25.2.97

Efecto cocaína


Hace un par de años el Efecto tequila puso en situación delicada a los fanáticos a ultranza de la globalización financiera. Ahora, el descubrimiento de las actividades en las que el general Jesús Gutiérrez Rebollo empleaba su tiempo libre motivará sin duda algunas preguntas sobre la pertinencia de una coordinación multinacional demasiado estrecha en materia de combate a la delincuencia y sobre los axiomas sobre los que ha venido desarrollándose la lucha contra las drogas.

A pesar del trago amargo, no deja de tener gracia el que Estados Unidos haya puesto algunos (¿pocos? ¿muchos?) de sus secretos de inteligencia policial en manos de un señor que acaso los entregó, a su vez, a una gorda corporación delictiva. Y no es que se desee el triunfo de los capos de Tijuana sobre los sheriffes de Washington. Simplemente, después de muchos años de una guerra que en América Latina sólo ha dejado violencia, muerte, corrupción y deterioro institucional, reconforta que le haya tocado al fin a la Casa Blanca preocuparse un poquito por los efectos que esa batalla está teniendo en su propia seguridad nacional.

Ahora la estridencia del gobierno estadunidense puede hacer que la afectación de sus aparatos policiales y de inteligencia por la narcocorrupción que tiene lugar en otro país parezca únicamente un asunto bilateral.

Pero si además de intercambiar información con la DEA, el INCD de Gutiérrez Rebollo tuvo tratos similares con organismos policiales de otras naciones latinoamericanas (¿Colombia? ¿Panamá?), acaso el episodio tenga consecuencias negativas también en el ámbito multinacional de la lucha contra las drogas. Estaríamos en presencia de algo así como el Efecto cocaína.

El caso es que Estados Unidos ha sido el principal promotor en el continente de la globalización en materia de inteligencia, cooperación militar y combate a las drogas. Para bien o para mal --casi siempre para mal-- las principales iniciativas en esta línea han sido formuladas por Washington. De esta forma, América Latina se ha visto involucrada a regañadientes en esquemas de cooperación antidrogas que colocan el grueso de la guerra --y de la responsabilidad-- en sus propios países: pese a todo, y a un precio altísimo, la descertificada policía colombiana mató a balazos a Pablo Escobar y metió a la cárcel a los Rodríguez Orejuela, en tanto que las instituciones mexicanas capturaron al Chapo Guzmán, le echaron el guante a Juan García Ábrego y al Güero Palma; en cambio, en Estados Unidos, los muchachos de la DEA y los cientos de corporaciones policiales estatales y municipales no son capaces de aprehender más que a jóvenes pandilleros y a pobres diablos de gabardina que venden gramos al menudeo.

No hace mucho, un funcionario de Washington contó el cuento de hadas de que en territorio estadunidense no hay capos y que la distribución de la droga es, allá, asunto exclusivo de microempresarios. Pero es poco probable que los vendedores callejeros, casi siempre jóvenes negros, que comparecen año con año en las cortes de Estados Unidos por vender cantidades homeopáticas de cocaína y crack sean, en conjunto, los responsables de esa salutífera inyección de cientos de miles de millones de dólares que, provenientes del comercio ilícito, reciben Wall Street y el sistema financiero internacional.

La palabra clave es prohibición, la única manera de lograr que unas sustancias abundantes y de producción fácil alcancen precios astronómicos y cuyo comercio pueda, de esa forma, convertirse en una actividad económica de importancia equiparable a la industria petrolera internacional o a la venta de armas.

Quedan por descubrir las cadenas de transmisión entre los intereses del lavado de narcodólares y la moralina galopante de representantes y senadores que se rasgan la corbata al pie del Capitolio cada vez que se menciona la legalización de la droga como única vía para devolverla a su ámbito natural, el de un problema de salud pública, y acabar con la pesadilla política, policiaca y social en que han derivado las estrategias prohibicionistas.

Algún día tendrá que admitirse que son precisamente tales estrategias las que crean los escenarios propicios para que las bandas acumulen enormes poderes y para el surgimiento de los muchos Gutiérrez Rebollo que seguramente existen en otras naciones de América Latina y, por descontado, también en Estados Unidos.

