26.11.98

Explicación a Clara


Un día vas a preguntarme, Clara, cómo pudimos regocijarnos con el infortunio de un anciano enfermo a quien le fue denegada la libertad justo el día de su cumpleaños, ayer, 25 de noviembre; un anciano recientemente operado, espiritualmente destruido y que, para colmo, se encuentra lejos de su país y de la poca gente que lo aprecia. En el mundo de compasión ensanchada de tu futuro vas a preguntarme cómo pudo ser posible que, cuando tú tenías siete meses y 12 días, tantas personas a las que quieres y que te quieren se hayan alegrado hasta las lágrimas de pensar que, por fin, ese pobre viejo enfermo estaba a punto de comparecer ante un juez, y por qué desearon que lo condenaran a pasar el resto de sus días en una cárcel.

A mí se me parte el alma cuando imagino su ingreso al tribunal, con paso vacilante, tal vez en bata, con una botella de suero y la mirada turbia de humillación y derrota. Pero quiero explicarme esta felicidad amarga para explicártela a ti cuando llegue el momento de las preguntas. Para entonces el mundo, tu mundo, será más limpio y más piadoso y más libre. Y lo será justamente por lo que está ocurriendo ahora, cuando se deja en manos de la justicia el destino de ese pobre hombre acorralado por sus crímenes. Ocurre, Clara, que a miles, a decenas de miles, a millones, ese señor, Augusto Pinochet, nos hizo mucho daño.

Él ordenó interrumpir la vida de muchas personas. Él ordenó que se causara dolor. Muchísimas horas/hombre y horas/mujer de dolor. Años, décadas de dolor para gente de Chile y de otros países. Ordenó el silencio, Clara. Ordenó que nada que le disgustara pudiera salir de la boca o de las manos de nadie. Y los empleados de este señor golpeaban a quienes no obedecían. Los golpeaban, les sacaban sangre de la piel, les causaban tanto daño que sus cuerpos ya no volvían a moverse nunca y se echaban a perder, y sus padres y sus hijos y sus tíos ya no podían escuchar nunca más sus voces ni mirar sus ojos ni acariciar sus manos.

Lo peor, Clara, es que a muchos ese señor viejito les contagió su gusto por la destrucción y la muerte. Desde que él apareció en escena, muchos quedaron convencidos de que los problemas ya no podrían arreglarse hablando, discutiendo, razonando, y que la única forma de existencia posible era herir, quemar y destruir. A otros nos empujó a vivir en los sótanos del temor, en el miedo a las calles y a la luz del Sol. Nos hizo mucho daño.

Pero a la larga, Clara, hemos vuelto a hablar, a caminar de día y a respetar a nuestros adversarios. Por eso, ayer no estábamos festejando la consumación de una venganza sino la posibilidad de que ese señor se encuentre con sus propios remordimientos y se dé cuenta, aunque sea en sus últimos años, de lo que hizo. Hay que darle esa oportunidad. No podemos ser tan inhumanos como para dejarlo que muera pensando que el asesinato, la tortura, el secuestro y la tiranía son hazañas dignas de celebrarse.

También estamos celebrando tu victoria y la de todos los niños y niñas que ayer heredaron un mundo un poco menos cruel, un poco menos violento, un poco más humano. Nuestra deuda contigo, mexicana de siete meses y 12 días, y con los chilenos de dos años, y con las colombianas de seis meses, y con los españoles en plena pubertad, y con los bolivianos a los que les están saliendo los dientes, y con las argentinas que van a primaria, y con los nicaragüenses de secundaria, y con las bolivianas de la guardería, y con los hondureños de la universidad, y con todos los hijos de los exilios y nietos de las guerras y biznietos de la persecución, nuestra deuda con todos ustedes acaba de reducirse un poco. Los cuerpos de ustedes, que todavía están creciendo y desarrollándose, estarán más seguros en los años próximos: tendrán menos probabilidades de que un prójimo los lastime, les cause dolor, les inocule el miedo y la obediencia ciega. Porque a partir de ahora, Clara, todo aquel que quiera imitar a este anciano al que ayer le negaron la impunidad, tendrá que pensarlo dos veces.

