16.11.99

La Habana en la Luna


Los jefes de Estado y de gobierno reunidos a estas horas en La Habana están hechos bolas. Las travesuras civilizatorias del juez Baltasar Garzón tienen a tres de ellos en una confrontación no deseada y el gobierno anfitrión tiene que tragarse la bilis ante los encuentros inopinados entre sus disidentes y dignatarios de la iberoamericanidad, porque a los segundos no se les puede acusar --aunque lo fueran-- de ser engendros de la CIA.

Se suponía que estas reuniones no tendrían que ser el bazar de soluciones para incidentes y roces diplomáticos entre los gobiernos participantes, sino un foro de coordinación y consulta, frente a la globalización, de los restos de los imperios peninsulares.

No deja de ser una idea rara. A nadie se le ocurre reunir a tomar cafecito a los representantes de los Estados herederos del imperio austrohúngaro, por más que el derrumbe de éste haya ocurrido en una fecha más cercana que el del español. Esos pueblos centroeuropeos tienen en común, si acaso, el deporte de aborrecerse mutuamente. Nosotros tenemos en común nada menos --pero nada más, hasta donde se sepa-- que dos lenguas francas susceptibles de reducirse a una, siempre y cuando la pereza mental lo permita. Habría tenido que ser una herramienta suficiente para ingresar, con cierto grado de cohesión, a la globalidad.

El hecho es que esta región idiomática de 530 millones de habitantes y un producto interno bruto conjunto de más de dos y medio billones de dólares no ha sido capaz de constituirse en un bloque productivo o financiero; se limita a ser un gran mercado que se disputan europeos, estadunidenses y coreanos. Por lo que respecta a la identidad, hay que reconocer que la realidad no siempre es políticamente correcta: aunque a mucha gente pueda parecerle horroroso, los medios electrónicos, y especialmente la televisión, han hecho más que Simón Bolívar y el Che Guevara por la integración de una identidad específicamente iberoamericana.

Decir que el continente de la lengua española es virtual no sólo hace referencia a su condición evanescente, sino que implica también una especificidad material o, mejor, inmaterial, basada en ondas hertzianas, microondas, satélites, redes de larga distancia y servidores de Internet. En el mejor de los casos, los académicos de la lengua entregan potestades, en forma acelerada, a los anónimos creadores del corrector ortográfico incorporado al Word de Microsoft. En el peor, nuestro idioma está siendo moldeado a golpes de manuales taiwaneses.

Estos agentes de integración, más poderosos que todas las cumbres de jefes de Estado y de gobierno que en la historia han sido --nueve--, no sólo se encargan de fabricar identidad, sino también de acanallarla: la capital cultural es Miami, el himno internacional tiene ritmo de salsa (sintético si los hay) y el noticiero Eco goza de más credibilidad que el Parlamento Latinoamericano. Las pretensiones castizas y conservadoras de los términos Hispano e Iberoamérica, así como los latinoamericanistas que las combatieron en las décadas pasadas, han sido superados por el todopoderoso adjetivo latino, más falso que un billete de seis pesos, pero apoyado en una flota mediática más eficaz que la Armada Invencible.

Así pues, señores que están en La Habana, sus empeños fueron insuficientes y tardíos. Les queda, ahora, la posibilidad de cambiar de giro a su club e imaginar y emprender acciones en el ámbito de la cultura y el idioma. Sería un acto de modestia y de realismo. Además, tal vez conseguirían de ese modo quitarle solemnidad de Estado a sus encuentros y dejar de lado, por consiguiente, unos escollos políticos que no pueden resolverse en las cumbres pero sí terminar con ellas. O bien, pueden seguirse por donde van, confundir la unidad con las proclamas de unidad y porfiar en atribuirle valores mágicos a la foto conjunta.

9.11.99

Big Brother en la ventana


El viernes pasado el juez Thomas Jackson dio la razón al Departamento de Justicia estadunidense y determinó lo que saben perfectamente decenas de millones de usuarios de computadoras personales en todo el mundo, es decir, que Microsoft tiene el monopolio de los sistemas operativos para tales aparatos. La decisión --un episodio más en un litigio que tendrá muchos otros-- puede tener consecuencias tan ligeras como que se obligue a la empresa, por mandato judicial, a ser menos leonina en sus contratos de uso de Windows, o tan graves como la división obligada de Microsoft en varias compañías que compitan entre sí. La idea del proceso legal es proteger a los consumidores de Estados Unidos --los demás no pintamos para nada en la justicia de ese país-- de una empresa abusiva que vende productos insatisfactorios a precios altísimos aprovechando la ausencia de otros similares y que impide, por supuesto, el surgimiento y desarrollo de competidores.

Pero la disputa entre Bill Gates y el Departamento de Justicia tiene implicaciones que van mucho más allá de las meras consideraciones mercantiles y de las reglas del libre mercado, y que trascienden, con mucho, las fronteras de Estados Unidos.

El hecho que más de 90 por ciento de los operadores informáticos del planeta tengan que lidiar con las fallas de programación de Windows, pero también con la sintaxis, el estilo y los gustos visuales de Microsoft, implica que éste tiene un impacto mundial en lo cultural, en lo ideológico y en lo estético que sobrepasa el ámbito de acción de un simple fabricante de software. El que decenas de millones de esos usuarios se vean obligados, para operar y mantener al día el sistema, a acudir con frecuencia a los sitios de Microsoft en Internet, convierte a la compañía, por sí misma, en uno de los medios de información con mayor poder de penetración; ello, sin contar con sus alianzas estratégicas con medios de mayor tradición, como NBC, o con conglomerados de telecomunicaciones como Telmex. El que el presidente y accionista principal de Microsoft tenga una fortuna personal de rango similar o superior al costo total del Fobaproa --o una tercera parte del presupuesto de defensa de Washington, o la mitad de la deuda externa de México-- los reviste, a él y a su empresa, con un poder político-económico superior al de muchos Estados soberanos: en la economía mundial y en la esfera de las grandes decisiones geopolíticas, Gates y Microsoft importan más que Marruecos o Costa Rica (no puedo evitar el recuerdo de compañías gringas como la United Fruit y la ITT, que ponían y quitaban gobiernos en América Latina), y a las reflexiones del Señor de las Ventanas se les da mucha más cobertura que a las de cualquier Premio Nobel, que a las de un estadista o que a las de un secretario general de la ONU.

El emporio de Seattle no es eterno. Se supone que algún día el mercado, por sí mismo, lo conducirá a una caída más o menos estrepitosa, como le ocurrió a IBM hace no mucho. Pero, mientras llega ese momento, la desmesurada concentración de poder --político, económico, mediático, cultural e ideológico, además de informático-- en Microsoft podría tener consecuencias desastrosas para mucha gente. Sería preferible prevenirlo. Por eso el fallo judicial del viernes es un dato tranquilizador: los logotipos de Windows y de Internet Explorer son ya demasiado omnímodos y poderosos, y las ventanas empiezan a parecerse a los ojos del Gran Hermano.

2.11.99

Ecumenismo


Ahora nos vienen ustedes, teólogos luteranos y teólogos católicos, con que siempre sí podrán sentarse a la misma mesa a brindar por el año 2000, con una reunificación hipotética entre el Paraíso del Norte y el Paraíso del Sur y con una homologación de trámites para el visado a tal comarca: resulta que San Pablo le ha ganado la polémica a Santiago y que basta con la fe y la gracia divina para ser salvos, que la venta masiva de indulgencias y bulas es una mera “tradición secular” y no un asunto de Estado.

