraquíes que se requiera y actuará a contrapelo de los deseos mayoritarios de sus conciudadanos, quienes, por amplia mayoría, se oponen a una nueva guerra en el golfo Pérsico.

Habría que tener tanta maldad como la que caracteriza a los Bush y a Saddam para concluir que ambas familias representan los bandos de la disputa planetaria del momento. La disyuntiva real no está entre esos dos matones, sino entre los partidarios de la guerra y entre los promotores de la paz.

En el fondo, aunque no les guste, los gobernantes de Estados Unidos y de Irak --y el de Inglaterra, en calidad de ayuda de cámara-- están del mismo lado. Del otro permanece un montón de gente de buena fe que no quiere ver más muertes inútiles, más destrucción ni más negocios turbios disfrazados de causas justas. Hemos tenido suficiente con las fotos de cadáveres kurdos, iraníes, iraquíes y afganos que nos han obsequiado los del bando de la guerra. Si tanto placer les causa la muerte, hay que pedirles que se atrevan a experimentarla en carne propia y que dejen vivir a los demás, los inocentes, los que no necesitan de intereses petroleros o geopolíticos para aferrarse a la vida.

14.1.03

Amenaza nuclear


Entre 1945 y 1991 los humanos que sabían algo de su entorno vivieron los sofocos de la pesadilla nuclear. En ese periodo el motor de la historia no fue la lucha de clases, sino la lucha de superpotencias, y el símbolo universal de la muerte --la calavera sobre las tibias cruzadas-- fue remplazado por un champiñón atómico que brotaba de dos misiles intercontinentales. Entre 1989 y 1991 no ocurrió el fin de la historia, pero sí se terminó ese combustible del siglo XX que fue la confrontación entre capitalismo y comunismo y, con él, las amenazas de la hecatombe.

De tiempo atrás, los vencedores de la contienda habían venido minando a sus adversarios con la estrategia de la banalización simbólica: el rostro de Trotsky proliferó en los locales de Kentucky Fried Chicken (hoy KFC) en la advocación del coronel Sanders y el Che Guevara, estampado en las camisetas, lucía la típica estrella que las escuelas ponen en la frente a los niños bien portados. La sede de la amenaza nuclear culminó su mudanza del Kremlin a Hollywood y los diplomáticos dejaron a los espectadores cinematográficos la misión de sudar adrenalina cada vez que al dedo de un estadista le venía el cosquilleo de picar el botón rojo.

En ese entorno idílico, los misiles equipados con ojivas atómicas parecían no tener más objetivo posible que el museo militar o los callejones de Tepito --cualquier Tepito de Asia menor--, y el único conflicto nuclear imaginable era el que pudieran provocar los hipotéticos terroristas millonarios que fueran capaces de hacerse de una bomba nuclear en una venta de garaje de la antigua Unión Soviética. La proliferación dejó de ser un asunto de geopolítica para convertirse en un tema policiaco. La preocupación oficial correspondiente, que predominó a lo largo de la década pasada, contribuyó a ocultar el desarrollo de peligrosos arsenales atómicos por parte de India y Pakistán. En los albores del siglo XXI el mundo se enteró, con horror, que el club nuclear contaba con dos nuevos integrantes y que ambos estaban confrontados entre sí por un conflicto territorial no resuelto, por un odio de raíces religiosas y por los rencores de tres guerras convencionales consecutivas. Tiempo atrás, Israel había aprovechado los resquicios de la guerra fría para hacerse de misiles capaces de sembrar champiñones en los territorios de todos sus vecinos árabes e incluso más allá, en regiones antes pertenecientes a la URSS, pero el escándalo correspondiente fue sofocado en los cónclaves diplomáticos y hasta ahora el estatuto nuclear de Tel Aviv no es oficialmente admitido, ni encarado, por ningún poder mundial.

