24.3.98

Cuba y Puerto Rico


Será que estamos en el centenario de la confrontación hispano-estadunidense de 1898, año en el que Camila vino al mundo. Ahora ocurren cosas en la relación de Estados Unidos con lo que fue, entonces, su botín de guerra: Cuba y Puerto Rico. Se suaviza el embargo contra la primera y se debate en el Capitolio la puesta a votación del estatuto del segundo.

Cuba nunca aceptó del todo el control de Washington y escapó de él hace cuatro décadas. La población puertorriqueña acató, en forma mayoritaria, la tutela del Capitolio. Hoy, las circunstancias de las dos naciones son contrastadas: una es integrante sui generis y marginal de la mayor potencia política, económica y militar del mundo; la otra lleva toda una vida de acoso por parte de esa misma potencia. Sobre esas diferencias, el instrumental analítico basado en la canción de protesta ha tejido una doble iconografía que aún sigue vigente en algunas mentes y algunos discursos de América Latina: Cuba como ''faro de libertad'' y ejemplo moral para el subcontinente, Puerto Rico como vergüenza regional y cultural o como tragedia de la identidad y la conciencia latinoamericanas. Si uno atraviesa esa Nablus Road de la guerra fría ideológica y se para en la otra acera, la simbología del vecino es la misma, pero invertida: una nación con graves carencias y alternativamente convulsionada o sometida a largas dictaduras de distinto signo, y otra que, grosso modo, ha vivido en paz, prosperidad y hasta democracia.

Pero si uno quisiera prescindir de los enfoques del Granma o de La Voz de América y entender algo, tendría que buscar, además, las similitudes que, después de este siglo de historias contrastadas, persisten entre Cuba y Puerto Rico.

No se trata sólo de la condición insular y caribeña de ambas naciones, de la producción de ron y de un hablar semejante. Hay que reparar, también, en el hecho de que tanto el conglomerado puertorriqueño como el cubano han pasado la mayor parte de su historia en situación de subordinación. Puerto Rico dependió de España, pasó a depender de Estados Unidos y en ésas sigue. Cuba pasó por lo mismo, pero en la segunda mitad de este siglo optó por depender de la URSS, aunque, por suerte, sin llegar a convertirse en ''república soviética asociada''. Sin embargo, en términos de recepción de subsidio económico, las relaciones entre San Juan y Washington y La Habana y Moscú fueron especialmente simétricas entre 1960 y 1990.

Desde la muerte de la Unión Soviética, la independencia absoluta ha sido, para los cubanos, una dolorosa orfandad y una indefensión que Fidel Castro no ha dudado en comparar, en forma harto ominosa, con la de Numancia. Al final de este periodo negro pueden sobrevenir una decorosa y digna inserción en el mercado mundial (es decir, el paso de la dependencia deficitaria a la interdependencia sustentable) y un aterrizaje suave en las pistas de la democracia parlamentaria, o bien un derramamiento de sangre. Ello depende tanto de la lucidez y el margen de maniobra de que aún disponga la dirigencia cubana como de que Washington sea capaz de olvidar las humillaciones históricas a que su arrogancia imperial fue sometida por la Revolución Cubana.

No puede negarse que en su mayoría los cubanos optaron por una vida nacional épica, y que al hacerlo ejercieron un legítimo derecho. En la misma lógica, habría que reconocer el derecho de los puertorriqueños que, en su gran mayoría, prefirieron la calma de los supermercados. Dicho sea con todo respeto a la memoria de Pedro Albizu Campos, la independencia nacional es una idea más impopular que nunca en el Puerto Rico de final de milenio.

Finalmente, más allá de lamentaciones o repudios, la situación actual puertorriqueña constituye una referencia inquietante, pero indispensable, para hurgar en la crisis del Estado nación. Por ejemplo: ¿El ejercicio de la autodeterminación incluye la determinación de perderla? ¿Por qué algo que es sin lugar a dudas una nación se niega sistemáticamente a conformar un Estado? Y, así como Canadá o Estados Unidos someten a consulta la independencia de Quebec y Puerto Rico, ¿permitiría un Estado independiente la realización de un referéndum anexionista? ¿O es justamente lo que ocurrió en los países cuyos gobiernos firmaron el Tratado de Maastricht?