Ahora nos salen con que Martín Lutero ųese primer ayatola del cristianismoų se habría podido ahorrar todos los manifiestos que pegoteó en las puertas de las iglesias góticas de su hábitat. Ahora el papa Wojtyla ųese otro ayatola del cristianismoų se relame de gusto en la Plaza de San Pedro y celebra la Declaración Conjunta de la Gracia Divina, firmada el domingo en Augsburg por luteranos y romanos, y la llama “una señal de esperanza para Europa”. A lo que puede verse, el Pontífice está tan gaga que 1) Confunde el planeta con el viejo continente (como si por culpa de la rivalidad entre protestantes y católicos no hubiese corrido sangre, también, en puntos tan distantes a Cracovia como Villahermosa y Pernambuco, entre muchos otros), y 2) Le atribuye a esa sanación de heridas históricas una trascendencia en el contexto contemporáneo. Allá él: frente al Tratado de Maastricht, la Declaración de Augsburg no tiene ninguna importancia. Las casas reales europeas investidas de poder se llaman hoy, socialdemócratas y democristianos, no habsburgos o capetos.

Esta celebración del encuentro ecuménico es un tanto ofensiva, porque la rivalidad entre los seguidores de la gracia divina y los partidarios de los buenos actos no sólo floreció en la literatura y en la pintura. “Por no comer la carne sodomita/ de estos malditos miembros luteranos,/ se morirán de hambre los gusanos/ que aborrecen vianda tan maldita”, versificaba, implacable, Quevedo, mientras Van Dyck y Velázquez pintaban las grandes batallas en las que España dilapidó el oro y la plata de América, Alemania resultó arrasada y Francia quedó, a la postre, y gracias al talento malévolo de Richelieu, como la potencia emergente. Las necedades teológicas de unos y otros fueron pretexto para una de las más grandes masacres sin bando bueno de la historia, en la que centenares de miles de personas se fueron al otro mundo sin saber, a ciencia cierta, si serían aceptados allí: en los campos de batalla y en el destazadero de San Bartolomé no había mucho margen para pensar si se tenía la gracia divina o para repasar las buenas obras, si la fe había sido robusta en suficiencia o si se tenía actualizado el estado de cuenta de las indulgencias.

Hoy es el Día de los Fieles Difuntos. Ahora ustedes, teólogos y clérigos de uno y otro bando, harían mejor en pedir perdón silencioso en nombre de sus antecesores a todas esas víctimas. No nos vengan, después de todos estos siglos y después de todos estos cadáveres, con que el asunto no tenía importancia. Tendrían que abstenerse de recordar aquella idiotez sangrienta. Mejor harían en guardar silencio. *

26.10.99

Duermen


Habría que hablar de esto en voz baja y con frases muy cortas. No vaya a ser que uno de esos niños despierte de su sueño envenenado. Que despierte y se entere del descuido y el desdén que le inspira al mundo. Que se vaya enterando de su propia tragedia. Que sepa que un episodio así no ocurre jamás en los barrios residenciales ni en las escuelas de paga de estas comarcas. Que seguimos usando el Parathión entre los insumos agrícolas. Y que ese somnífero eterno se pasea, de vez en cuando, por los envases donde se prepara la leche de la caridad oficial, sucedáneo barato a las políticas de desarrollo, empleo e integración que han sido borradas, por populistas, hasta del horizonte utópico.

En Taucamarca hay 24 niños dormidos que no van a despertar nunca. En Lima hay un revuelo y un escándalo. Se buscan culpables inmediatos y prácticos para el linchamiento de la opinión pública. La policía encontrará un operario descuidado, un sicópata suelto o un contratista inescrupuloso para echarlo a la cárcel.

Pero estos descuidos, o actos criminales, o prácticas corruptas, no ocurren nunca en Miraflores ni en el Barrio Alto ni en el Pedregal de San Ángel. Nadie ha oído nunca que en los liceos y colegios de doscientos dólares mensuales les proporcionen a los niños leche con Parathión o con mierda. Esas mezclas tóxicas y mortales aparecen siempre en los repartos de ayuda caritativa a los damnificados de una catástrofe permanente y cuidadosamente planificada.

Con el tiempo, estos niños dormidos se volverán moléculas primarias, un recuerdo deslavado y una muesca mínima en la pirámide demográfica de Taucamarca. El gobierno peruano, y sus congéneres de América Latina, seguirán comprando leche para distribuir entre los pobres. Es mucho más barato que crear empleos para los padres. (Es más eficiente y rentable que preservar a la población de un huracán económico que, como lo sabe cualquiera que haya cursado una maestría en Harvard, resulta inevitable y hasta deseable.) De cuando en cuando, nos llegarán noticias de nuevos accidentes, de niños intoxicados, ahogados en lodo, contaminados con plomo y arsénico, lanzados a las redes de explotación de la mendicidad industrial, incorporados al sexoservicio, vendidos a parejas estériles de Holanda y Suecia, integrados de esas maneras a la economía mundial y al libre comercio.

Y sentiremos tristeza, y hallaremos alivio en la resignación cristiana o hayekiana, o nos volveremos pragmáticos y nos diremos que, a fin de cuentas, la leche con Parathión es un gran invento, habida cuenta de lo difícil que resulta dormir a un niño.


19.10.99

Agua y barrotes


En1629 la Ciudad de México vivió la inundación más grave de su historia. Las crónicas de la época consignan que, entre otras muchas edificaciones, se anegó el Palacio de la Inquisición, en cuyos sótanos se encontraba prisionera --desde 40 años antes-- Juana de Carbajal. Ninguna fuente lo dice en forma explícita, pero se infiere que esta mujer, cuyo único delito era provenir de una familia de judaizantes, pasó varios días o varias semanas con el agua a la cintura, si no es que al cuello. Ese mismo año, y ya seca, fue quemada en la Plaza del Volador. Juana llegó a la tierra para vivir entre el acoso del agua y el abrazo del fuego, y de éste sus cenizas pasaron al aire. La concatenación de elementos no basta, por supuesto, para endulzar una atrocidad que seguirá resonando en la historia a pesar de los siglos transcurridos.

Esto me viene a la memoria con las imágenes de los presos del penal de Villahermosa, quienes llevan en remojo ya más de ocho días, porque el fin de semana antepasado las aguas del río Carrizal inundaron la prisión, desde entonces se niegan a abandonarla y mantienen a los reclusos sumergidos de la cintura para abajo. Lo extraño no es que los reos se hayan amotinado en tres ocasiones desde entonces, sino que a nadie se le ocurra sacarlos de ahí o, en su defecto, achicar el agua.

Puede parecer estrafalaria la preocupación por la suerte de unos delincuentes empapados en momentos en que numerosas comunidades formadas por ciudadanos honestos sobreviven a la intemperie, al hambre, a la sed, al acecho de las epidemias, al agua sucia omnipresente y a la amarga perspectiva de un futuro inmediato sin casa, sin animales, sin cosecha, sin muebles o sin los parientes inmediatos que fueron devorados por el lodo.