18.2.97

Pobre la Francia, si supiera


Si tú, bárbaro --uruguayo, chino, neozelandés o mexicano--, eres víctima de un asalto en plena calle y acudes a quejarte a la Prefectura de Policía, lo más probable es que te manden, con cajas destempladas, a tu embajada respectiva. Y si tal ocurre en el París cosmopolita, ¿qué cabe esperar en Toulon, cuya alcaldía está ya en manos de los fóbicos de Le Pen? ¿Que te acusen, tal vez de intrigar contra la Patria, en el supuesto de que los ladrones sean franceses?

Hace poco la Asamblea Nacional aprobó una ley que obliga a todo ciudadano que albergue en su casa a un extranjero a informar de ello a la Policía. Hace mucho que la misma Policía es la encargada de llevar los trámites migratorios: si quieres una extensión de tu visa o si deseas cambiar de domicilio, vas a la Prefectura, el sitio más crudo de un Estado que incluye también Matignon, el Louvre, las Tullerías, El Eliseo y La Sorbona; el sitio en donde la apuesta civilizatoria de Francia se reduce a macanas y uniformes, armas de reglamento, sospechas y huellas dactilares.

A'i la llevas, Francia. Cuando empieza a cobrar cuerpo la más ambiciosa apuesta de convivencia multinacional, en cuya construcción los franceses, queriéndolo o no, depositaron una buena porción de su energía, y cuando la Europa sin fronteras y sin pasaportes comienza a volverse algo más que un sueño disparatado, la mayoría oficialista le da la razón al chovinismo y a la xenofobia.

Pobre la Francia. Si supiera qué clase de porvenir insípido y monocorde le espera sin sus árabes, sin sus negros, sin sus judíos, sin sus rusos, sin sus polacos, sin sus armenios y sin sus vietnamitas.

Toda tierra de refugio establece con sus refugiados --económicos, políticos, culturales-- un trato mutuamente provechoso. Para darse cuenta de ello, basta con realizar el mínimo ejercicio de imaginar a Estados Unidos sin Robert de Niro, sin Madonna, sin Madeleine Albright, sin Mario Molina (y sin otra veintena de premios Nobel, incluido Henry Kissinger), sin Herbert Marcuse, sin Noam Chomsky, sin Francis Fukuyama y hasta sin Lorena Bobbit, y a una economía estadunidense desprovista del vital impulso competitivo que le otorgan las bajas percepciones de los trabajadores mexicanos.

De la misma manera, una Francia sin inmigrantes sería una Francia sin Chopin, sin Picasso, sin Ionesco, sin Gurdjieff, sin Greimas, sin Heredia, sin Arrabal, sin Kieslowsky, sin Brel ni Moustaki, sin Maalouf y sin Touré Kunda, entre muchísimos otros, es decir, una Francia social y culturalmente irreconocible.

"¡Ah, pero los empleos...!''

Tal vez con la legislación antinmigrante se logre abatir ligeramente la tasa de desempleo que afecta a los ciudadanos franceses. De todos modos, los trabajadores provenientes de países de la Unión Europea con mayor paro que Francia --España y Portugal, en primer lugar--, esos que no tendrán que ser registrados ante la Policía como si fueran armas de fuego o animales peligrosos, seguirán ocupando puestos de trabajo que los franceses no desean, y el desempleo va a quedarse más o menos igual. En cambio, se ha lesionado, acaso de manera irremediable, la condición de Francia como tierra de asilo, el crisol cultural y social, la tierra de los intercambios, las contaminaciones y los contagios, el ritmo sonoro de las ciudades, la libertad, la igualdad y la fraternidad.

Pobre la Francia. Si supiera.

11.2.97

Tiempos de carnaval


En este febrero pagano de carrozas alegóricas y tetas al aire, no pocas mascaradas encontrarán inspiración en los episodios fatuos de la vida política latinoamericana. Así retribuyen las altas esferas lo mucho que tomaron prestado de las carnestolendas y que ha traído nuevos aires a las instituciones.