17.3.98

Pinochet


De unos años a la fecha han ido apersonándose en el brumoso escenario de la democracia continental algunos personajes de caminar no muy bípedo, mandíbula prominente y quepis reglamentario: gorilas.

La normalidad institucional les devuelve los espacios que no pudieron mantener a garrotazos y picanazos y cementerios clandestinos. Hugo Bánzer, antigua cabeza de una tiranía delictiva, preside ahora de nuevo, gracias a los sufragios, el Estado boliviano. Efraín Ríos Montt, exterminador de indios y representante ejemplar del protestantismo contrainsurgente, se encuentra en los primeros lugares de preferencia electoral en Guatemala.

Las clases políticas de la región, que en algunos casos fueron fabricadas por los regímenes militares, no parecen estar demasiado molestas con la presencia de sus nuevos socios. Antes de apresurar una crítica habría que conceder que, en Centroamérica, esta misma tolerancia permitió la asimilación rápida a las fiestas de sociedad de una buena cantidad de ex comandantes guerrilleros, cosa que parece causar la felicidad de todo el mundo, empezando por la de los nuevos oligarcas de pasados foquistas o insurreccionales.

Tal vez haya que felicitarse porque vamos a llegar al siglo XXI, por fin, con una esfera política cosmopolita y cool. Además, la democracia no se va a morir sólo porque pululen en sus instituciones --parlamentos, partidos, presidencias-- algunos asesinos arrepentidos y dispuestos, a cambio de su impunidad, a aportar su mejor esfuerzo en la construcción de un mañana mejor. Ah, y antes de que alguien adelante exoneraciones no pedidas, aclaro que cuando digo asesinos me refiero, en casi todos los casos, a los ex militares y no a los ex guerrilleros.

Se ha podido vivir con estas presencias. Acaso la solución para hacerlas compatibles con la normalidad democrática sea construir vomitorios anexos a los edificios parlamentarios para que los políticos aquejados de conflicto moral puedan resolverlo de manera discreta y rápida. Todo sea en aras de la convivencia y la reconciliación nacional.

Casi todo se vale en esa perspectiva.

Pero Pinochet es otra cosa. Está en otra categoría. No es uno más entre los viejos caníbales de los años setenta. Tal vez no sea, entre todos los gorilas, el que ostente más cadáveres o desapariciones en su foja de servicios. Tal vez no sea, en lo personal, el más perverso de los generales que ensangrentaron la región. Pero, para su orgullo o para su vergüenza, su mueca de perro uniformado con lentes oscuros se ha convertido en un símbolo chileno, latinoamericano y mundial de la maldad armada, del destazamiento de cuerpos inermes, de la demolición de las instituciones cívicas por medio de bombardeos aéreos. Admitirlo en un Senado, en cualquier Senado, es como inaugurar un monumento a Hitler, es como permitir que Idi Amín Dada y Pol Pot ocupen de manera alterna la Secretaría General de la ONU, es como negar dos millones de años de evolución, es como permitir que un sifilítico defeque y eyacule sobre el rostro de un recién nacido.

No vale, en este caso, argumentar que se trata de un asunto interno de Chile o de una concesión necesaria de la política, porque eso sería tanto como la pretensión de reducir la destrucción de Hiroshima a un problema municipal o justificar la Noche de los Cuchillos Largos en función de razones de Estado.

Tener a Pinochet en un poder Legislativo, en cualquier país, es una mancha impresentable para la institución, para el resto de las instituciones nacionales, para el continente de que se trate, para el mundo. El senador Pinochet es una contaminante y pegajosa vergüenza para toda la especie.

10.3.98

El agua de la Luna


Un pájaro de aluminio de la NASA captó el olor del agua en los alrededores del Polo Sur de la Luna. Si hay suerte podría haber suficientes galones de líquido como para llenar el tramo más gordo del Cañón de Colorado, pero en el peor de los casos alcanzaría para sumergir a toda la concurrencia de un clásico en el Estadio Azteca.