En circunstancias de emergencia como la actual, es lógico que haya prioridades para el auxilio a la población y que se deje para el final el rescate de unos criminales puestos a macerar por una catástrofe de la que nadie tuvo la culpa. La idea misma de un operativo de traslado masivo de los reclusos a sitios menos húmedos plantea difíciles problemas de logística y seguridad en situaciones normales, y tanto más en la presente. Así, con estos despojos de la sociedad que no le importan más que a sus familiares no queda más remedio que dispararles, así sea con balas de sal, cada vez que se sublevan y a esperar que las aguas se vayan por donde vinieron antes que los reos terminen de morirse de pulmonía, de infecciones, de sueño, de hambre y sed o de pura exasperación.

Curiosa manera, ésta, de inculcar la piedad entre quienes han carecido de ella, de fomentar la responsabilidad social entre quienes la ignoran y la quebrantan, de negar una oportunidad de vivir a quienes fueron orillados a la delincuencia por la falta de oportunidades laborales, sociales y afectivas.

Es del conocimiento popular que la inmersión prolongada reblandece los músculos y la voluntad. Pero si esos presos de Tabasco siguen sumergidos en su propia sopa de delincuentes sin nombre, ello será expresión de un endurecimiento social trágico y temible, y después de su agonía o de su muerte no habrá toalla capaz de secarnos la conciencia. *

12.10.99

Actos humanitarios


Informes procedentes de Londres aseguran que el general Augusto Pinochet ha sufrido en semanas recientes “pequeños infartos cerebrales” que se manifiestan en la pérdida del equilibrio y de la memoria de corto plazo y en un carácter menos tolerante. Eso dijo el médico inglés que atiende al ex dictador, pero un amigo muy querido me dijo, desde Santiago de Chile, que el problema de Pinochet es un dolor en la próstata. Sea cual sea la naturaleza de los males que lo aquejan, diversas voces en el mundo (Frei, Menem, Castro, Thatcher, el Papa) han pedido, en público si son cínicos, o en secreto si son hipócritas, que se cancele el proceso legal y que el tirano sea devuelto a su país, ya sea en consideración a su decrepitud (“motivos humanitarios”) o en atención a una muy hipotética soberanía judicial chilena que, en los nueve años transcurridos desde que Pinochet dejó el poder, no ha sido capaz ni de citarlo a declarar.

Una acción humanitaria internacional sería, por ejemplo, la abolición de la pena capital en todos los países en los que está vigente; una acción en defensa de las soberanías sería ejercer presiones efectivas para que Israel deje en paz a los palestinos, Marruecos, a los saharauis, Turquía, a los chipriotas, y Rusia, a los chechenos. Soltar a Pinochet porque se marea o porque le duele la próstata no sería humanitario, sino ilegal. Si fuera el caso, que le revisen y curen ésa y otras glándulas, y que siga su juicio.

Razones humanitarias abundantes habría, por ejemplo, para la condonación de la deuda de los países pobres por parte de las naciones industrializadas y los organismos financieros internacionales, en el entendido de que los fondos hasta ahora destinados al servicio de las obligaciones externas se canalizaran, en cambio, a la construcción de escuelas, viviendas y hospitales, y no, como les encanta a nuestros gobernantes, a rescatar de la quiebra empresas ineficientes y depredadoras. Insistir en la impunidad para uno de los más grandes criminales de este siglo no es humanitario, sino inmoral.

Humanitario sería, por ejemplo, el establecimiento de mecanismos de control para impedir que las cañadas y pendientes de Puebla, Veracruz, Hidalgo, Chiapas y Oaxaca --y todas las otras trampas mortales del territorio latinoamericano cuya urbanización y población es componente fundamental de una mano de obra barata y competitiva-- sean nuevamente vendidas y habitadas, a modo de impedir que, en la próxima temporada de lluvias, los pobladores de esas áreas se conviertan en cadáveres llenos de lodo o, en el mejor de los casos, en náufragos dolientes y empapados. Así se defendería, adicionalmente, la soberanía económica y humana de estos países de los caprichos del mercado internacional.

Un gesto humanitario sería que Margaret Thatcher buscara a los familiares de Bobby Sands y les pidiera perdón por no haber movido un dedo para evitar su muerte. El que la dama de hierro salga de su frasco de formol para abogar por Pinochet no es señal de espíritu humanitario, sino prueba de su hermandad ideológica y sicológica con el genocida chileno.

Una actitud humanitaria sería que el gobierno de Fidel Castro dejara de inculcar entre los niños cubanos --con el pretexto de homenajear al Che Guevara-- el culto a la inmolación y la obsesión por el sacrificio que caracterizaban al guerrillero argentino, y que les enseñara, en cambio, una ética de defensa y preservación de la vida. En sus tiempos de internacionalista, Castro no reparaba en las soberanías, pero ahora las invoca para criticar el proceso legal contra Pinochet. Esa mudanza puede ser una expresión de extremo pragmatismo político o bien un síntoma de Alzheimer --punto en el que emparentaría con los mareos del general o con su dolor de próstata--, pero no una muestra de congruencia moral.

Finalmente, sería un gesto humanitario que el gobierno chileno se abstuviera de invocar el dolor de próstata de Pinochet --cuántos chilenos, durante la tiranía, habrán sufrido un padecimiento semejante mientras esperaban la siguiente sesión de tortura, o el asesinato, sin que nadie se compadeciera de ellos--, cediera un poquito de su soberanía (mucho menos de la que se ha cedido en el ámbito económico) y se resignara a regalarle al mundo al ex dictador, como una aportación inapreciable para permitir un precedente y un escarmiento legal que la humanidad necesita con urgencia y en calidad de compensación por todo el horror que Augusto Pinochet Ugarte introdujo en nuestras vidas durante casi veinte años.

5.10.99

Un timorazo en el Sáhara


A principios de septiembre las cosas parecían marchar bien para los hijos del desierto. En uno de sus primeros actos de gobierno, el sucesor de Hassán, Mohamed VI, había nombrado una comisión plural para analizar los asuntos del Sáhara Occidental, en lo que se interpretó como un posible abandono de la política de puño de hierro sostenida hasta entonces por Rabat ante lo que Marruecos llama sus “provincias del sur” --y que el resto del mundo reconoce como la República Árabe Saharaui Democrática (RASD)--, ocupadas desde 1975 cuando las tropas coloniales españolas abandonaron la región. El referéndum en el cual los saharauis decidirán si son tales o si son marroquíes, postergado en innumerables ocasiones, había quedado fijado, en definitiva, para julio del año entrante. El Frente Polisario, representante incuestionado de los hijos del desierto, preparaba una propuesta de Constitución para el país liberado. Se veía la luz al final del túnel de la ocupación marroquí, y parecían ir quedando atrás los bombardeos con bombas de fósforo contra la población civil, las desapariciones y los asesinatos de independentistas, el oprobio de la ocupación. Lo de menos, en esas circunstancias, era que el gobierno de Marruecos persistiera en sus intentos por adulterar el padrón de votantes para el referéndum con la inclusión en las listas de miles y miles de colonos marroquíes.

El 10 de septiembre, en la ocupada El Aaiún, numerosos estudiantes, desempleados y jubilados saharauis iniciaron un plantón de protesta pacífica contra los invasores. Nueve días más tarde los trabajadores de las minas de fosfatos se les unieron. En la madrugada del 22, elementos de la Policía Judicial, la Gendarmería Real, las Compañías Móviles de Intervención y del Departamento de Seguridad Territorial iniciaron una violenta represión contra los manifestantes, con un saldo de dos muertos, más de cuarenta heridos --a los cuales les fue negada la atención médica en los hospitales-- y dos decenas de desaparecidos. Todo ello, en las narices de los observadores de la ONU (MINURSO).

