18.9.01

Pagar el pato


Unos niños de apellido irlandés o italiano aprenden a vivir en orfanatorios de Queens o de Brooklyn. Un puñado de ancianos ha perdido sus pensiones y los lavadores de cristales del sur de Manhattan experimentan ya una grave reducción de empleos. Muchos miles de hogares se han quedado con una habitación vacía. No hay que recurrir a ninguna profecía para saber que las facturas de esos daños llegarán, en su momento, a un anónimo e inocente pastor de ovejas del Pamir, a quien le lloverá fuego sobre la carne; a los infantes afganos, quienes padecerán escasez de leche y medicinas; a los ciudadanos israelíes que vivirán niveles de amenaza e inseguridad nunca antes vistos, y a los palestinos de Gaza y Cisjordania, en donde los enjambres de helicópteros artillados causarán destrozos proporcionales y hasta superiores, si se considera la miseria y precariedad de esas regiones, al que causaron los ataques terroristas en EU.

A cambio de esas facturas, los accionistas principales de Raytheon, una firma que produce misiles de alta tecnología, podrán cambiar de yate gracias a las utilidades generadas por un montón de huesos chamuscados. Lo que viene es un duelo entre los que siempre ganan y los que nunca tuvieron gran cosa y que ahora, muertos, mutilados, huérfanos, viudos o desempleados, tienen menos que nada.

No hay equívoco: los dueños de las fábricas de aviones y los propietarios de miles de almas fanáticas están en el mismo bando en esta guerra, aunque parezca lo contrario, y aunque unos habiten en residencias de lujo y otros vivan en refugios del desierto de Margo. La sentina de intereses que desembocó en la tragedia de hace ocho días seguirá ganando, porque su negocio es la guerra y la destrucción.

A la larga, los llamados de muerte de los puros al estilo de Osama Bin Laden han fructificado; poco importa que ese antiguo aliado de Washington --como fue Sadam Hussein-- haya participado o no en la planeación de los atentados; su ganancia enorme es que ahora él y sus secuaces se han hecho merecedores al estatuto de potencia beligerante. Las políticas exteriores criminales de Estados Unidos han conseguido convertir al país y a su población en objetivos militares. Porque están en guerra, según afirma todo Washington --del presidente para abajo--, y guerra significa atacar y ser atacado en los ámbitos y símbolos más entrañables: la lógica bélica obliga a causar el mayor perjuicio posible al enemigo, y los daños más devastadores no son los estratégicos ni los propagandísticos, sino los afectivos. Por eso, en esta confrontación, los más inermes son los que no tienen bienes raíces ni acciones en la bolsa ni fortunas sauditas marinadas en petróleo ni arsenales ni nada que perder salvo el afecto: otras personas, su tierra de origen o refugio, sus calles, sus campos, su pequeño negocio y su trayecto cotidiano. Ellos perderán la guerra. Ellos van a pagar el pato.

14.9.01

Hoyo negro


A estas alturas es claro que las torres gemelas del World Trade Center se derrumbaron en diversas direcciones y causaron, en su caída, una destrucción terrible en diversos ámbitos: la economía de América Latina, el poder presidencial de Estados Unidos, los índices de vida, vivienda y empleo del sur de Manhattan. De esa forma inopinada han entrado en contacto las agendas ocultas del ajedrez mundial con las desamparadas cadenas productivas y hasta alimentarias de Puebla o de Iquitos; la bestialidad de los terroristas indudables pero anónimos, con la inocencia de los migrantes muertos y desaparecidos que lavaban pisos y platos en el corazón del poderío económico; la perversidad de las cloacas ideológicas, políticas y económicas en las que se gestó el atentado (y no habría que olvidar que todos los desagües del mundo conforman una vasta red de vasos comunicantes), con la candidez manifiesta de George Bush hijo, un hombre muchas tallas menor que la silla presidencial de la gran potencia planetaria, y cuya insignificancia mediática hubo de ser subsanada, ayer, por una enérgica aparición en CNN de Bush papá, personaje, ese sí, de conocidos arrestos bélicos y maquiavélicos: la Casa Blanca se ha vuelto la leonera de un junior que juega a mandatario mientras papá se ocupa de los actos y los símbolos del poder efectivo.

