27.7.99

Fin de época


Esta caricatura retrospectiva de Woodstock, celebrada en la localidad imposible de Roma, Nueva York, termina con un vandalismo menor, sin más propósito que ejecutar un berrinche ante el vacío manifiesto: la economía va bien a secas, los escándalos presidenciales agotaron su gasolina hace ya meses, la última aventura militar del imperio no alcanzó rango de gesta ni de genocidio y hasta la drogadicción nacional parece ir a la baja. Es el fin de una época que, a pesar de todo, está encontrando su aterrizaje suave.

En términos formales la era Clinton termina el año entrante, pero para todo efecto práctico su protagonista central ya es un ser del pasado y Estados Unidos se encamina a una disputa por su herencia entre el pragmático George W. Bush y el inteligente, pero inexistente, Al Gore. Si Clinton se empeñó, durante su segundo mandato, en recordarnos que un ex liberal y fumador light de mariguana puede ser implacable, mortífero y cruel, el hijo de su antecesor está resuelto a demostrar que un republicano derechista también cuenta con piedad social. Atrapado entre esas dos referencias mayúsculas, el vicepresidente realiza denodados esfuerzos por formular algo coherente con los restos de la propuesta política de su jefe y, lo más importante, por esbozar una sonrisa.

Clinton representa la culminación de uno de los grandes proyectos transformadores del siglo, por más que este dato haya pasado inadvertido para casi todas las izquierdas del mundo. Como todos los otros, ese proyecto ha terminado por naufragar en las aguas confusas de la realidad. No es un aserto pesimista: el naufragio tiene connotaciones negativas y hasta trágicas pero, si se piensa dos veces, el suceso posee también una veta germinal y auspiciosa porque deja el mar sembrado de cadáveres, escombros y misterios que enriquecen, fecundan y dan historia al sitio de la catástrofe. El pedazo de lecho oceánico en el que yace el Titanic sería deleznable de no ser por los centenares de inocentes que lo sacralizaron con su muerte y fundaron la leyenda; Europa occidental no sería lo que es sin la socialdemocracia sembradora de bienestar social, Rusia sin bolcheviques y sin Stalin sería un inmenso paréntesis vacío en medio del Siglo XX. Sin la veta que comienza con Roosevelt y el New Deal, que renace y se eclipsa durante cinco décadas en forma intermitente, y que culmina con la era Clinton, Estados Unidos carecería de muchos de sus atributos y de sus distorsiones actuales.

Ahora parece ser que a la superpotencia le esperan tiempos grises, tanto si George W. Bush cumple su afán dinástico como si Al Gore consigue cobrar existencia, sonrisa y programa, e incluso si algún político larvario --como lo era Clinton en 1991-- les come el pastel a ambos. Es hora de administrar el más bisoño y el más incuestionado de los imperios, que, para colmo, celebra nada menos que en Roma, Nueva York, una de sus máximas efemérides culturales.

20.7.99

Otro Kennedy


John Kennedy Jr. ingresó a las referencias históricas y al imaginario colectivo mundial a la edad de dos años, once meses y 27 días, cuando fue fotografiado, en posición de saludo marcial, ante el ataúd de su padre. El tercer aniversario de su llegada al mundo tuvo que ser muy triste, porque tres días antes, en Dallas, un asesino llamado Lee Harvey Oswald disparó una bala que le reventó el cráneo al presidente más atractivo en la historia de los Estados Unidos de América e introdujo un gusano definitivo en la manzana del Paraíso Americano. Las escenas filmadas y fotografiadas del homicidio, en Dallas, y del posterior funeral, en Arlington, forman parte de los recuerdos profundos de las generaciones de la globalidad informativa porque representan un contrapunto inapelable al cuento de hadas o, como se llama en nuestra época, a la utopía: no basta con ser un hombre guapo, rico, inteligente, querido, seguro de sí mismo, protegido por una guardia pretoriana, exitoso hasta la saciedad y extremadamente poderoso --como lo era John Fitzgerald-- para preservar la integridad de la bóveda craneana y evitar que uno de tus hijos se despida de tu cadáver con un gesto marcial inapropiado para un niño de menos de tres años y que tu país --el más armado del mundo-- se vea sumido en una orfandad equivalente, no porque la figura presidencial se relacione con la paterna sino porque acusa recibo de una bala en el corazón de su poderío.