En días posteriores (27, 28 y 29 de septiembre) grupos de colonos marroquíes, con el respaldo evidente de su gobierno, saquearon e incendiaron casas y comercios de saharauis y secuestraron al estudiante Ahmedou Ely Salem Sidi. La violencia de los invasores se ha abatido sobre El Aaiún, capital ocupada de la RASD.

Dos hipótesis: el siniestro policía Dris Basri, hombre de confianza de Hassán, y por décadas hombre fuerte en los territorios ocupados, se ha sentido amenazado por las nuevas políticas de Mohamed VI y ha decidido torpedear por su cuenta los preparativos para el referéndum de julio del 2000, o bien la tendencia moderada del nuevo rey marroquí es una simulación orientada a ganar tiempo, a tomarle el pelo a la comunidad internacional, a dorarle la píldora a la ONU (que es habilísima en comulgar con ruedas de molino) y a impedir, a fin de cuentas, la independencia de los saharauis. Sea como fuere, éstos no van a dejarse escamotear su derecho a tener una patria. El único camino para impedírselos es, entonces, masacrarlos en forma semejante a como los militares indonesios masacraron a los timoreses hace un par de semanas.

Entre los dos pueblos --timoreses y saharauis-- hay grandes paralelismos. Ambos fueron víctimas de potencias vecinas (Indonesia y Marruecos) que aprovecharon el hueco de la descolonización súbita e irresponsable (Portugal, en el caso asiático; España, en el africano) para anexarse territorios y pueblos con vocación de países independientes. Tanto Timor como la RASD han padecido una represión implacable desde 1975, y ambos han mantenido, pese a todo, su determinación de soberanía. Cuando las autoridades de Yakarta vieron perdida su colonia, tras el abrumador triunfo de los independentistas timoreses en el referéndum de agosto, perpetraron un genocidio desesperado y mezquino que, de todos modos, no habría podido evitar la liberación timoresa. Ahora estamos ante la posibilidad amarga de que Marruecos, con base en esa experiencia ajena, procure no llegar al plebiscito. Queda la duda de si la comunidad internacional volverá a permitir una matanza de inocentes a plena luz del día.

28.9.99

La deuda externa


Este fin de semana el gobierno de Ecuador nos dio la sorpresa de declarar una moratoria de sus pagos de deuda externa. No fue una decisión fundamentada y serena, sino una salida desesperada, forzada por la imposibilidad, asumida a regañadientes y en medio de disculpas de Estado. No fue el equivalente de un discurso solemne, sino un sonoro gas incontenido en medio de un banquete oficial: una vergüenza. Si el intestino económico ecuatoriano tuviera las dimensiones del de México o del de Brasil, habría sido, además, una catástrofe.

El presidente Mahuad tal vez habría podido ahorrarse el bochorno si se hubiera dado cuenta a tiempo de la lógica según la cual la deuda, en sus términos actuales, es impagable. Qué lástima: hace más de quince años que sabemos, sin margen posible de duda, que la deuda externa de los países de América Latina es impagable e incobrable. Los teólogos neoliberales nos enseñaron, además, que es imprescriptible, progresiva y eterna. Entre los gobiernos de estas naciones y sus acreedores se ha establecido el pacto cínico de no saldar nunca el principal, a condición de que los intereses sean cubiertos puntualmente. De esta manera, nos hemos resignado a pagar una renta por el simple hecho de existir y de ser descendientes de los ministros de Hacienda que formalizaron los primeros empréstitos hace diez o veinte o treinta o cien años, y connacionales --o súbditos-- de los funcionarios que, día con día, semana con semana, año tras año, renuevan puntualmente las obligaciones y los instrumentos de nuestra cadena perpetua.

Ninguno de los regímenes democráticos de este subcontinente le ha preguntado a la gente si desea seguir participando en la lógica del endeudamiento externo y cargar sobre sus espaldas unas obligaciones nacionales que, individualizadas, representan algo así como mil dólares por cabeza: tres, seis o doce meses de trabajo, según las variaciones nacionales del ingreso per cápita.

Nuestros gobernantes asumen que todos los habitantes de esta porción del mundo disfrutamos el estilo de vida del tarjetahabiente compulsivo. Podrían llevarse alguna sorpresa, y descubrir que una que otra viejita de miscelánea preferiría --si le preguntaran-- vivir al día, pero sin deudas.

El hecho es que nadie le ha preguntado nada a nadie y las viejitas de miscelánea, los bebés con cólico, las abogadas, los periodistas y los barrenderos --entre otros-- llevamos a nuestras espaldas la renta de una suma primigenia, siempre y puntualmente renovada, renegociada y ampliada. Quien te diga que ha logrado reducciones sustanciales del monto te está presentando un malabarismo aritmético muy cercano a la mentira.

Pagar la deuda externa --saldarla, cubrirla, devolver lo prestado sin contratar créditos adicionales-- es, al parecer, un disparate irrealizable digno sólo del extinto Ceaucescu, que tendría consecuencias catastróficas para la población. Eso dicen. Negarse a pagar es una propuesta que suena --después de tantas toneladas de propaganda a favor del “realismo económico”-- obsoleta, incendiaria y quimérica. Entonces no hay más remedio que pagar, puntualmente y hasta con entusiasmo, a la espera de que el crecimiento económico algún día le gane la partida al incremento de la deuda, hasta convertirla en una porción realmente despreciable del PIB, y rogándole a Dios que los intereses no suban en forma brusca. El único problema con esa perspectiva es que resulta demasiado frágil y sujeta a la Ley de Murphy --lo que pueda fallar, fallará-- y que tarde o temprano (si les va mal a los bolsistas de Tokio, si les va demasiado bien a los agricultores estadunidenses, si le da herpes a un ignoto mafioso ruso o a un banquero de Bahrein) cada uno de estos países estaremos en la situación de Ecuador.

14.9.99

La Patria


Curiosa palabra esa que parece un padre dicho en femenino, un parto convertido en suelo (piso asfaltado, tierra a flor de tierra o cubierta de humus fértil y llena de microbios). Es un término que evoca un mapa lleno de instituciones, banderas, cervecerías, panteones, casetas de peaje, hospitales y, sobre todo, casas y calles: un territorio para convivir con odontólogos, maestras, curas y delincuentes, funcionarios y arquitectas, niñas que se llaman Lupe o Melissa o Clara, niños bien y niños de la calle, niños genio y niños Down, señoras burguesas clavadas en los años cincuenta (sólo el modelo del automóvil las ancla en el presente), sobrevivientes de las crisis con la ropa hecha garras y santos patronos de sí mismos.

Es una palabra que hace pensar en un pedazo de mundo donde se aglomeran las fábricas, los museos, los restaurantes, los desiertos y los postes de luz vestidos o desnudos de propaganda, esquinas de los primeros noviazgos, tiendas paradisíacas y prohibitivas, callejones de los asaltos, campos que no caben en la memoria de nadie.

