10.6.97

Clones, embriones, reos


A muchos investigadores deben estárseles quemando las habas por practicar en un prójimo las técnicas de clonación puestas ya a punto con la oveja Dolly y la copia gemela que sacaron de ella. En verdad, la posibilidad de aplicar el procedimiento en humanos permite imaginar situaciones divertidas, picarescas y chuscas, pero también circunstancias de pesadilla: por ejemplo, un Capitolio poblado por 500 réplicas exactas del senador Jesse Helms. Tal imagen pudo cruzar ayer por la mente de William Clinton, cuando ante los integrantes de la Comisión Nacional de Asesoría Bioética recomendó prohibir la clonación de seres humanos completos.

A juicio del mandatario, debiera permitirse que científicos y médicos experimenten con embriones, pero no que los productos de tales investigaciones, una vez manipulados, sean implantados en mujeres con el objetivo de producir embarazos viables.

Parece sencillo, pero para asimilar y regular las nuevas tecnologías que obligan a relativizar y a revisar el sistema de valores sociales y morales básicos sería necesario tener un panorama claro y consensual de tales valores. Por desgracia, incluso si se dejan al margen los nuevos problemas planteados por la clonación, los principios están más embrollados de lo que suele pensarse.

Un caso simple sería el del derecho a la vida. En la lógica de los antiabortistas, para quienes todo óvulo fecundado debe tener pleno ejercicio de los derechos humanos, la segunda parte de la recomendación presidencial --la de permitir las prácticas científicas con embriones-- resultarían inaceptables. Pero los enemigos estadunidenses del aborto no parecen tener muy claras las cosas: en nombre del derecho de los embriones a la vida, a principios de este año pusieron una bomba en una clínica de abortos, en Atlanta, y estuvieron a punto de enviar al cementerio a 12 humanos adultos.

Los núcleos conservadores de la mentalidad estadunidense son capaces de generar cosas tan contrastadas como el afán de defensa de los nonatos, los impulsos homicidas de Timothy McVeigh --el veterano de la Guerra del Golfo que mató a más de 160 personas de un bombazo-- y las voces justicieras, compartidas por 67 por ciento de la población, que ahora están mandando a McVeigh a la silla eléctrica.

Esta moral confusa y contradictoria que se respira en la sociedad del país vecino tal vez se encuentra en el origen de actitudes tan disociadas como la que tuvo hace unos días una jovencita de 19 años en Forked River, New Hampshire, en su graduación de High School. En algún momento del baile la escolapia se sintió mal, fue al baño, parió a un bebé de tres kilos, lo tiró a la basura y regresó a la pista para seguir bailando con su novio. Las autoridades están a la espera de los resultados de la autopsia del producto, para determinar si nació muerto o si lo mató su danzarina progenitora, en cuyo caso podrían enjuiciarla y pedir para ella la pena de muerte. De hecho, en New Hampshire dos madres adolescentes corren el riesgo de ser condenadas a la pena capital por haber matado y tirado al basurero a sus hijos recién nacidos.

En otro track de la sociedad los instintos maternales están siendo llevados a límites extraños en función de intereses comerciales. Se ha puesto de moda la adopción de mascotas que existen sólo en el disco duro y en el monitor de la computadora, es decir, virtuales, que, nacen, crecen y demandan cariño y atención por parte de sus usuarios adoptivos, y que en caso de no recibir afecto e interés mueren de tristeza (o sea, se borran de la memoria de manera automática).

Cuando hay asuntos de base tan obviamente irresueltos, es sensato dudar que la sociedad y el gobierno estadunidense estén en condiciones de entender, asimilar y regular de manera satisfactoria las implicaciones sociales, jurídicas, políticas y humanas de desarrollos científicos como la clonación y la recopilación del genoma humano. Lo más que se puede esperar es que Hollywood siga jugando con las paradojas a las que dan lugar esas tecnologías, y que muchos ciudadanos sigan empeñándose en demostrar que la realidad va siempre más allá que la ficción.

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