Por eso estamos celebrando, amor mío; porque desde ayer, 25 de noviembre de 1998, tú y tus contemporáneos podrán sentir más piedad que nosotros y se sentirán más libres que nosotros para preguntar y criticar y no estar de acuerdo. Aunque lo mejor habría sido que ése, que hoy es un anciano enfermo, no hubiera causado dolor y muerte y daño a nadie, y que ahora estuviera rodeado de sus nietos, y que no hubiese habido motivo para esta explicación que me pedirás un día y que te ofrezco desde ahora.

10.11.98

Mitch en acción


En la tarde del 26 de octubre conocimos el rostro de Mitch: un cíclope enfurecido del tamaño de Chihuahua, un cíclope que danzaba sobre el Caribe, giraba sobre sí mismo a 300 kilómetros por hora y avanzaba al occidente. Los beliceños, los chetumaleños y los meridanos temieron lo peor. La mañana siguiente seguían encerrados a piedra y lodo, pero Mitch no se decidía. Perdía fuerza hora tras hora, perdía intensidad. Todos los países de la región decretaron el estado de alerta en sus costas y se quedaron esperando a ver a quién habría de tocarle la bala de esa ruleta rusa. Mitch no cabía entre Cuba y las costas atlánticas centroamericanas y sus brazos rozaron algunas áreas de tierra firme. Desde Panamá llegaron los reportes de los primeros damnificados, y de Cozumel y las islas hondureñas de la Bahía, los primeros saldos de muerte.

El miércoles 28 los residentes de Quintana Roo y Belice empezaron a respirar con alivio. Aunque dejó 17 pueblos incomunicados en tierras quintanarroenses, Mitch seguía perdiendo intensidad y optó por estacionarse sobre el litoral Atlántico de Honduras. Los informes procedentes de ahí hablaron de decenas de muertos y de decenas de miles de casas destruidas. Las lluvias que se abatieron en toda Centroamérica provocaron desbordamientos fluviales con la consiguiente oleada de destrucción. El viernes 30, cuando se hablaba de medio millar de muertos en la región, Mitch, ya convertido en tormenta tropical, desgajó un volcán en la frontera norte de Nicaragua, y más de mil habitantes de Posoltega murieron sepultados en lodo. El sábado 31 los coletazos de la tormenta causaron destrozos en El Salvador y Chiapas.

Mitch se hallaba estacionado en la costa atlántica centroamericana, una de las regiones más pobres e incomunicadas del mundo, y operaba sobre la geografía como una gigantesca batidora que arrasó los árboles, las cosechas, las camas, las casas, las ollas, los animales domésticos y las vidas de los habitantes. El lunes, día de muertos, la zona amaneció convertida en un lodazal de cientos de miles de kilómetros cuadrados en donde los sobrevivientes no podían ni siquiera enterrar a nadie, en donde no había un trozo de leña seco para incinerar a nadie. Los miles de cadáveres humanos (¿diez mil? ¿veinte mil?) quedaron abandonados a la piedad del fango.

Ahora sabemos que son más de dos millones y medio los damnificados y que las bajas humanas se calculan, para toda Centroamérica, en 25 mil. Cinco mil muertes súbitas en Honduras equivalen, en porcentajes demográficos, a que 80 mil mexicanos fallecieran de un día para otro. Es un hueco muy grande.

La culpa la tienen todos y no la tiene nadie. Es la atmósfera, que a veces enloquece. Es la combinación de aires y aguas de temperaturas divergentes. Es un precio esporádico a pagar por vivir en tierras feraces que algún tripulante de las carabelas confundió, hace 500 años, con el Paraíso. Es la persistencia de métodos constructivos frágiles que han perdurado todo ese lapso, y más, sin cambios importantes. Es la falta de caminos y de comunicaciones, de líneas telefónicas, de centros meteorológicos capaces de dar el aviso, de organización para desastres, de escuelas y centros de salud que pudieran servir como refugios, de un mínimo interés de los gobiernos locales por la suerte y la vida de sus gentes.

¿Qué les dirían estos muertos a los muertos de la década pasada, los que se murieron para cambiar las sociedades centroamericanas? ¿Qué podrían aprender de este desastre los cinco micos democráticos que se adornan el pecho con sendas bandas presidenciales? ¿En qué estarán pensando los legendarios ex comandantes guerrilleros que ya se ganaron su entrada a las reuniones sociales de las oligarquías?

