17.9.02

Prioridades


Según las cifras oficiales del Departamento de Estado, en 2001, año emblemático, el terrorismo dejó un saldo de 3 mil 240 estadunidenses muertos y 90 heridos. El total de víctimas en el mundo fue de 4 mil 655, entre muertos y heridos, en un total de 348 ataques. El año anterior las cifras fueron, respectivamente, de mil 205 y 426; en 1999 el Departamento de Estado registró 395 atentados que produjeron, entre muertos y heridos, 939 víctimas. En 1998 el saldo fue de mil 500; en 1997 de 914, y en 1996, de 3 mil 225. Es decir, un promedio anual, en el último sexenio, de 2 mil 73 bajas anuales. Ciertamente la oficina que dirige Colin Powell no incluye en esas cifras los actos que perpetran Washington y sus aliados más cercanos, como el terrorismo de Estado de Israel, que cada año se cobra cientos o miles de víctimas palestinas. Si el mundo fuera absurdamente simétrico --que no lo es-- podría decirse que el terrorismo de los buenos mata un número igual de personas que el terrorismo de los malos, y tendríamos, entonces, el doble de víctimas anuales: 4 mil 146. Un volumen terrible e inaceptable de sufrimiento humano, qué duda cabe.

Con el propósito humanitario y encomiable de reducir esa cifra, el gobierno de George W. Bush llevaba gastados, hasta mediados de este año, unos 263 mil millones de dólares. Si la Casa Blanca se decide, a eso habrá que sumarle el costo de invadir Irak y deponer a Saddam Hussein (200 mil millones de dólares, según lo dijo en su edición de ayer The Wall Street Journal, citando a Lawrence Lindsey, jefe del Consejo Económico Nacional de la Casa Blanca). Habida cuenta de la reticencia de la ONU y de los aliados tradicionales de Washington (Europa, salvo Inglaterra, y las monarquías petroleras del Golfo, que sufragaron en buena medida la primera guerra de Bush contra Saddam), la segunda suma tendría que ser sufragada casi íntegramente por los contribuyentes de Estados Unidos.

Basta con observar alguno de los videos de Osama Bin Laden para calibrar la abyección ideológica y moral del personaje, e igualmente sencillo resulta la tarea de documentar la maldad de Saddam Hussein y de su régimen.

Pero hay un abismo entre eso y convertir a ambos personajes en los más peligrosos enemigos de la humanidad (incluso sumándoles, si gustan, a Kadafi, a los ayatolas iraníes y a los gobernantes norcoreanos). Comparado con la drogadicción, el sida o la tuberculosis, el terrorismo es un riesgo insignificante. Resultan odiosos de necesidad los ejercicios de comparación de pérdidas de vidas, pero las mil 205 víctimas mortales que las cuentas de Powell atribuyen en 2000 al terrorismo no guardan ninguna proporción con los 4 millones 300 mil personas que murieron ese mismo año a causa del sida. La renuencia de los estadunidenses a usar condón provoca anualmente 15 veces más víctimas que los atentados del 11 de septiembre contra el World Trade Center y el Pentágono. La tuberculosis, por su parte, provoca en el mundo unos dos millones de muertos al año, a decir de la Organización Mundial de la Salud. Desde una perspectiva numérica, la heroína es mucho más peligrosa para los ciudadanos de la Unión Europea que el conjunto de las organizaciones terroristas del mundo: entre 1996 y 2001 se registró un promedio anual de 28 europeos muertos o heridos en actos terroristas; en ese mismo periodo se registraron entre 6 y 7 mil ciudadanos fallecimientos anuales entre ciudadanos del viejo continente que se consolaron las venas en forma abusiva.

