19.11.02

Los cerebros de Tubinga


Las masas encefálicas de Ulrike Meinhof, Andreas Baader, Gudrun Ensslin y Jan-Carl Raspe permanecieron largos años al margen de los titulares, resguardados por sus respectivos frascos de formol en un laboratorio de la Universidad de Tubinga. Según la versión oficial, los propietarios originales de esos órganos se suicidaron en prisiones de alta seguridad de Alemania, entre el 9 de mayo de 1976 y el 18 de octubre del año siguiente. Ulrike y Gudrun, las mujeres, decidieron estrangularse, en tanto que Andreas y Jan-Carl optaron por un tiro en la cabeza. Hay numerosos indicios de que Meinhof, Baader, Ensslin y Raspe fueron en realidad asesinados por el Estado alemán, el cual, posteriormente, confiscó sus cerebros peligrosos para buscar el bulbo responsable de la personalidad incendiaria o la glándula que produce ideas terroristas.

En efecto, los cuatro occisos eran gente violenta y poco reflexiva, pero hay que recordar que en aquellos años la afición por las ametralladoras y las granadas de mano era políticamente correcta. Las máximas potencias militares buscaban desesperadamente el flogisto de la sobrevivencia nuclear --librar una guerra atómica y ganarla: he ahí el dilema--, Yasser Arafat se subía a la tribuna de la ONU con un revólver colgado de la cintura, las damas de la alta sociedad centroamericana organizaban colectas piadosas para sufragar los gastos de los escuadrones de la muerte, Estados Unidos provocaba un infierno en el sudeste asiático para implantar el paraíso de la democracia y la libertad, y nadie pensaba en las ocurrencias del Che Guevara de crear muchos Vietnams como un indicativo de trastornos que habrían requerido de ayuda profesional urgente.

En aquel entorno resultaba legítimo promover por cualquier medio la implantación de las propuestas propias para la felicidad universal, y en ese afán los dirigentes y militantes de la Rote Arme Fraktion (RAF; se estima que el grupo estaba compuesto por unas pocas decenas de activistas, dos centenares de elementos de apoyo y un máximo de 3 mil simpatizantes) no daban descanso a los gatillos. Para lograr su noble propósito de liquidar el capitalismo, los terroristas de la RAF incendiaron almacenes, asaltaron bancos, ejecutaron a jueces, fiscales y empresarios y, en colaboración con grupos palestinos radicales, secuestraron aviones repletos de burgueses. En respuesta, el gobierno de Bonn desató una represión desmesurada que causó mucho más daño al estado de derecho que los propios terroristas.

Con sus principales dirigentes en prisión, la RAF libró una guerra sin cuartel, a punta de aerosecuestros, para lograr la liberación de Meinhof, Baader y los demás. Uno de esos episodios fue el célebre desvío de un avión de Air France a Entebbe, Uganda, acción que fue abortada por comandos israelíes; el gobierno de Bonn replicó con un boletín en el que se informaba de la muerte en prisión, por ahorcamiento, de Ulrike Meinhof; el asunto culminó con el secuestro de un aparato de Lufthansa que iba de Mallorca a Frankfurt y que terminó en Mogadiscio, Somalia, en donde unos comandos alemanes liberaron a los pasajeros y mataron a tres de los cuatro secuestradores. Unas horas más tarde, las autoridades germanas aseguraron sin rubor que los cabecillas de la RAF que permanecían en la cárcel de alta seguridad de Stuttgart habían cometido suicidio colectivo. En todo caso, sus cerebros fueron preservados y encomendados, para su estudio, al profesor Juergen Peiffer, de la Universidad de Tubinga.

El pasado fin de semana se denunció la desaparición de los órganos. Peiffer aclaró que, cuando él se retiró, en 1988, dejó los órganos en un anaquel de su laboratorio y que no supo más. Nadie tiene claro si las masas encefálicas fueron hurtadas, si un intendente rompió por descuido los frascos y luego borró las huellas, si los cerebros decidieron pasar a una condición de clandestinidad aún más severa que la muerte clínica o si escaparon de su encierro para buscar un poco de afecto.

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