La orfandad personal y nacional se conjuntaron en el niño que asistió a los funerales en Arlington sin tener una idea clara de lo que estaba pasando. Creció salpicado de sangres a destiempo --un tío asesinado en forma similar a su padre, otro tío políticamente destruido por un accidente trágico, un primo y un hermano muertos en forma prematura--, se convirtió en estrella de la pornografía sentimental que acecha a los famosos y desapareció, junto con su mujer, sin dejar rastro, el viernes por la noche, luego que su avioneta particular cayera a las aguas que rodean la isla de Martha's Vineyard, en Nueva Inglaterra.

Una certeza: los asesinos de John Fitzgerald y Robert, los narcotraficantes que le vendieron la dosis exagerada a David, los esquíes que le fallaron a Michael, el coche en el que se accidentó Edward en Chappaquiddick en 1969 y las nubes que se posaron el viernes en la noche sobre la costa de Massachusetts, dificultando la visibilidad del piloto Kennedy, no pudieron ponerse de acuerdo para exterminar a la familia. Hay que enfrentarse, entonces, con la improbabilidad estadística de que la muerte fuera tan persistente en diezmar al clan de Brookline en dos de sus generaciones. Y si uno no cree en maldiciones, queda la contraparte del cuento de hadas, que es la tragedia. Su lógica es tan clara cuanto inescrutable: una transgresión primigenia siembra en los integrantes de una dinastía el factor de la destrucción, y ya no puede hacerse nada. Los Kennedy --los que quedan-- son famosos y ricos y poderosos y simpáticos y fotogénicos: es inevitable conmoverse ante sus muertes, pero resulta arduo, en cambio, reconocer el mismo sino trágico en clanes y familias que nos rodean. Descansen en paz los vivos y los muertos de todas las tribus que padecen el síndrome.

13.7.99

La fuerza del pasado


Es tiempo de hurgar en tumbas: el 68 mexicano, las contrainsurgencias centroamericanas, las guerras sucias del Cono Sur. Los asesinos de antaño y sus víctimas nos dejaron un presente minado con huesos e historias enterradas que pugnan por salir a la luz. Así sea. Los trabajos de exhumación (de los cuerpos, de la verdad, del entendimiento) resultan necesarios para que depositemos a los muertos en donde corresponde y permitamos que las miradas de los sobrevivientes y los deudos alcancen a los verdugos que todavía pululan por ahí: una simple mirada que les abra un boquete irreparable en sus dulces sueños, y que no equivale a una venganza, ni siquiera a un acto de justicia legal. En todos los casos, los asesinos, antes de abandonar el poder o la existencia, dejaron bien amarrada su impunidad, así que sólo nos queda el recurso de verlos fijamente, a los ojos o a la lápida, para evitar que la historia se repita. Los desaparecidos se fundieron hace mucho con el resto del planeta, pero la versión real de los hechos sigue secuestrada por los sucesores de los sucesores y ahora busca liberarse. Así sea. En tanto no lo consiga, seguiremos teniendo cadáveres bajo la alfombra, en el armario, junto al columpio de nuestros hijos, en el plato de nuestra sopa. Tendremos que seguir cuidando que nuestros pasos no pongan al descubierto las falanges de esos fallecidos que debieran estar entre nosotros como cuarentones, cincuentones o sesentones curtidos y neuróticos, y que, en cambio, se quedaron congelados en la juventud eterna y pasada de moda en los álbumes fotográficos del terror.

Tal vez sea una mera coincidencia la simultaneidad con la que surgen, en México, documentos hasta ahora desconocidos sobre la matanza del 2 de octubre; en un antiguo cuartel militar de Guatemala, restos humanos de desaparecidos políticos, y en Argentina, los datos del origen de una muchacha llamada María de las Mercedes Fernández y que se apellidaría Gallo Sanz si sus padres biológicos ųdos uruguayos secuestrados en Buenos Airesų no hubieran sido asesinados por los esbirros de Videla en el campo de concentración de Pozo de Banfield. El México de los últimos años sesenta, la Argentina de mediados de los setenta y la Centroamérica de principios de los ochenta son contextos políticos y humanos muy diferentes entre sí y puede resultar abusivo echarlos en un mismo saco. Los únicos denominadores comunes son unas vidas truncadas por designios del poder, verdades escamoteadas desde entonces y hasta ahora, y unos muertos mal enterrados que no tienen más forma de expresarse que la confesión póstuma, orgullosa y sin remordimientos, de un general también fallecido, unos huesos en un antiguo cuartel (“podrían ser de animales”, dicen los voceros del gobierno) y una joven que se sabía adoptada y que se empeñó en desvelar el misterio de su nacimiento.