Tal parece que ahora el gobierno de Estados Unidos va a gastar, en la nueva destrucción de Irak, los 200 mil millones de dólares que América Latina necesitaría, en los próximos 20 años, para erradicar las condiciones que hacen posible la epidemia de cólera. Una suma semejante, invertida en investigación, desarrollo, atención sanitaria y educación, permitiría reducir sustancialmente las víctimas del sida en todo el planeta, y acaso descubrir y producir una vacuna contra el VIH. Pero el presidente Bush no tiene los dos dedos de frente que se requieren para darse cuenta de que la invasión de Irak es, entre otras cosas, un desperdicio de recursos imperdonable en el mundo actual, que constituye un nuevo agravio contra los miles de millones de miserables que lo habitan y que abonará, por ello, nuevos afanes terroristas contra Estados Unidos.

10.9.02

Los onces


El 11 de septiembre de 1973 en Chile y el 11 de septiembre de 2001 en Estados Unidos no tienen nada que ver, salvo por un dato: ambas fechas marcan el nacimiento del miedo.

A media mañana del día 11 unos aviones de la fuerza aérea chilena bombardeaban el Palacio de la Moneda; mientras tanto, en el resto del territorio chileno, los uniformados iniciaban una cacería de seres humanos que se prolongó durante más de tres lustros y que marcó, para los latinoamericanos, el comienzo del terror omnímodo. Con la canallada del 11 de septiembre la desaparición, la tortura y la persecución política encarnizada dejaron de ser referentes lejanos e infierno de minorías y se volvieron parte de nuestra vida cotidiana.

Con o sin dictaduras formales de por medio, con o sin la interrupción formal de la democracia, el abogar por el sufragio ciudadano, el leer una polémica antiquísima entre dos socialdemócratas rusos, el participar en un sindicato, el tener un tío segundo involucrado en una lucha agraria, el ubicarse a 200 metros de una revuelta estudiantil, el escribir, pintar, bailar, vestirse diferente, tener el pelo largo, se convirtieron en delitos de lesa patria. Por realizar esas actividades o hallarse en esas situaciones uno podía terminar en la incertidumbre y la penuria del exilio. O peor: en los sótanos de un edificio gubernamental cualquiera, con la cabeza metida en un bote de excrementos y los genitales conectados a la corriente eléctrica. O peor: con las manos atadas a la espalda y la masa encefálica reventada por un balazo a quemarropa. O peor: convertido en un nombre y una fotografía en una lista enorme de desaparecidos. Esas eran las reglas del juego en casi todos los países de América Latina.

Entre los terroristas que se conjuraron para imponernos el miedo como forma de vida hubo civiles y militares, y muchos de ellos tenían --y aún los conservan-- nombres y apellidos: Richard Nixon, Henry Kissinger, Augusto Pinochet, Jorge Videla, Hugo Bánzer, Luis Echeverría, Estela Martínez de Perón, Juan María Bordaberry, Efraín Ríos Montt, Anastasio Somoza, Joaquín Balaguer...

Entre campesinos, obreros, estudiantes, maestros, profesionistas, amas de casa, artistas, abuelas con sus nietos y sobrinas con sus tíos hubo cientos de miles de muertos. Hoy, hemos empezado a vencer el miedo.

***

En la mañana del 11 de septiembre de 2001, dos aviones se estrellaron contra las torres gemelas de Nueva York y un tercero cayó en la sede del Pentágono. Entre programadores, secretarias, agentes de Bolsa, meseros, mensajeros, agentes de seguros y otros hubo más de 3 mil muertos. El trágico suceso marcó, además, el comienzo de una cacería de seres humanos sin nombres ni apellidos (a menos que uno posea una estructura síquica de cómic de Batman, como la que ostenta George W. Bush, y sea capaz de tragarse el cuento de Al Qaeda y Osama Bin Laden), una cacería que aún perdura y que ha costado miles de muertos en el remoto suelo de Afganistán: niños, adultos y ancianos incinerados vivos, soldados analfabetos asfixiados en contenedores, pastores aplastados por bombas, jóvenes fanáticos torturados. Hasta entonces, Afganistán vive en el terror de los talibanes; desde entonces vive en el terror de los bombardeos y no tiene para cuándo superar la destrucción, la muerte y el miedo.