La Patria siempre es el mejor de los mundos posibles. Incluso cuando no existe, como les ha pasado a los palestinos, el simple deseo y plan de una Patria es mejor que nada. Aunque no esté asociada a un territorio, como ocurre entre los gitanos, para quienes la Patria es una familia en movimiento, tan indispensable e irrenunciable como la comida y el aire. Por más que se encuentre en crisis económica, azotada por la delincuencia y los fraudes, contaminada y endeudada, incluso en guerra, hasta cuando acaba de ser arrasada por las bombas o se ha reducido a un recuerdo doloroso de exilio, la Patria es una referencia necesaria para encauzar la vida de casi toda la gente.

Cada día es menos suave; impecable y diamantina no lo es casi nunca, salvo en la imagen que guardamos de ella en el corazón y que sale en torrentes antiguos por la garganta de un poeta difunto y entrañable.

En muchas circunstancias amargas se convocó a fallecer en nombre de la Patria. Aquellos sacrificios tal vez eran necesarios para construir el mundo agridulce que hoy padecemos y disfrutamos. Tal vez no. Acaso se habrían logrado países semejantes a las que hoy tenemos sin tanta matazón. En todo caso, en las postrimerías del siglo parece claro que ninguna Patria debiera ser el cementerio prematuro de sus hijos e hijas, sino una máquina para vivir, un pulmón que le ayude a nuestros pulmones, una muleta para sobrellevar la angustia, red para no morir en las caídas del alma, del páncreas o del bolsillo: una aglomeración más o menos coherente de gente y piedras, nubes y bancos, animales y autopistas, follaje y mar, en el que cada quien tenga su sitio, y que le dure, de preferencia, toda su vida.

7.9.99

Haz algo, ONU


Timor es la gran oportunidad para que redimas tu nombre, institución obesa con la boca llena de buenos principios, grumo de impotencias, hermana de la caridad al mando de cazabombarderos, esperanza de los humanos, aparador de cristal y aire frío a orillas del Hudson, el mejor de los mundos posibles, abreviatura hueca, membrete lleno de sentido, sigla del siglo.

Has vivido buena parte de tu vida de media centuria pegada al equilibrio paralizante de las superpotencias; has sido rehén de tus poderes máximos; has convertido en burocracia frívola gestos y gestas diplomáticos que habrían podido humanizar el mundo si no hubieran tenido que pasar por tus intestinos lentos; te has quedado a la zaga del pulso planetario; ante numerosos crímenes de Estado has permanecido como testigo amordazado y amarrado a un sillón ejecutivo.

Cuando la balanza de los hongos atómicos empezó a inclinarse a uno de sus polos, a comienzos de esta década, te usaron para destruir un país cuya única culpa había sido la de ser sojuzgado por un tirano sádico que, varios años antes de invadir Kuwait, y ante tu indiferencia, roció con gases venenosos a los bebés y a las mujeres y a los abuelos kurdos. Con tu nombre como escudo moral, Europa Occidental y Estados Unidos ųademás de algunos otros gobiernos pequeños y cortesanosų volcaron casi todo el poder de guerra del mundo sobre los pobres iraquíes; los han estado matando de hambre desde entonces; para colmo, Saddam Hussein sigue siendo el propietario, tan sangriento y acaudalado como siempre, del país.

Aunque no sirvió para lo que habría tenido que servir (resolver los problemas de la región, generar una legalidad internacional sustentable) la fórmula sentó precedente. Este año los mismos protagonistas del 91 emprendieron un operativo de demolición semejante, esta vez contra Serbia. Mismo resultado: un país destruido y un gobernante criminal que sigue en el cargo. Sólo que en esta última ocasión tu nombre no fue ni siquiera necesario.

Frente a esas incursiones desastrosas, tú has sido incapaz, durante muchas décadas, de defender del ejército israelí a los palestinos, de los militares turcos a los grecochipriotas, a los saharauis del desierto de los soldados de Hassán ųmuerto hace unas semanas, para bien de todos y hasta de sí mismoų y, por supuesto, a los timoreses de los delirios indonesios de archipiélago imperial. En Centroamérica y en Angola prestaste tus buenos oficios para unos procesos que significaron, sí, el fin de la guerra, pero no necesariamente el principio de la paz.

Ahora, en el Pacífico del Sur, te encuentras ante un divorcio evidente entre la fuerza y la razón. Los timoreses, invadidos y masacrados por Suharto, han logrado por fin expresar su certidumbre de independencia. No hay una brizna de duda posible sobre la legitimidad, la legalidad y la contundencia de ese deseo. Tú misma contribuiste a la realización del referéndum. Tú tienes la certeza inequívoca de que su resultado es indiscutible.

Pero en los días recientes los matones a sueldo del ejército indonesio, los que no tienen otro modus vivendi que reprimir independentistas, ni más instrumentos de trabajo que machetes y fusiles de asalto, tratan de revertir la consecuencia inevitable del plebiscito por la vía del homicidio en masa. Aquí, querida y detestada ONU, tienes la gran oportunidad de enmendar tu prestigio y de dar un mentís a tu fama de hipócrita y de torpe. En Timor no hay ambigüedad posible; no tienes pretexto válido para perder el tiempo consultando con tus tripas diplomáticas, no tienes coartada para la lamentación y la deploración de la sangre derramada: debes actuar, y rápido. Cuentas con todos los argumentos morales, políticos y legales para conminar a la superpotencia y a sus potencias asociadas a constituir una fuerza de paz que garantice a los timoreses su derecho a la nación y a la vida antes que se vean obligados a echar mano de la consigna terrible e inútil de patria o muerte; inútil, digo, porque a los muertos ųde Timor o de cualquier otro paísų la patria no les sirve un carajo.

31.8.99

Cenizas con sentido


El ADN permite encontrar nombres y rostros en medio de la confusión de la muerte. Las dictaduras hacen lo posible por borrar a sus víctimas hasta más allá de la vida, pero a menos que las incineren a altas temperaturas, queda un vestigio discreto, solitario y persistente que impregna la tierra de los cementerios clandestinos. Ahora los forenses recogerán esos documentos de identidad para recomponer los nombres de los desaparecidos a los que la dictadura chilena sumió tantos años en el anonimato.

Es un procedimiento justiciero, pero sus implicaciones son más hondas --si cabe-- que la reconstrucción histórica y que las tumbas hoy hurgadas para la obtención de identificaciones microscópicas. Los miles de millones de marcadores inequívocos que vinculan un cuerpo con una historia personal servirán, además, para darle a los que se quedaron la más dolorosa y la más anhelada de las certezas.

No importan las circunstancias: pierdes un ser querido en el acontecer político de tu país, tu continente o tu barrio; en la ofensiva de la delincuencia, en los desastres naturales o mecánicos, o en el simple desgaste cronológico de las células. Un día despiertas y te encuentras con que un hijo, marido, abuela, ancestro remoto, han desaparecido sin dejar más rastro que el de tus recuerdos de doliente. Unas décadas después de ese mal sueño, te entregan un inventario óseo y un pedazo de tela sobreviviente; te imponen, así, la tarea imposible de cotejar esos restos con el afecto que permanece vivo en tu memoria y se refrenda tu condena a la incertidumbre. Entre los huesos que recibes y tu imagen de la persona ausente hay un territorio de ambigüedad y de absurdo.

De unos años para acá la ciencia y la tecnología nos han dotado de un puente entre los afectos enlutados y sus correspondientes vestigios físicos. No es mucho. Ese puñado de mitocondrias no alcanza a llenar el hueco atroz en tus querencias; simplemente da certeza a las identidades y sentido a las cenizas.