El dato parece de una banalidad intolerable ahora que las muchachas de Sudán son introducidas a patadas en el mercado de esclavos, cuando los niños indígenas siguen siendo devorados por sus propias lombrices y en un momento histórico en el que nadie tiene propuestas civilizatorias que vayan más allá de la melcocha verbal de los valores supremos.

Pese a ello, la confirmación de ese charco adosado a nuestro farol planetario es un acontecimiento enorme desde el punto de vista científico, no sólo porque reafirma la relativa hermandad química de la Tierra y la Luna sino también porque parece indicar que hasta para la más grave aridez hay esperanzas de redención: no hay que olvidar que, comparado con la Luna, el Sahara resulta más húmedo que Tabasco.

La preocupación humectante, a su vez, tiene detrás un cálculo utilitario que va mucho más allá de la agricultura y la ecología: los charcos polares de nuestro satélite pueden ser usados como gasolinera y centro de abastecimiento para la exploración tripulada del Sistema Solar, como cuenca para llenar los tinacos de una posible colonia o base permanente y como materia prima para la producción lunar de oxígeno a costos razonables.

En un ámbito menos objetivo, el hallazgo del agua lunar, sumado a las recientes fotos de la Europa joviana que revelan un mundo acuático localizado justo a la mitad de la autopista a Plutón, no deja de ser reconfortante, si se piensa que, en dos terceras partes, los organismos humanos somos nada más que esa sustancia incolora, inodora e insabora, como nos decían en la escuela, y que un líquido tan familiar y entrañable ande esparcido en diversos puntos de allá arriba. Vaya, o sea que nuestra vecindad inmediata no es, a fin de cuentas, nada más un páramo infernal de rocas, bióxido de carbono, hidrógeno y ácido sulfúrico, como nos dijeron, años después, los informes de la NASA.

¿Se trata, a fin de cuentas, de reinos que no son de este mundo? No necesariamente. El dato referido, aparte de darle cierto rostro amable a las inmediaciones estelares de nuestro planeta, puede dar un nuevo aliento a la investigación y la exploración espacial, actividades que para muchos han dejado de tener sentido y que, sin embargo, podrían marcar para el continente terrícola unificado por la economía, las telecomunicaciones y las líneas aéreas un momento de expansión y emigración tan vigorizantes como lo fue para Europa la colonización de América en los siglos XVI y XVII.

El dato realmente importante en esta perspectiva sería, en todo caso, si hay personas dispuestas a ir a beber un sorbo de aquellas aguas oscuras y gélidas, especialmente en un periodo en el que, a pesar de las miserias, las guerras soterradas, la uniformidad creciente y el desencanto finisecular, los niveles de vida son, con mucho, los más elevados de la historia humana.

Supongo que sí, porque este periodo es también el de las fobias y las filias poco razonadas: no pocos delirantes, por ejemplo, enfrentarían gustosos las incomodidades inherentes a la vida de pionero (espacial, en este caso) con tal de no pisar el mismo suelo planetario que Bill Gates, a quien tienen como el Anticristo, y muchos creyentes de la astrología se sentirían dichosos de vivir en la Luna porque, de esa manera, estarían unos cientos de miles de kilómetros más cerca de la constelación de Acuario, además de que tendrían uno al lado.

3.3.98

Antrax en Las Vegas


Para Carlos Payán

Habría que cotejar lo ocurrido en Las Vegas el pasado 19 de febrero con la delicada tarea de construcción de pretextos que ha venido efectuando el gobierno de Estados Unidos para propinarle un nuevo coscorrón bélico a Sadam Hussein, incluso a contrapelo de las gestiones del secretario general de la ONU ante el gobernante iraquí. En la fecha y el sitio mencionados, el FBI les echó el guante a Larry Waynes Harris y William Leavitt, dos cincuentones ultraderechistas que tenían en su poder un frasco lleno de virus de ántrax, suficiente, según lo confió el propio Harris a un testigo, como para matar a todos los habitantes de la ciudad casino. Ambos se encontraban allí tratando de adquirir un complejo equipo de laboratorio --por el cual ofrecieron la bonita suma de 20 millones de dólares--, no se sabe si para verificar la efectividad de sus juguetes o para producir más de esa plastilina altamente mortífera.