Los estadunidenses, tampoco. Ahora va a cumplirse un año de la tragedia y en la sociedad estadunidense ha quedado sembrada la posibilidad de nuevos actos de terror larvados por el odio, y todos en el planeta participamos de ese miedo.

Fuera de esas paradojas, el 11 de septiembre de 1973 en Chile y el 11 de septiembre de 2001 en Estados Unidos no tienen en común nada de nada.

3.9.02

La lapidación de los amantes


La opinión pública de Occidente se ha movilizado para salvar de la muerte a Amina Lawal, campesina nigeriana condenada a la lapidación por el juez islámico Nasiru Bello Daji, quien consideró imperdonable que la mujer haya tenido relaciones sexuales ocasionales con un pretendiente. De esos encuentros nació Fátima, una bebé de meses. Amina es además madre de otros dos hijos. A principios de año otra mujer acusada de haberse embarazado fuera del matrimonio, Safiya Husaini, también sentenciada a la lapidación por un tribunal islámico nigeriano, fue salvada por la protesta mundial de organizaciones y gobiernos. En el vecino Níger, los amantes Amadou Ibrahim y Fátima Usman (32 y 30 años, respectivamente) fueron condenados a fines de agosto a morir bajo la lluvia de piedras, también en cumplimiento de la sharia, por haber cometido adulterio. En mayo se les había sentenciado a cinco años de cárcel, pero el padre de la mujer consideró que se trataba de un castigo demasiado benigno y apeló del fallo ante el tribunal de New Ganu.

En Níger la esperanza media de vida no pasa de los 41 años y en Nigeria apenas alcanza los 50. En el primer país, casi dos de cada 100 habitantes están contagiados de VIH; en el segundo hay unos 3 millones 500 mil seropositivos, en una población que oscila entre 101 y 123 millones, según las fuentes, todas las cuales advierten que sus cifras son inciertas, y no sólo debido a los más recientes avances de la epidemia, sino también por la falta tradicional de estadísticas confiables. Aun así se considera a Nigeria el Estado más densamente poblado de África y uno de los más corruptos del mundo.

Injusticias tan atroces como las que sufren Amina, Safiya, Amadou y Fátima son sin duda merecedoras del repudio internacional, y las campañas emprendidas en Occidente para salvar las vidas de esas personas tienen toda la justificación moral del mundo. La lapidación de los amantes no sólo es horrenda porque constituye una práctica específica de la pena de muerte, sino también porque se ejerce contra quienes, desde la perspectiva del derecho occidental moderno, son inocentes de toda culpa.

Es paradójico, sin embargo, que Estados Unidos y Europa occidental, obsesionados con las reales o supuestas amenazas terroristas procedentes de Medio Oriente y Asia Central, no perciban los peligros que se gestan en los hervideros demográficos africanos, diezmados por el sida, fanatizados por el Islam más distorsionado que pueda imaginarse y abandonados por gobiernos inexistentes o en franco proceso de disolución. Los gobiernos de Libia, Irak e Irán, villanos favoritos del momento, podrán ser dictatoriales y antioccidentales, pero no puede dudarse de su control efectivo --y hasta excesivo-- sobre población y territorio. En África central, en cambio, nadie está a cargo de nada, las instituciones nacionales son menos que embrionarias y los agravios de Occidente son allí mucho más dolorosos y sangrientos que en Levante y el centro de Asia. La falta de interés mundial hacia esos países es criminal, pero además suicida. Ahora los tribunales islámicos de Níger y Nigeria condenan a la lapidación a los amantes furtivos; un día de éstos, si las cosas siguen como van, pueden empezar a reclutar a los nuevos mártires de una guerra santa contra Occidente que estará, en todo caso, fundamentada en agravios monumentales.