Quevedo lo intuía, Karin: el ADN es la parte del polvo que permanece enamorada (de sus deudos, de su antiguo rostro); es la semilla de la materia viva y es, además, el equivalente molecular de los afectos perdurables: todo se transforma en la vida, menos la herida agridulce de la memoria; todo se transforma en la muerte, menos la cadena de proteínas que preserva la herencia. El muerto o la muerta no están allí, pero el ADN mantiene intacto el programa de su existencia. Eran gordos o flacos, tenían los ojos claros u oscuros, les gustaba el orden o preferían el desmadre, y llevaban programado el surgimiento de un lunar en la frente.

Por fortuna, la comparación de las secuencias genéticas es un método que no entiende de discriminación por motivos de raza, sexo, edad, religión, ideología. Lo mismo sirve para rebautizar una osamenta precaria con el nombre del último Zar de Rusia que para localizar restos de revolucionarios en sitios más cálidos que Siberia o para descubrir que todos los islandeses vivos son ramificaciones de unos cuantos árboles genealógicos plantados por vikingos fallecidos.

“Te recordaremos siempre” es un consuelo pequeño ante la inmensidad de la muerte. Pero ahora sabemos que los muertos se dicen a sí mismos: “Me recordaré siempre”. Y cumplen su promesa y nos dicen su nombre.

24.8.99

Un día de paz


El océano del correo electrónico es navegado, con frecuencia creciente, por mensajes adentro de una botella que proponen esfuerzos mentales colectivos a favor de la paz. La cantidad de envases flotantes con semejante contenido hace pensar en la buena voluntad de los humanos y en la cada vez más extendida convicción de la convivencia pacífica, pero también en puertos con aguas llenas de basura: conforme se multiplican, los llamados a la bondad se convierten en algo parecido a los folletos de pizzas a domicilio que unas manos anónimas y odiosas deslizan sin sosiego bajo tu puerta.

En los tiempos modernos nadie --salvo cuatro neonazis que se refocilan en su completo aislamiento moral-- admite su afiliación convencida en el bando de la guerra, ni argumenta que esa actividad humana posea valores intrínsecos. Hoy, quienes hacen la guerra se justifican en nombre de la paz que viene; los ministerios de Guerra han sido rebautizados --“de Defensa”, por favor-- y las fuerzas armadas de todos los países son depositarias, en público, de reconocimientos y exaltaciones que compensan el rechazo implícito del resto de la ciudadanía. Por eso los exhortos a la paz que transitan las arterias del correo electrónico mundial han perdido valor e importancia y son vistos como simple contaminación digital: en estos días hasta Milosevic y Clinton podrían suscribirlos.

Ayer recibí uno que propone llevar a cabo, el primero de enero del 2000 un alto del fuego universal: “Que durante 24 horas ningún arma sea disparada en la Tierra incluso en la televisión” (sic de amplia cobertura). Esto generaría un “silencio dorado” y “un pensamiento en oleada, cuanta más gente haga suyo este deseo más posibilidades hay de que se haga realidad” (otro sic multifuncional).

Sí, no estaría mal ese día sin tiros, esa suerte de “hoy no circula” para las armas de fuego y sus representaciones electrónicas en los medios, pero no parece fácil que los 14 bandos en pugna en África Central --entre otros-- se pongan de acuerdo con los guerrilleros independentistas de Timor y éstos, a su vez, con los narcotraficantes de Ciudad Juárez, con los paramilitares y guerrilleros colombianos y con las patrullas de venganza albano-kosovenses, y que todos ellos rechacen, al unísono, aparecer en las transmisiones de la CNN, Canal MAS y Televisa. No estaría mal, pero parece más simple y practicable, si es que la tarea tiene algo de simple, que cada quien afronte el Kosovo, el Chiapas, el Ruanda, el Belfast o el Magdalena que le quede más cercano, y mueva un dedo en la dirección que pueda, o quiera, para resolverlo.

Finalmente, me impresiona la sencillez con que se da por cierta, en esta clase de mensajes, la supuesta condición generadora de violencia de los medios. Ahora, para ahorrarse el análisis, todo el mundo le echa la culpa de las masacres escolares de Estados Unidos a Quentin Tarantino y a los noticieros de NBC, y se pregona que la mejor manera de resolver un problema es evitar que se le mencione en la pantalla chica.

17.8.99

Tulyehualco


En nuestra advocación de muchedumbre, los humanos somos capaces de emprender gestas heróicas y de cometer atrocidades. No hay que hurgar muy lejos ni muy atrás para presenciarlas: a 40 minutos del Zócalo capitalino, un hombre es acusado de ladrón, tundido, martirizado, atado a un palo y exhibido, como animal, en el quiosco del pueblo, ante una multitud que porfía en ponerle fuera de la piel los frágiles mecanismos que lleva dentro de ella, mientras los medios nos presentan, a todo color, el espectáculo público de un sacrificio que por poco y se consuma.

A lo largo de diez horas, de seis de la mañana a tres de la tarde del sábado 14, la comunidad de Santiago Tulyehualco, que se vigila a sí misma por desconfianza a la policía, convirtió a Alejandro Osorno Palma en el culpable de todas las agresiones delictivas sufridas por la gente de la demarcación en meses recientes. Los justicieros más convencidos proponían rociarlo con gasolina y prenderle fuego. Otros pedían que fuera desatado para golpearlo hasta que muriera. Le mentaron la madre al cura que quiso darle un poco de agua. Los funcionarios que acudieron al sitio para suspender el linchamiento y encauzarlo hacia un acto de justicia fueron agredidos y zarandeados: la cólera del pueblo. Y al final, las acusaciones múltiples por robo y allanamiento se desvanecieron. Sospechas, rumores, historias contadas, nada más.

Estas historias ųque ocurren con frecuencia creciente en Morelos, Hidalgo, el estado de México, el Distrito Federalų casi siempre tienen una génesis complicada, además de frustrante para los que quisieran encontrar culpables inequívocos en cosa de media hora. La rabia salvaje de la turba, diluida hasta grados homeopáticos entre numerosos individuos, tiene razones de fondo y de peso: son muchas las exasperaciones, las impotencias y los agravios que han de sedimentarse en el corazón de cada uno para generar una capacidad de venganza tan resuelta, nítida e infundada como la que tuvo lugar en la plaza de Santiago Tulyehualco entre seis de la mañana y tres de la tarde del sábado 14.

Las delincuencias, que no dudan en ejecutar a integrantes del Estado Mayor Presidencial a tres cuadras de su cuartel o de balacear al escoltado fiscal antidrogas, tienen en la población anónima a las más inermes de las víctimas, y a estas alturas todos querríamos tener a nuestro alcance a un ratero, un violador o un asesino para patearlo hasta que sangre.

Ante la impunidad y la ineficiencia vamos camino a convertirnos en una sociedad de verdugos ocasionales. Llegado el momento, sus componentes más ilustrados invocarán, en nombre de todos, la lógica implacable de Fuenteovejuna, no para justificar la rebelión ante un poder abusivo sino para legitimar el tormento de cualquier pobre hombre con facha de carterista.