El abogado de Levitt describió a su cliente como ''un líder cívico que va a misa y está interesado en combatir enfermedades mortales como el ántrax y el sida''. Parece extraño, sin embargo, que para lograr sus objetivos este ángel se haya asociado con Harris, el cual pertenece al grupo racista Aryan Nations y tiene como antecedente inmediato el haber planeado esparcir una plaga de peste bubónica en el metro de Nueva York con el propósito de hacer aparecer al gobierno de Bagdad como responsable del ataque y de los cientos de miles de muertos que éste habría causado.

Ahora que estos ciudadanos del Paraíso fueron capturados con la manzana en la mano, la serpiente ya no tiene mucha importancia. Los guardarán, a ambos, y esperarán un tiempo prudente. Cuando hayan acumulado canas y dioptrías, serán puestos en libertad y muy probablemente se habrán vuelto inofensivos. Nadie ha muerto intoxicado, y nadie se ha hecho daño con esos juguetes biológicos que debieran requerir la estricta supervisión de un adulto.

Washington está necio, desde hace meses, con la idea de bombardear Irak para obligarlo a renunciar de una vez por todas a su producción de armas químicas y biológicas y, sobre todo, a su arrogancia. Mientras se apresuran los preparativos para esa guerra rápida, un par de gringos comunes se pasea por Las Vegas, entre máquinas tragamonedas y ofertas de langosta, llevando en la cajuela una cantidad de ántrax suficiente para hacer que todos los habitantes y visitantes de esa ciudad tórrida pierdan la apuesta gorda de una vez por todas.

Es razonable alarmarse por las bravuconadas de Hussein, sobre todo si se toma en cuenta que ya en una ocasión ordenó que se rociara con un aerosol de muerte masiva a la población kurda de su país.

Pero ahora hay que tomar en cuenta, además, que en el propio territorio de Estados Unidos los judíos de Nueva York (y junto a ellos, los negros, los latinos, los italianos, los anglosajones, los griegos y otros) corren un riesgo al menos equivalente al que enfrentaron los habitantes de Israel cuando Hussein les aventó en la cabeza los tristemente famosos cohetes Scud, y que ese peligro no proviene de Irak, sino de un fascista que hasta el jueves pasado se paseaba alegremente por la Unión Americana (Nueva York, Maryland, Las Vegas) con un frasco lleno de ponzoña concentrada. ¿Es el único?

Vistas así las cosas, la frustrada travesura de Harris y Leavitt, y su feliz captura, viene a restarle seriedad a la guerra que está en proceso de organización o, por lo menos, a los alambicados argumentos con que se ha pretendido justificarla: ¿Evitar que Irak se haga de armas químicas o biológicas? Por favor, si la clave para la producción de ántrax es ir a Las Vegas a gastarse 20 millones de dólares en equipo de laboratorio, hay que admitir que son muchos los chicos inquietos de este mundo que están en posibilidad de lograrlo (piensa, FBI, piensa: racistas al estilo Harris, narcos, protomártires propietarios de sectas religiosas, por ejemplo) y que no va a ganarse gran cosa con bombardear Irak hasta dejarlo plano como estacionamiento de supermercado.

Si la catástrofe de Oklahoma no hubiera sido prueba suficiente, ahora Washington tiene nuevas evidencias de que en la ultraderecha de la sociedad estadunidense hay estamentos y personas con mucha más capacidad ofensiva contra su propio país que cualquier gerifalte de Medio Oriente. ¿O qué sigue? ¿Sostener que dos gringos con la cajuela del coche llena de ántrax fueron sembrados en Las Vegas por los servicios secretos iraquíes?