El agujero gravitacional del sur de Manhattan se ha chupado, además, vidas insustituibles en centenas o miles de hogares, escritorios, cubículos y cafeterías; deglutió de golpe postulados centrales del poder público estadunidense, como la capacidad de reacción del gobierno más poderoso del mundo y su facultad de proteger a la población, la inviolabilidad estratégica del territorio estadunidense y hasta las recetas tradicionales del terrorismo, según las cuales a toda acción correspondía una reivindicación. Los culpables directos del ataque se vaporizaron junto con la carne de sus víctimas y los responsables intelectuales pueden aparecer mañana o nunca, pero su presentación no va a ser convincente: el síndrome de Lee Oswald campeará como nunca en una sociedad en la que pueden desaparecer en cuestión de minutos, entre una nube de polvo, estructuras de reputada solidez arquitectónica, policial y financiera. Eso no se les había ocurrido a los más truculentos guionistas de Hollywood quienes, sin embargo, prefiguraron la destrucción masiva en Nueva York hasta convertirla en un arquetipo de la cultura cinematográfica del siglo XX. Pero esta semana, una organización desconocida o una insospechada convergencia de intereses criminales (y no hay que olvidar aquellos episodios del Teherangate en los que confluyeron fundamentalistas islámicos oficiales de la CIA, narcotraficantes y contras nicaragüenses) decidió, desde la realidad, rendir tributo al thriller y borrar para siempre vidas humanas, certidumbres, rascacielos, puestos de trabajo, oficinas administrativas, sentimientos de seguridad y dignidades de Estado. Todo se ha ido por ese agujero negro que se abrió de golpe en el sur de Manhattan.

4.9.01

Cucarachas


Hay un insecticida doméstico muy eficaz en forma de incienso que ha de administrarse en dos aplicaciones consecutivas, una quince días después de la otra, a fin de asegurar, dicen las instrucciones, que se interrumpa de manera definitiva el ciclo reproductivo de las cucarachas: los huevecillos tardan dos semanas en madurar, y es preciso asegurarse que los bichos recién nacidos mueran antes de que su generación crezca y vuelva a infestar la casa. Parece que hay puntos en común entre el modo de empleo del plaguicida y las estrategias del ejército de Israel ante los palestinos, y entre los grupos terroristas árabes frente a la población civil del Estado judío.

Destripar niños a bombazos es más barato que exterminar adultos (porque éstos suelen disponer de más recursos para su defensa) y más eficiente, cuando lo que se busca es exasperar al enemigo y generar una violencia duradera y autosustentable; en esta lógica, lo menos importante es si la bomba es enviada a sus destinatarios a bordo de un helicóptero de alta tecnología o adherida a un ser humano dispuesto a la inmolación. El propósito en ambos casos es que la carga explosiva del artefacto haga ignición y genere una onda de choque lo suficientemente fuerte para provocar, por sí misma, mediante elementos de fragmentación o por el efecto de objetos violentamente movidos de su sitio, una destrucción significativa de tejidos en los organismos que se encuentran alrededor. Y por determinación o por azar, tales organismos han resultado, en una creciente porción de los ataques, humanos en desarrollo.

Muy pocas conciencias en este mundo, salvo tal vez uno que otro fundamentalista de la ecología, se opondrían al exterminio de larvas de cucaracha en casas y departamentos; esa especie de insecto nos parasita, vive a nuestras costillas, contamina nuestros alimentos y es vector de enfermedades e infecciones diversas. Matar niños, en cambio, se ha vuelto repudiable en el curso de la historia. Dicen que los primitivos semitas hacían sacrificios masivos de infantes en honor de Baal, pero eso bien podría ser una calumnia romana contra los cartagineses, quienes descendían de fenicios y también, por lo tanto, de semitas. Herodes I el Grande logró un sitio de infamia en la historia por haber ordenado la matanza de los inocentes en Belén, a fin de frustrar el advenimiento de Jesús.

El escenario de esa historia coincide, más o menos, con la región ensangrentada de Israel y las tierras palestinas, pero ese dato carece de relevancia. Si los niños fueran larvas de cucaracha, el exterminio en curso podría situarse en cualquier vivienda infestada, es decir, en una casa en la que entraran en conflicto la vida humana y la de los insectos. Pero la evidencia disponible indica que ni israelíes ni palestinos pertenecen al filo de los artrópodos; son, por el contrario, homo sapiens, y eso plantea un problema de solución difícil para ambos bandos, para la especie en general y para el imperio de la razón a comienzos del siglo XXI.