28.9.99

La deuda externa


Este fin de semana el gobierno de Ecuador nos dio la sorpresa de declarar una moratoria de sus pagos de deuda externa. No fue una decisión fundamentada y serena, sino una salida desesperada, forzada por la imposibilidad, asumida a regañadientes y en medio de disculpas de Estado. No fue el equivalente de un discurso solemne, sino un sonoro gas incontenido en medio de un banquete oficial: una vergüenza. Si el intestino económico ecuatoriano tuviera las dimensiones del de México o del de Brasil, habría sido, además, una catástrofe.

El presidente Mahuad tal vez habría podido ahorrarse el bochorno si se hubiera dado cuenta a tiempo de la lógica según la cual la deuda, en sus términos actuales, es impagable. Qué lástima: hace más de quince años que sabemos, sin margen posible de duda, que la deuda externa de los países de América Latina es impagable e incobrable. Los teólogos neoliberales nos enseñaron, además, que es imprescriptible, progresiva y eterna. Entre los gobiernos de estas naciones y sus acreedores se ha establecido el pacto cínico de no saldar nunca el principal, a condición de que los intereses sean cubiertos puntualmente. De esta manera, nos hemos resignado a pagar una renta por el simple hecho de existir y de ser descendientes de los ministros de Hacienda que formalizaron los primeros empréstitos hace diez o veinte o treinta o cien años, y connacionales --o súbditos-- de los funcionarios que, día con día, semana con semana, año tras año, renuevan puntualmente las obligaciones y los instrumentos de nuestra cadena perpetua.

Ninguno de los regímenes democráticos de este subcontinente le ha preguntado a la gente si desea seguir participando en la lógica del endeudamiento externo y cargar sobre sus espaldas unas obligaciones nacionales que, individualizadas, representan algo así como mil dólares por cabeza: tres, seis o doce meses de trabajo, según las variaciones nacionales del ingreso per cápita.

Nuestros gobernantes asumen que todos los habitantes de esta porción del mundo disfrutamos el estilo de vida del tarjetahabiente compulsivo. Podrían llevarse alguna sorpresa, y descubrir que una que otra viejita de miscelánea preferiría --si le preguntaran-- vivir al día, pero sin deudas.

El hecho es que nadie le ha preguntado nada a nadie y las viejitas de miscelánea, los bebés con cólico, las abogadas, los periodistas y los barrenderos --entre otros-- llevamos a nuestras espaldas la renta de una suma primigenia, siempre y puntualmente renovada, renegociada y ampliada. Quien te diga que ha logrado reducciones sustanciales del monto te está presentando un malabarismo aritmético muy cercano a la mentira.

Pagar la deuda externa --saldarla, cubrirla, devolver lo prestado sin contratar créditos adicionales-- es, al parecer, un disparate irrealizable digno sólo del extinto Ceaucescu, que tendría consecuencias catastróficas para la población. Eso dicen. Negarse a pagar es una propuesta que suena --después de tantas toneladas de propaganda a favor del “realismo económico”-- obsoleta, incendiaria y quimérica. Entonces no hay más remedio que pagar, puntualmente y hasta con entusiasmo, a la espera de que el crecimiento económico algún día le gane la partida al incremento de la deuda, hasta convertirla en una porción realmente despreciable del PIB, y rogándole a Dios que los intereses no suban en forma brusca. El único problema con esa perspectiva es que resulta demasiado frágil y sujeta a la Ley de Murphy --lo que pueda fallar, fallará-- y que tarde o temprano (si les va mal a los bolsistas de Tokio, si les va demasiado bien a los agricultores estadunidenses, si le da herpes a un ignoto mafioso ruso o a un banquero de Bahrein) cada uno de estos países estaremos en la situación de Ecuador.

14.9.99

La Patria


Curiosa palabra esa que parece un padre dicho en femenino, un parto convertido en suelo (piso asfaltado, tierra a flor de tierra o cubierta de humus fértil y llena de microbios). Es un término que evoca un mapa lleno de instituciones, banderas, cervecerías, panteones, casetas de peaje, hospitales y, sobre todo, casas y calles: un territorio para convivir con odontólogos, maestras, curas y delincuentes, funcionarios y arquitectas, niñas que se llaman Lupe o Melissa o Clara, niños bien y niños de la calle, niños genio y niños Down, señoras burguesas clavadas en los años cincuenta (sólo el modelo del automóvil las ancla en el presente), sobrevivientes de las crisis con la ropa hecha garras y santos patronos de sí mismos.

Es una palabra que hace pensar en un pedazo de mundo donde se aglomeran las fábricas, los museos, los restaurantes, los desiertos y los postes de luz vestidos o desnudos de propaganda, esquinas de los primeros noviazgos, tiendas paradisíacas y prohibitivas, callejones de los asaltos, campos que no caben en la memoria de nadie.

La Patria siempre es el mejor de los mundos posibles. Incluso cuando no existe, como les ha pasado a los palestinos, el simple deseo y plan de una Patria es mejor que nada. Aunque no esté asociada a un territorio, como ocurre entre los gitanos, para quienes la Patria es una familia en movimiento, tan indispensable e irrenunciable como la comida y el aire. Por más que se encuentre en crisis económica, azotada por la delincuencia y los fraudes, contaminada y endeudada, incluso en guerra, hasta cuando acaba de ser arrasada por las bombas o se ha reducido a un recuerdo doloroso de exilio, la Patria es una referencia necesaria para encauzar la vida de casi toda la gente.

