20.6.00

Parecían asiáticos


En la madrugada del lunes 19 de junio, en Dover, Inglaterra, la policía de aduanas abrió un contenedor para tomates procedente de Zeebrugge, Bélgica, y se encontró con 58 cadáveres humanos y dos personas vivas. Los muertos, 54 hombres y cuatro mujeres, “parecían asiáticos”, dijo el oficial Mark Pugash. El contenedor, que cuenta con sistema de refrigeración propio, era transportado por un camión de matrícula holandesa, pero el domingo 18 fue el día más caluroso, en lo que va del año, en el norte de Europa, de tal forma que los viajeros murieron de calor o murieron de frío. No se ha podido interrogar a los dos sobrevivientes porque están hospitalizados y la policía no ha divulgado las declaraciones del conductor, un holandés que se encuentra bajo arresto.

La semana anterior, en México, se ofreció a la teleaudiencia el espectáculo, en vivo, de la muerte de unos individuos que se ahogaron en el Río Bravo cuando intentaban ingresar al país de al lado sin pasar por la garita migratoria. Como show fue excepcional, pero el suceso resulta más bien rutinario.

Ambos episodios trágicos forman parte de un fenómeno habitual en el paisaje mundial contemporáneo: en este planeta poseído por la fiebre del libre comercio y la globalización, el contrabando en general, y el de seres humanos ha adquirido un auge sin precedentes. La mano de obra de precio ínfimo y de importación ilegal fluye en grandes cantidades, y por todos los medios de transporte, de Asia a América, de Latinoamérica a Estados Unidos, de África y Sudamérica a Europa. Además de las drogas, las armas y las especies en extinción, el paraíso liberal prohíbe el tráfico de homo sapiens, que es más bien una especie en expansión. Las restricciones migratorias en este mundo se incrementan a un ritmo tan similar al que caen las barreras arancelarias que se vuelve inevitable imaginar una relación entre ambas cosas y percibirlas como dos caras del mismo poliedro.

Es una coincidencia de veras lamentable --y nada más que eso-- que la nacionalidad del chofer capturado el lunes en Dover sea la misma que la de los principales mayoristas de esclavos africanos enviados a América en los siglos XVII y XVIII. Tal vez la similitud empiece y termine en un pasaporte holandés: a fin de cuentas, las sentinas de los barcos de esclavos se llenaban con personas capturadas y transportadas a la fuerza, en tanto que los migrantes laborales actuales, en su gran mayoría, son trasladados por decisión propia y hasta pagan por el viaje. Eso hace que los traficantes modernos se esmeren menos en el cuidado de la mercancía: la mortandad nunca fue tan alta en aquellos buques infames como lo es hoy en los vagones ferroviarios y las expediciones a través del desierto en la frontera méxico-estadunidense o en los camiones que hacen el trayecto del continente a las islas británicas con la coartada del comercio de tomate.

Acaso sea otra coincidencia lamentable que la fuerza de trabajo, es decir, el único producto que poseen los que no poseen nada, se encuentre en la magra lista de sustancias prohibidas por los acuerdos del intercambio universal, junto con las drogas, las armas y las especies en extinción. Pero uno no puede dejar de pensar que este mundo, el menos peor de los posibles, según afirman sus gerentes generales, ha sido regulado para beneficio de los dueños de todo lo demás. En lo inmediato, en una morgue improvisada de Dover, hay 58 cadáveres que parecen asiáticos, que en vida no tenían más propiedades que sus propios cuerpos, que ahora se quedaron hasta sin eso y que no podrán recibir los beneficios de la globalización.

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