10.8.99

Despedida


Mañana, miércoles 11 de agosto de 1999, día del último eclipse solar del siglo, se acabará el mundo. Esta certeza admite las interpretaciones más diversas, desde la de inspiración barroca con ángeles de la anunciación que sacan a los muertos de sus tumbas a punta de trompetazos para que se inscriban en las listas del Juicio Final (a ver si los ultras no sabotean el trámite) hasta la hermenéutica de Nostradamus según Paco Rabanne, una de cuyas lecturas indica que la estación espacial Mir, exhausta de tanto trajín alrededor del planeta, se precipitará sobre París, de preferencia en Nôtre Dame: de esta forma el impacto quedaría al alcance de los turistas, el blanco haría juego con el apellido del profeta y el gótico gótico de la iglesia armonizaría con el gótico extraplanetario del cacharro orbital que, por cierto, es casi tan antiguo como el templo, aunque no esté tan bien conservado como éste.

Otra glosa posible del oráculo plantea que la fecha no implica el final propiamente dicho del planeta, sino que es simplemente el inicio de una época incierta y tenebrosa, sellada por cataclismos naturales y grandes marasmos sociales de ésos que, hoy por hoy, no existen, o sea: hambrunas, guerras, desintegración de países constituidos, epidemias, miseria creciente y cultos raros que construyen a Dios con la nariz de Abraxas, la barriga de Buda y el empeine de Tezcatlipoca. Quienes le apuestan a este escenario no piensan tanto en la purificación espiritual adecuada para recibir el Apocalipsis; prefieren apercibirse de latas de atún, agua embotellada, rollos de papel de baño, monedas de oro y cartuchos de escopeta, todo en cantidades que garanticen el abasto desde el miércoles próximo --mañana-- hasta que sus nietos crezcan y asomen la cabeza fuera del sótano para ver si ya pasó la emergencia.

En el espíritu de tolerancia, fusión y sincretismo que caracteriza nuestra época, algunos egresados de Harvard y Yale, con doctorado en astrología financiera, llaman a la calma y explican que el mundo no se destruirá sino que será desincorporado, con el propósito de aligerar los costos fiscales del universo, elevar la productividad y dejar atrás el populismo; la operación correspondiente --aseguran-- se realizará con plena transparencia y de acuerdo con procedimientos de control apegados a la normatividad galáctica en la materia. Por alguna razón extraña, este planteamiento neoastral tiende a causar más pánico entre la opinión pública que el escueto anuncio milenarista del cataplum final.

La informática zoroastriana introduce una divergencia significativa en cuanto a las fechas: el fin del mundo ocurrirá, sostiene, pero no mañana sino en el primer minuto del primero de enero del 2000. En ese instante los aviones en vuelo se precipitarán a tierra, los trenes chocarán unos contra otros, los misiles atómicos escaparán de sus silos subterráneos, se desbordarán las presas, los instrumentos de los dentistas enloquecerán en la boca de los pacientes, las tarjetas de crédito serán devoradas por los cajeros automáticos y la Secretaría de Hacienda nos volverá a cobrar, de golpe, todos los impuestos que hemos pagado a lo largo del siglo XX. El único consuelo ante este panorama aterrador es que el metro no estará en operación a la hora mencionada, así que puede descartarse el riesgo que una muchedumbre quede atrapada en los vagones.

Frente a escenarios tan sombríos, no faltarán los que planeen tomarle la delantera al Apocalipsis. Es pertinente recordarles que las navajas de afeitar, antes tan socorridas, han caído en total desuso y que los rastrillos desechables no son el instrumento más recomendable para cortarse las venas; la modernidad y la economía informal nos ofrecen, para tal efecto, cutters con mango fosforescente fabricados en China, navajas suizas hechas en Malasia y hasta cuchillos eléctricos que cuentan con un año de garantía, por si una razón de fuerza mayor obliga a posponer el magno acontecimiento; cabe señalar, sin embargo, que estos últimos aparatos resultarán inoperantes en caso de que los prolegómenos del Juicio Final vayan acompañados --como es posible que ocurra-- de cortes en el suministro de energía; ante la deficiente información aportada a este respecto por San Juan, la CFE se deslinda de toda responsabilidad y recomienda, para evitar situaciones frustrantes o humillantes, la adquisición de una planta generadora doméstica.

En general, creo que es una mala idea anticiparse a los hechos. Tengo la intuición de que va a estar buenísimo el espectáculo del fin del mundo y no pienso perdérmelo por nada del ídem. Adiós para siempre.

3.8.99

Otra vez los gitanos


Llegaron a Europa en la edad media, desde el oriente --aún se discute si desde Egipto (egiptanos) o desde India--, embaucadores, salerosos e inofensivos, con la coartada de una maldición ancestral que los reducía a la vida errante: descendían de los herreros que fabricaron los clavos de Cristo. En todos los países en proceso de formación fueron perseguidos desde el inicio. Para muestra, la ley infamante emitida en 1499 en Medina del Campo por los Reyes Católicos que ordenaba a los gitanos dejar de serlo, so pena de azotes y, en caso de reincidencia, mutilación de las orejas y reducción a la esclavitud; el precepto era aplicable a hombres, mujeres, niños y ancianos (Majestades, majestades,/ Doña Isabel, Don Fernando,/ antes de poner la firma/ pensadlo, por Dios, pensadlo, les advirtió un romance de la época, pero la pareja real no hizo caso). Esa disposición sentó las bases para llevar a decenas de miles de gitanos a las galeras reales en el Puerto de Santa María, para que Felipe II se los prestara a los fúcares, quienes los asfixiaron en el fondo de sus minas de azogue y los rostizaron en sus fundiciones (memoria del juez visitador Mateo Alemán) y, más tarde, para prohibir que buscaran refugio en las iglesias. En su obra Persecución, Juan Peña, El Lebrijano, ya en el siglo XX, cantó los episodios más crueles de esa fobia que pasa por los campos de concentración de la Alemania nazi --en donde murieron cientos de miles de gitanos que no figuran en ningún monumento a las víctimas del Holocausto-- y llega hasta nuestros días y que tiene su expresión más cruda en las decenas de miles de gitanos kosovares que escapan, en estos días, a las venganzas equívocas de los albaneses.

Los Estados constituidos, o en vías de constitución, odian a los nómadas porque resulta imposible controlarlos, obligarlos a pagar tributos, perseguirlos por la vía penal, censarlos, inscribirlos en el padrón de votantes, educar a sus hijos o pregonarles los beneficios del seguro social. Además, el orden político contemporáneo, repleto de ONG y promesas de tolerancia, está construido sobre las premisas de la nacionalidad y la ciudadanía, y niega rotundamente un sitio a quienes, por no tener residencia fija, carecen de tales condiciones. Bienvenidos los vagabundos, siempre y cuando se desplacen por KLM, se hospeden en hoteles Sheraton y ostenten su notebook y su tarjeta Visa: la libertad en su significación más primaria --la de movimiento, tránsito, viaje permanente-- es un servicio carísimo y los pobres deben circunscribir su existencia a una ciudad perdida, a un multifamiliar ruinoso o a una reserva territorial.

Por eso, Italia, que acogió con tanta generosidad (y qué bueno) a los kosovares albaneses que huían de la crueldad serbia, antes de, y durante la guerra de la OTAN, dejó de lado su humanismo de excepción. Si a los fugitivos de ayer les ofrecía el estatuto de refugiado político, a estos miles de gitanos que se medio mueren en el Adriático en barcos atestados les depara trato de inmigrantes ilegales.