Cada día es menos suave; impecable y diamantina no lo es casi nunca, salvo en la imagen que guardamos de ella en el corazón y que sale en torrentes antiguos por la garganta de un poeta difunto y entrañable.

En muchas circunstancias amargas se convocó a fallecer en nombre de la Patria. Aquellos sacrificios tal vez eran necesarios para construir el mundo agridulce que hoy padecemos y disfrutamos. Tal vez no. Acaso se habrían logrado países semejantes a las que hoy tenemos sin tanta matazón. En todo caso, en las postrimerías del siglo parece claro que ninguna Patria debiera ser el cementerio prematuro de sus hijos e hijas, sino una máquina para vivir, un pulmón que le ayude a nuestros pulmones, una muleta para sobrellevar la angustia, red para no morir en las caídas del alma, del páncreas o del bolsillo: una aglomeración más o menos coherente de gente y piedras, nubes y bancos, animales y autopistas, follaje y mar, en el que cada quien tenga su sitio, y que le dure, de preferencia, toda su vida.

7.9.99

Haz algo, ONU


Timor es la gran oportunidad para que redimas tu nombre, institución obesa con la boca llena de buenos principios, grumo de impotencias, hermana de la caridad al mando de cazabombarderos, esperanza de los humanos, aparador de cristal y aire frío a orillas del Hudson, el mejor de los mundos posibles, abreviatura hueca, membrete lleno de sentido, sigla del siglo.

Has vivido buena parte de tu vida de media centuria pegada al equilibrio paralizante de las superpotencias; has sido rehén de tus poderes máximos; has convertido en burocracia frívola gestos y gestas diplomáticos que habrían podido humanizar el mundo si no hubieran tenido que pasar por tus intestinos lentos; te has quedado a la zaga del pulso planetario; ante numerosos crímenes de Estado has permanecido como testigo amordazado y amarrado a un sillón ejecutivo.

Cuando la balanza de los hongos atómicos empezó a inclinarse a uno de sus polos, a comienzos de esta década, te usaron para destruir un país cuya única culpa había sido la de ser sojuzgado por un tirano sádico que, varios años antes de invadir Kuwait, y ante tu indiferencia, roció con gases venenosos a los bebés y a las mujeres y a los abuelos kurdos. Con tu nombre como escudo moral, Europa Occidental y Estados Unidos ųademás de algunos otros gobiernos pequeños y cortesanosų volcaron casi todo el poder de guerra del mundo sobre los pobres iraquíes; los han estado matando de hambre desde entonces; para colmo, Saddam Hussein sigue siendo el propietario, tan sangriento y acaudalado como siempre, del país.

Aunque no sirvió para lo que habría tenido que servir (resolver los problemas de la región, generar una legalidad internacional sustentable) la fórmula sentó precedente. Este año los mismos protagonistas del 91 emprendieron un operativo de demolición semejante, esta vez contra Serbia. Mismo resultado: un país destruido y un gobernante criminal que sigue en el cargo. Sólo que en esta última ocasión tu nombre no fue ni siquiera necesario.

Frente a esas incursiones desastrosas, tú has sido incapaz, durante muchas décadas, de defender del ejército israelí a los palestinos, de los militares turcos a los grecochipriotas, a los saharauis del desierto de los soldados de Hassán ųmuerto hace unas semanas, para bien de todos y hasta de sí mismoų y, por supuesto, a los timoreses de los delirios indonesios de archipiélago imperial. En Centroamérica y en Angola prestaste tus buenos oficios para unos procesos que significaron, sí, el fin de la guerra, pero no necesariamente el principio de la paz.

Ahora, en el Pacífico del Sur, te encuentras ante un divorcio evidente entre la fuerza y la razón. Los timoreses, invadidos y masacrados por Suharto, han logrado por fin expresar su certidumbre de independencia. No hay una brizna de duda posible sobre la legitimidad, la legalidad y la contundencia de ese deseo. Tú misma contribuiste a la realización del referéndum. Tú tienes la certeza inequívoca de que su resultado es indiscutible.

Pero en los días recientes los matones a sueldo del ejército indonesio, los que no tienen otro modus vivendi que reprimir independentistas, ni más instrumentos de trabajo que machetes y fusiles de asalto, tratan de revertir la consecuencia inevitable del plebiscito por la vía del homicidio en masa. Aquí, querida y detestada ONU, tienes la gran oportunidad de enmendar tu prestigio y de dar un mentís a tu fama de hipócrita y de torpe. En Timor no hay ambigüedad posible; no tienes pretexto válido para perder el tiempo consultando con tus tripas diplomáticas, no tienes coartada para la lamentación y la deploración de la sangre derramada: debes actuar, y rápido. Cuentas con todos los argumentos morales, políticos y legales para conminar a la superpotencia y a sus potencias asociadas a constituir una fuerza de paz que garantice a los timoreses su derecho a la nación y a la vida antes que se vean obligados a echar mano de la consigna terrible e inútil de patria o muerte; inútil, digo, porque a los muertos ųde Timor o de cualquier otro paísų la patria no les sirve un carajo.