Ahora Estados Unidos y la Agencia Internacional de Energía Atómica se agitan y se alarman, respectivamente, por los inciertos fantasmas de Irak y Norcorea, dos países más bien famélicos a los cuales se dirigen las sospechas de posesión de armas de destrucción masiva. Ninguno de ellos es, ciertamente, modelo de institucionalidad democrática, pero el régimen paquistaní de Pervez Musharraf tampoco lo es, y nadie dice nada.

De todos modos, la democracia no es ninguna garantía de sensatez y racionalidad en el uso de bombas atómicas porque, hasta la fecha, el único criminal que ha ordenado la detonación de una de ellas sobre civiles inocentes es el demócrata Harry S. Truman, presidente de Estados Unidos entre abril de 1945 y enero de 1953.

7.1.03

Clonaciones


Hay que dar gracias a los raelianos porque con sus historias cloníferas nos brindaron un poco de distracción y esparcimiento en este duro arranque de año y nos dieron oportunidad de olvidar, así fuera por un momento, la persistencia de la recesión, la inminencia de la guerra y la terquedad de la violencia.

La comunidad científica sostiene que lograr la clonación exitosa de seres humanos en la circunstancia actual del conocimiento y de la técnica es tan improbable como convertir una cocina doméstica en estación espacial, y las apariciones frente a las cámaras de la directora de Clonaid resultaron ajenas a toda verosimilitud. Sin embargo, el anuncio levantó un revuelo mediático sólo explicable por la carencia de otros insumos noticiosos en los días críticos de diciembre.

Vaya la impostura en abono de la audacia sectaria: habida cuenta de la repulsión moral que suscita la perspectiva de replicar personas, el presumible embuste difundido por Clonaid podría ser tan peligroso y autodestructivo como si los guerrilleros colombianos anunciaran que poseen armas atómicas.

Hasta ahora, para fortuna de la secta, todo ha quedado en réplicas condenatorias por parte de Bush y del Papa. Ni uno ni otro pararon mientes en el sentido mercadológico y mediático de la conferencia de prensa ofrecida por la doctora Brigitte Boisselier y se apresuraron a condenar lo que fue, a lo sumo y de acuerdo con la información disponible, una mera clonación de dividendos para la polémica empresa establecida en Bahamas. Juan Pablo II se escandaliza porque ve en la hipotética práctica reproductiva una competencia demasiado directa a las atribuciones de su jefe máximo y el presidente de Estados Unidos pierde el sueño sabrá Dios por qué, acaso porque se imagina la proliferación de miles de millones de códigos genéticos de Osama Bin Laden.

Con esos temores en mente, los máximos superpoderes espiritual y militar del mundo se han avenido a entrar en polémica con los seguidores de un señor que dice estar empeñado en construir una embajada para extraterrestres y que no tiene empacho en proponer el asunto de la clonación como el preludio a la vida eterna: el siguiente paso será introducir, en el cerebro en blanco de un bebé clonado, todo el registro mental del donador de ADN, incluidas sus capacidades inductivas y deductivas, su complejo de Edipo y sus fantasías presidenciales o monarcales con la misma facilidad con la que hoy día se respaldan los datos de una computadora en otra.

La investigación científica y tecnológica seguirá avanzando y hará posibles procedimientos sencillos y confiables para clonar de manera satisfactoria mamíferos superiores. No se necesita para ello más impulso que la perspectiva de incrementar el margen de ganancia sobre el pastrami y las chuletas de cerdo. Pero una vez que tales procedimientos estén puestos a punto, nada impedirá que los ególatras, los estériles o los delirantes manden a hacer fotocopias genéticas de sí mismos.

Los detractores de la clonación harán todo lo que esté de su parte para convertirla en negocio jugoso. La prohibición no la suprimirá, sino que será un factor de encarecimiento. Lo que hoy no es más que una pastorela de alta tecnología podrá convertirse entonces en una actividad de decenas de miles de millones de lo que sea. Alabados sean los seres galácticos y los terrestres idiotas que les siguen el juego.