3.11.98

Los muertos


Dicen que en el fondo de la Tierra se ve el rostro de Dios, y que Él acudirá a sacar a los muertos de su envoltorio de huesos y carne para llevar al Cielo su mejor parte. Que dejarán el cajón con el que empezaban a encariñarse y serán transportados a un ambiente luminoso y aséptico, y que allí encontrarán la vida eterna, que se codearán con San Francisco de Asís, con la madre Teresa y con el Che Guevara, y que habrán de ser por siempre felices, elegidos y bienaventurados, en el seno del Padre. Por desgracia, los elementos de juicio hasta ahora disponibles no ofrecen ningún asidero para pensar en la resurrección como una posibilidad viable. El mundo que conocemos no da permiso para resucitar o reencarnar. Todo es más simple. Ha dado, en cambio, el camino de la floración incesante. Los niños muertos en las guerras y en los callejones oscuros, los amantes asesinados en plena desnudez, quienes murieron de soledad y de abandono, los borrachos sublimes que confunden a San Pedro con Baco, las viejitas que llegan aferrando su monedero y hasta los hijos de puta que mueren de rabia y frustración por no haber podido destruir la felicidad ajena, todos, todas, germinan y encuentran su camino de regreso a la superficie --como las burbujas que ascienden desde el fondo de un vaso de Coca Cola-- con la fuerza de la savia y de sus moléculas esenciales. Todos los días del año se respira y se come átomos de nuestros muertos e incluso de difuntos con los que no tenemos nada que ver. El planeta --o quien tú gustes-- ha dispuesto que los humanos vivan y mueran inmersos en ese ciclo de canibalismo salutífero. He visto trazas de Luis de Carvajal en unas cebollas del mercado, en una guanábana sentí el sabor desdibujado de Teresita Bustos, he percibido el sudor polvoriento del cuerpo de Zapata en un pétalo de cempasúchil.

Qué sería de nosotros si a algún torpe burócrata se le ocurriera suspender las actividades de los hornos crematorios en un día de doble no circula. Hemos demostrado de manera fehaciente nuestra capacidad para sobreponernos al plomo, a las partículas suspendidas y otras variedades de imecas, pero que no nos quiten del aire ese componente de prójimo, y que no impidan a nuestros pulmones compartir los suspiros finales de los cuerpos que se van, porque sin ellos la atmósfera se volvería de veras irrespirable y moriríamos como moscas, y el último en abandonar el mundo no se daría abasto para enterrar o incinerar a todos los que van adelante de la cola. Sin la presencia de la muerte, la vida sería intolerable.

Y qué sería de la muerte si no estuviera irremediablemente contaminada de vida. En días recientes ha terminado por admitirse la paradoja de que en los cementerios hay problemas de sobrepoblación y que la parte que conocemos del Más Allá --es decir, los multifamiliares postreros-- padece, como cualquier otro sector del país, los problemas derivados de la explosión demográfica, la cual, como se sabe, tiene su origen en un desbalance entre los nacimientos y las muertes. O sea que en las nuevas generaciones de difuntos está creciendo la esperanza media de muerte, es decir, el periodo de la muerte que pasan entre nosotros, presentes y recordados, antes de transitar a una nada definitiva y ausente de nombre y de memoria en la que, de todos modos, los restos de sus restos andarán por ahí, convertidos en tierra, en lechuga, en nube, en yacimiento petrolero, y en la que seguirán inspirándonos una piedad y una ternura anónimas.

Por eso la ofrenda de ayer es una casa abierta para todos los que quieran abrevar en ella, a condición de que estén muertos. No puedo imaginarme una forma más atroz de discriminación, una violación más severa de los derechos humanos, que excluir deliberadamente a un difunto de un altar, de una misa o de una recordación con flores. Toda pobre molécula perdida que haya participado alguna vez en la generación de pensamiento es merecedora de gratitud y afecto, aunque sea una vez al año.

Ahora están secándose los cempasúchiles y los restos de los restos que participaron en esa floración se preparan para volver a su muerte cotidiana, a germinar en especies menos ceremoniales y simbólicas, a ser respirados y comidos, a seguir muriendo entre nosotros. Hacen bien. En las entrañas de la gente hace mucho menos frío que en el Cielo.