Es morboso e inútil solazarse en imaginar cómo habrían sido las cosas si no se hubieran perpetrado los asesinatos de hace dos o tres décadas. Sí. Muchas de las víctimas habrían muerto posteriormente, de todos modos, por mero índice de probabilidad, atropelladas, o de cáncer, o de sida, o de infarto, o de tristeza. Pero aun en esos casos nos habríamos ahorrado el rencor, la búsqueda obligatoria de la verdad y de los responsables, de la identificación forense, de la identidad genética de una joven que nació en el campo de concentración de Pozo de Banfield ųdonde murieron sus padresų y que fue entregada, a los dos días de nacida, a una pareja estéril que seguramente la trató con amor y la educó bien.

De todas estas muertes sobre las que caminamos no hay moraleja posible, entonces, salvo la harto conocida de la fuerza del pasado, que los autores trágicos de Grecia utilizaron con genialidad en sus obras: no hay forma de esconder o eludir lo hecho porque el cadáver bajo la alfombra o en el armario acaba contaminando el presente, manifestándose, buscando el sitio que le corresponde. Más nos vale descubrirlo y practicar autopsias postergadas durante treinta o veinte años. Así sea.

6.7.99

En busca de trabajo


El arquetipo dice que la mexicana y las centroamericanas son tierras de holgazanes en las que la gente se espina la espalda por estar recargada en el nopal o se deja picar por una culebra con tal de seguir tumbada en la hamaca con la mano abierta, esperando que los mangos caigan del árbol; según lugares comunes en los que hasta nosotros tendemos a creer ųo en cuya invención hemos colaboradoų, somos el opuesto de los alemanes trabajadores y los gringos industriosos.

Puede pensarse que a los mexicanos que se calcinan en los desiertos de la frontera norte no les tocó nopal para recargarse; que los centroamericanos que se maceran en las aguas agitadas del Pacífico, frente a las costas chiapanecas y oaxaqueñas, no tuvieron árbol de mangos al cual acudir, y que, a falta de flora vernácula que les ayude a echar la hueva, unos y otros pensaron en la alternativa de holgazanear bajo la sombra de la torre de Sears, en Chicago. De ser así, sus muertes resultarían menos dolorosas. Serían un caso parecido al de los respetables héroes por voluntad propia que se rompen la crisma al saltar en paracaídas, al trepar el Everest o al cruzar el Atlántico con unas alas de Ícaro, movidos por el simple afán de figurar en el libro Guinness.

Por desgracia, la realidad parece indicarnos que los centroamericanos que cruzan el Suchiate y los mexicanos que pasan el Bravo se mueren por trabajar. Literalmente.

Cuando Carlos Salinas de Gortari negociaba el Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos, uno de sus argumentos favoritos ante la clase política de allá era que, mediante ese acuerdo, México exportaría productos en vez de mano de obra. Ahora que el TLC ya está firmado y en vigor, en esta parte del mundo el tránsito de mercancías genera ganancias cada vez mayores, pero los desplazamientos masivos de personas no sólo no se han detenido, sino que van en aumento y producen cadáveres, también en cantidad creciente. La búsqueda laboral que culmina en misa de cuerpo presente ųcuando el cuerpo respectivo puede ser rescatado del desierto, del río o del marų cobra importancia como causa de mortalidad en la región, por más que ninguno de los países involucrados haya abierto el rubro correspondiente en sus estadísticas oficiales, al lado del sida, el tabaquismo, los males cardiacos y los accidentes de tránsito.

Pero si esa consideración nos incomoda, tal vez sea más propositivo olvidarla y pensar que, a falta de nopales y de árboles de mango, estos muertos holgazanes disponen, al menos, de ríos, desiertos y océanos para descansar en paz.