27.1.98

El semen de Clinton


Guardar silencio es lo mejor que puede hacerse ante toda la información --cierta o falsa, o parcialmente cierta-- que maneja la prensa sobre la agenda sexual del presidente estadunidense. Un elemental sentido de pudor y de respeto a las camas ajenas hace necesariamente incómodo el comentario sobre las historias reales o supuestas de Clinton con Jennifer Flowers, Paula Jones, o esta última chica de apellido Lewinsky. Tales asuntos debieran ser de la exclusiva incumbencia de los participantes, acaso también de la señora Hillary Rodham (dependiendo de cómo estén pactadas las reglas del juego de su matrimonio) y, si hubiese habido presiones, agresiones o violencia, de los tribunales.

Por muy públicos que sean los personajes públicos, algún derecho a la intimidad debería de quedarles. Ya bastante complicadas son, de suyo, las relaciones afectivas y genitales, entre parejas o entre triángulos o pentágonos, como para encima echarles la complicación suplementaria de la polémica social y la injerencia de la ciudadanía más o menos completa: lo que dos no pueden resolver en una discusión conyugal, menos puede solucionarse en un foro de trescientos millones. Y eso sin contar con que el sentirse bajo observación de cadenas televisivas, diarios, revistas, fiscales y abogados, obstaculiza la dedicación que demandan tanto los coitos como los pleitos.

Pero en estos días el escándalo no sólo puede dificultarle al mandatario de Estados Unidos la erección o el orgasmo, sino también arruinarle la Presidencia. Y aunque eso podría ser muy trágico para el propio Clinton, lo sería mucho más para su país.

Y es que no está bien que la vida política de una nación o, en este caso, de muchas, si no es que de todas, se vea trastocada por el comportamiento sexual de un señor o de una señora. Por principio, eso es tanto como volver, a fines del siglo XX, a los tiempos míticos en los que las huestes aqueas arrasaban Troya para vengar los cuernos que Helena le puso a Menelao. Es como rendirse por cansancio y reconocer la trascendencia histórica de la nariz de Cleopatra. Es como admitir que los conflictos bélicos pueden ser generados en lechos reales, como si fueran bebés. Es como si nuestra época otorgara un doctorado póstumo en Sociología y Ciencia Política a los hermanos Grimm.

Ahora resulta que el próximo coscorrón bélico a Irak se decidirá en función de la curva de disminución en la popularidad del presidente; que Washington estaba tan ocupada en seguir el escándalo que le pasaron de noche las señales emitidas durante el encuentro de Wojtyla y Castro; que la importancia de lo ocurrido entre la señorita Lewinsky y el presidente restó eficacia a los encuentros de Clinton con Netanyahu y Arafat, y que para el mundillo político-judicial estadunidense es más importante determinar si en la Casa Blanca corrió o no el semen presidencial que en impedir que la sangre siga corriendo en Medio Oriente.

Y ocurre que la banalización distorsiona el orden de las prioridades, porque, en el caso del conflicto palestino-israelí, siguen muriendo seres humanos, mientras que en la presunta relación Clinton-Lewinsky lo más que podría ocurrir es que naciera uno.

20.1.98

Wojtyla y Castro


Ojalá que a alguien le queden claros los significados profundos del encuentro caribeño entre estos dos ancianos intolerantes y autoritarios. Yo alcanzo a ver sólo cargas tanáticas y fanáticas en los intereses comunes del régimen cubano y el papado de las postrimerías del siglo XX.

¿Se trata de un encuentro inducido por la pasión social? Ni por asomo: es cierto que el socialismo real no alcanzó a perder toda la suya antes de fenecer, y que el último sobreviviente de ese Jurásico aún conserva algunos rasgos conmovedores de preocupación por el bienestar de la gente. Pero no puede ser esa preocupación uno de los vasos comunicantes entre Roma y La Habana: el contenido social que pudo haber tenido el mensaje primigenio del Hijo del Carpintero ha sido irremediablemente sepultado, durante dos milenios, por tejido adiposo vaticano. Los sucesores de las heterodoxias pobristas del cristianismo se enfrentan, hoy, al tribunal de los sucesores del Santo Oficio, como bien lo saben Leonardo Boff, Ernesto Cardenal y varios otros. A estas alturas, en materia de combate a la pobreza, la Iglesia católica oficial no tiene una propuesta más elaborada que la limosna, en tanto que el gobierno de Castro no ha podido ir más allá de la tarjeta de racionamiento. Ambas pueden ser vistas, si se desea, como males necesarios que no satisfacen a nadie aunque permiten la sobrevivencia de muchos. Pero de ahí a pensar que se trata de fórmulas compatibles, hay un abismo.

¿Un súbito compromiso postotoñal del Papa con la defensa de la soberanía? El gobierno de Cuba tiene el mérito y el agobio de haberse mantenido firme, durante casi cuatro décadas, solo o acompañado, frente al designio de su arrasamiento. Pero el oficialismo católico en Latinoamérica --no necesariamente los curas de base-- siempre ha hecho buenas rondas con el intervencionismo de Estados Unidos; mientras subsistió el orden bipolar que él contribuyó a destruir, Wojtyla se mantuvo siempre en la cancha opuesta a la de Cuba, y a fin de cuentas la independencia y la autodeterminación --con excepción de las de Polonia ante Moscú-- no han sido nunca una preocupación relevante en el discurso vaticano.