El vocero de la Alianza Atlántica dice sin inquietarse que, en el Kosovo patrullado por las fuerzas multinacionales, unas 30 personas son asesinadas todos los días. No entran en el balance las casas quemadas, los apaleados, los escarmentados, los humillados. Muy quitado de la pena, el portavoz de la OTAN afirma que”como todo el mundo sabe, los soldados no son precisamente los mejores policía” y apunta que “en los próximos meses” llegarán a la región unos agentes del orden enviados por la ONU para ver si pueden hacer algo. Las víctimas son, en su inmensa mayoría, serbios o gitanos convertidos en blanco de la venganza colectiva. Antes de la guerra, los primeros solían obligar a los segundos a participar en los escalones más bajos --y directos-- de la represión contra los albaneses, y ahora los gitanos, como siempre, tienen que pagar el pato.
 Ahí están, por si alguien las requería, las pruebas de la doble moral de Occidente. El cadáver de un kosovar asesinado por serbios bien vale una campaña masiva de bombardeo aéreo, pero el cuerpo de un serbio o de un gitano ultimados por kosovares sólo justifica un sentido pésame. Ahora, en la visión y en la práctica de la OTAN, los serbios kosovares se han convertido, en unas ratas desprovistas de derechos humanos. Pero incluso en esa condición, hay un Estado que se proclama serbio y que habla en nombre de ellos. Los gitanos no tienen ni siquiera eso. Hoy en día, Europa sigue exterminándolos.

27.7.99

Fin de época


Esta caricatura retrospectiva de Woodstock, celebrada en la localidad imposible de Roma, Nueva York, termina con un vandalismo menor, sin más propósito que ejecutar un berrinche ante el vacío manifiesto: la economía va bien a secas, los escándalos presidenciales agotaron su gasolina hace ya meses, la última aventura militar del imperio no alcanzó rango de gesta ni de genocidio y hasta la drogadicción nacional parece ir a la baja. Es el fin de una época que, a pesar de todo, está encontrando su aterrizaje suave.

En términos formales la era Clinton termina el año entrante, pero para todo efecto práctico su protagonista central ya es un ser del pasado y Estados Unidos se encamina a una disputa por su herencia entre el pragmático George W. Bush y el inteligente, pero inexistente, Al Gore. Si Clinton se empeñó, durante su segundo mandato, en recordarnos que un ex liberal y fumador light de mariguana puede ser implacable, mortífero y cruel, el hijo de su antecesor está resuelto a demostrar que un republicano derechista también cuenta con piedad social. Atrapado entre esas dos referencias mayúsculas, el vicepresidente realiza denodados esfuerzos por formular algo coherente con los restos de la propuesta política de su jefe y, lo más importante, por esbozar una sonrisa.

Clinton representa la culminación de uno de los grandes proyectos transformadores del siglo, por más que este dato haya pasado inadvertido para casi todas las izquierdas del mundo. Como todos los otros, ese proyecto ha terminado por naufragar en las aguas confusas de la realidad. No es un aserto pesimista: el naufragio tiene connotaciones negativas y hasta trágicas pero, si se piensa dos veces, el suceso posee también una veta germinal y auspiciosa porque deja el mar sembrado de cadáveres, escombros y misterios que enriquecen, fecundan y dan historia al sitio de la catástrofe. El pedazo de lecho oceánico en el que yace el Titanic sería deleznable de no ser por los centenares de inocentes que lo sacralizaron con su muerte y fundaron la leyenda; Europa occidental no sería lo que es sin la socialdemocracia sembradora de bienestar social, Rusia sin bolcheviques y sin Stalin sería un inmenso paréntesis vacío en medio del Siglo XX. Sin la veta que comienza con Roosevelt y el New Deal, que renace y se eclipsa durante cinco décadas en forma intermitente, y que culmina con la era Clinton, Estados Unidos carecería de muchos de sus atributos y de sus distorsiones actuales.

Ahora parece ser que a la superpotencia le esperan tiempos grises, tanto si George W. Bush cumple su afán dinástico como si Al Gore consigue cobrar existencia, sonrisa y programa, e incluso si algún político larvario --como lo era Clinton en 1991-- les come el pastel a ambos. Es hora de administrar el más bisoño y el más incuestionado de los imperios, que, para colmo, celebra nada menos que en Roma, Nueva York, una de sus máximas efemérides culturales.

20.7.99

Otro Kennedy


John Kennedy Jr. ingresó a las referencias históricas y al imaginario colectivo mundial a la edad de dos años, once meses y 27 días, cuando fue fotografiado, en posición de saludo marcial, ante el ataúd de su padre. El tercer aniversario de su llegada al mundo tuvo que ser muy triste, porque tres días antes, en Dallas, un asesino llamado Lee Harvey Oswald disparó una bala que le reventó el cráneo al presidente más atractivo en la historia de los Estados Unidos de América e introdujo un gusano definitivo en la manzana del Paraíso Americano. Las escenas filmadas y fotografiadas del homicidio, en Dallas, y del posterior funeral, en Arlington, forman parte de los recuerdos profundos de las generaciones de la globalidad informativa porque representan un contrapunto inapelable al cuento de hadas o, como se llama en nuestra época, a la utopía: no basta con ser un hombre guapo, rico, inteligente, querido, seguro de sí mismo, protegido por una guardia pretoriana, exitoso hasta la saciedad y extremadamente poderoso --como lo era John Fitzgerald-- para preservar la integridad de la bóveda craneana y evitar que uno de tus hijos se despida de tu cadáver con un gesto marcial inapropiado para un niño de menos de tres años y que tu país --el más armado del mundo-- se vea sumido en una orfandad equivalente, no porque la figura presidencial se relacione con la paterna sino porque acusa recibo de una bala en el corazón de su poderío.

La orfandad personal y nacional se conjuntaron en el niño que asistió a los funerales en Arlington sin tener una idea clara de lo que estaba pasando. Creció salpicado de sangres a destiempo --un tío asesinado en forma similar a su padre, otro tío políticamente destruido por un accidente trágico, un primo y un hermano muertos en forma prematura--, se convirtió en estrella de la pornografía sentimental que acecha a los famosos y desapareció, junto con su mujer, sin dejar rastro, el viernes por la noche, luego que su avioneta particular cayera a las aguas que rodean la isla de Martha's Vineyard, en Nueva Inglaterra.

Una certeza: los asesinos de John Fitzgerald y Robert, los narcotraficantes que le vendieron la dosis exagerada a David, los esquíes que le fallaron a Michael, el coche en el que se accidentó Edward en Chappaquiddick en 1969 y las nubes que se posaron el viernes en la noche sobre la costa de Massachusetts, dificultando la visibilidad del piloto Kennedy, no pudieron ponerse de acuerdo para exterminar a la familia. Hay que enfrentarse, entonces, con la improbabilidad estadística de que la muerte fuera tan persistente en diezmar al clan de Brookline en dos de sus generaciones. Y si uno no cree en maldiciones, queda la contraparte del cuento de hadas, que es la tragedia. Su lógica es tan clara cuanto inescrutable: una transgresión primigenia siembra en los integrantes de una dinastía el factor de la destrucción, y ya no puede hacerse nada. Los Kennedy --los que quedan-- son famosos y ricos y poderosos y simpáticos y fotogénicos: es inevitable conmoverse ante sus muertes, pero resulta arduo, en cambio, reconocer el mismo sino trágico en clanes y familias que nos rodean. Descansen en paz los vivos y los muertos de todas las tribus que padecen el síndrome.