28.4.98

Homicidas pediátricos


Tienen la inocencia en la mirada y apestan a cuaderno nuevo y a sandwich con mayonesa. Viven en un mundo fácilmente perfectible: basta con apretar el gatillo, el mouse, el joystick o el botón nuclear, para terminar con esas molestas y estúpidas rebabas del planeta: la profesora que los reprueba o el condiscípulo que les robó el tamagochi son encarnaciones inmediatas de Sadam Hussein, Fidel Castro, Darth Vader o cualquier otro villano mediático, es decir, imaginario.

Traen, pues, interconstruida, la consigna de matar a los malos. Cuarenta veces al año, se enteran de las convulsiones de la inyección letal o de la chamusquina de la silla eléctrica, aplicadas en la anatomía de unas pobres criaturas del mal que reciben su merecido. En la pantalla chica observan, a ritmo de doce por hora, asesinatos ejemplares. Aprenden los números decimales midiendo las armas de papá (del rifle .22 a la pistola .357 magnum), y utilizan kilotones y megatones para fijarse en la memoria las tablas de multiplicar. Los logotipos a su alcance tienen asociadas palabras como power, thrust, force, strong y hard, independientemente que se trate de motores, computadoras, lápices o pañales para el hermanito menor.

A todo esto, la estadunidense es una nación hermosa: en muchas de sus facetas se percibe todavía el sabor fundacional de la utopía, el empuje del individualismo emprendedor, la memoria social de la Cuarta Enmienda y la autocontención derivada de la ética protestante. Casi toda la gente camina con la conciencia de sus derechos civiles a flor de labios.

Si no fuera horroroso, sería fascinante que esa tribu grandiosa produzca, además de automóviles, misiles, vanguardias artísticas, escuelas de pensamiento, amplificadores y supercomputadoras, entre muchísimas otras cosas, homicidas pediátricos que cazan a sus maestros y compañeros de clase, revólver en mano, para saldar desengaños amorosos de juguete y vengar notas escolares reprobatorias, o bien para dejar una huella imborrable en la memoria del condado.

Hace un mes, dos justicieros precoces actuaron en la Arkansas natal de Clinton, con un saldo de cuatro niñas y una maestra ejecutadas. La semana pasada fue en Edinboro, Pensilvania, en donde un puberto calibre .25 acabó con un profesor e hirió a dos condiscípulos durante una celebración escolar.

Este último chico, según lo informan las agencias, será imputado como si fuera un adulto, porque así lo estipulan las leyes estatales, y así se hará. Entonces, si corre con mala suerte durante el juicio, terminará sentado en una silla eléctrica o crucificado por inyecciones venenosas de alta potencia. A ese paso, alguna firma especializada no tardará en inventar y lanzar al mercado adaptadores de seguridad para que los menores puedan ser sujetados al asiento letal o a la plancha de los jeringazos sin riesgo de que se caigan.

Y para cerrar el círculo, en la audiencia del castigo no faltará un menor que aprenda la lección de suprimir a los villanos, y actuará en consecuencia contra el maestro que lo sancione, la compañerita que le dé calabazas o el amigo que le robe un milky way.

Fuera de estas incidencias de nota roja, la revolución educativa que el presidente Clinton echó a andar hace un año, es una verdadera maravilla digna de ser imitada, porque se propone dar formación de posgrado a un gran porcentaje de la población y dotar cada salón de clase de la Unión Americana con terminales de Internet.

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