Muy probablemente, el régimen de Castro estará en condiciones de capitalizar, en términos políticos, la ilustrísima visita. Pero hay el riesgo de que el balón de oxígeno que generosamente le ofrece Wojtyla esté lleno más bien de gases venenosos: si hasta ahora el régimen cubano ha podido llevar su relación con la feligresía católica en forma poco conflictiva, la inevitable apertura religiosa que está teniendo lugar en la isla a raíz de la llegada de Juan Pablo II abre un espacio cuyo control político será imposible o casi imposible.

Me parece realista pensar que Wojtyla llega a Cuba a promover sus productos en un mercado espiritual próximo a la apertura --y que, a juzgar por lo que aconteció en Europa del este después de la caída del muro, puede estar en vísperas de una muy reñida competencia--, así como a buscar posiciones de influencia que le permitan a la Iglesia católica erigirse en árbitro central de una transición política no muy lejana.

Todos esos cálculos, y muchos más, puede haber en los entretelones de la visita de Estado del Papa a Cuba. Pero difícilmente explican la empatía profunda que parece haberse establecido entre ambos dirigentes a últimas fechas. Para calibrar su intensidad, basta con cotejar la declaración (14 de diciembre) en la que Castro describió a Wojtyla como ''un verdadero santo'', elogio que suena un tanto impúdico y desmesurado. Lamento suponer que en este inopinado acercamiento tienen un papel definitorio los puntos en común de ambas personalidades. Uno y otro son cruzados de su propia fe, pregoneros de mensajes más bien antiguos y un tanto fundamentalistas; los dos son empecinados sobrevivientes --uno del socialismo, otro del socialismo y del capitalismo-- con historias de resistencia heroica tras ellos; ambos poseen un marcado factor de anacronismo y han de sufrir, me imagino, una sensación de incomodidad en un entorno mundial obscena y generalizadamente volcado al pragmatismo, la frivolidad, el consumismo y los goces materiales; ambos están seguros de que no hay más rutas que las suyas, y los dos perciben el pluralismo, la tolerancia y la diversidad como graves amenazas. Finalmente, tanto Castro como Wojtyla son dos de esos seres cada vez más escasos --por fortuna-- capaces de encontrarle su lado sexy al martirologio. Que Dios los bendiga y que la Historia los absuelva. Según esto, Cristo y El Che, uno en el Cielo y el otro en la inmortalidad histórica, deben estar de plácemes por el encuentro.

6.1.98

Matanzas


Los entornos geográficos son diversos y abundantes: es en los Balcanes, es en el Magreb, es en los Altos de Chiapas, y las razones profundas van desde los pleitos milenarios entre cristianos y musulmanes y el grado de pureza de la fe hasta las independencias regionales. A veces, como en Acteal, no se requiere de coartada alguna: basta con la fobia a los pobres que de pronto se vuelven insumisos. Los saldos políticos son también diversos. Una carnicería como las que ha vivido el mundo este diciembre puede horrorizar hasta tal punto que allane los obstáculos a la paz, o bien puede ahondar la sentina de los rencores y desatar surtidores nuevos de agresiones y tripas al aire.

Pero las víctimas de los extremistas islámicos y de los paramilitares chiapanecos y de los artilleros serbios permanecen unidas para siempre, en las fotos cada vez más amarillas de las hemerotecas, por un aire de familia y por procesos que les son comunes y que se inician una vez que los exterminadores han hecho su tarea con balas expansivas o con alfanjes, bombas o machetes: la palidez, la rigidez, la descomposición; el llanto de los deudos --si quedaron algunos vivos-- y la inhumación o la cremación. Pero, sobre todo, comparten el desinterés rotundo y definitivo por las razones propias y las de sus victimarios, la indiferencia ante la democracia, la tierra, la justicia, la tolerancia y la libertad.

No ha de ser tan difícil armar a una banda de pobres diablos y convencerlos de que su tarea más importante en la vida consiste en privar de ella a unos prójimos que duermen o que rezan o que siembran. Pero después de consumada la hazaña, no hay quien logre disuadir a los muertos de su indiferencia irremediable ante todo lo que, a fin de cuentas, ya no los rodea. Por eso una matanza no determina victorias ni derrotas de uno u otro bando: es, en cambio, la derrota del juego mismo de estar vivos y convivir en la pelea, el sufragio, el trabajo, la lucha por el poder, la compraventa, el amor y el odio, la erección de naciones y la organización de partidos, iglesias, parlamentos, la redacción de ilíadas, popol vúhes, coranes, biblias y constituciones.

Estas matanzas también han dejado en las páginas de los diarios una profusión de fotos de bebés con sondas y vendajes. En ciertos estamentos de la desprotección extrema y del desamparo máximo, la vida es más resistente de lo que podría pensarse. De seguro, el bebé chiapaneco y el bebé argelino que se debaten entre tubos de suero en sus camas de hospital simultáneas y remotas, no llegarán a conocerse nunca cuando sean adultos. Pero acaso desarrollen percepciones parecidas sobre el mundo, los mundos, los países, que les dieron la bienvenida a punta de balazos y lesiones de arma blanca. Si logran sobrevivir a sus heridas, si logran abrirse paso en la intemperie social que de todos modos les espera, algo que por hoy nadie sabe nos dirán cuando aprendan a hablar, cuando sean ciudadanos de ese siglo XXI que --es un decir-- estamos construyendo.