En parlamentos, presidencias y procuradurías se vive un periodo intensamente literario  --Fuentes dixit-- en el cual el subcontinente asiste al reencuentro de la política y la novela de folletón o el melodrama. Quienes las escuchamos no habríamos imaginado toda la profundidad de las palabras del malogrado Ignacio Cabrujas cuando, una semana antes de morirse, dijo en México que la telenovela es un género propio y exclusivo de América Latina, el único que somos capaces de producir y consumir masivamente en estas naciones y en el cual nos asomamos al espejo.

Nuestras clases políticas parecen haber hallado, por fin, el discreto encanto de la narrativa; con 97 años de retraso el estilo de su hablar está saliendo de los mármoles decimonónicos e ingresando al coloquialismo con más rapidez que la del tránsito de nuestras economías al mercado global; la truculencia se vuelve recurso de gobierno; se ejerce el mando a punta de revelaciones abracadabrantes, sabiamente administradas para conjugar la respiración en vilo del respetable con los latidos de la economía; las videntes y los consejeros espirituales pululan en las nuevas cortes; gracias a ellos, los funcionarios ya no buscan inscribir sus nombres y sus periodos en la Historia, sino en la Era de Acuario.

A diferencia de los antiguos tiranos de la primera mitad del siglo, que resultaban humorísticos y pintorescos sin proponérselo, nuestros nuevos gobernantes tienen la conciencia posmoderna de su necesaria función histriónica porque gobernar es, entre otras cosas, entretener. Nunca como ahora había sido tan fácil para los medios el convertir las secuelas de los juicios políticos o judiciales en episodios que concentran una enorme tensión dramática (sobre todo al final) y obligan a no perderse el próximo capítulo.

Las tecnocracias gobernantes han abandonado su grisura tradicional para incursionar en el happening (véase la creatividad de Bucaram, que organizó el espectáculo de su propia caída para contrarrestar el aburrimiento de los ecuatorianos), el performance y (como en El Encanto) la instalación. Las hazañas administrativas no tienen porqué presentarse únicamente en filas y columnas de números insípidos.

Qué paradoja: mientras más se consolida y uniforma la ortodoxia neoliberal, mientras más se oficializa la nueva religión de Estado (la penitencia salarial, el libre albedrío de los precios, los pecados capitales del déficit fiscal, la inflación, el populismo y los subsidios, exceptuando aquéllos destinados a la especulación), mientras más cala la solemnidad inamovible del realismo financiero, mayor el desenfado y la originalidad con la que se exhibe la administración pública: es claro que el sentido del ridículo, la sensación de oso, el temor al pancho, son obstáculos que deben ser removidos en la perspectiva de dar rienda suelta a las potencias creadoras.

No está nada mal eso de soltarse el pelo con la misma determinación con la que se aprieta el gasto público. Gracias a ello, en esta temporada carnavalera las dependencias públicas de América Latina podrán participar en los desfiles con sus propias carrozas alegóricas (y es que el escarnio popular pierde su sentido cuando los gobernantes practican, en forma preventiva, el autoescarnio). Siempre y cuando, claro está, se concesione a la empresa privada la organización del evento, porque ya se sabe que el Estado no tiene capacidad para administrar y, para colmo, carece de sentido del humor.

4.2.97

La hermandad de los aviones


Curiosa en verdad es la propuesta de Estados Unidos para conformar una fuerza aérea continental. Curiosa porque la aviación militar del país vecino y las de las naciones latinoamericanas no tienen en común más que la crisis vocacional por la que atraviesan en estos tiempos.

La United States Air Force es la flota aérea más poderosa del mundo. Organizada para enfrentar y derrotar a los aviones soviéticos, armada con bombarderos nucleares y aviones de ataque a tierra invisibles al radar, equipada con aparatos interceptores capaces de detectar y destruir, mientras vuelan dos veces más rápidos que el sonido, una bicicleta cualquiera que se pasee treinta kilómetros por debajo, lista para convertir silos nucleares en bolas de fuego, la fuerza aérea estadunidense enfrenta, ciertamente, un severo problema existencial. Ya el hecho de que la única misión de importancia que conoció en los últimos años fuera el bombardeo de las posiciones terrestres de los aterrorizados soldados de Irak resultó una suerte de anticlímax para los miles de guerreros del aire originalmente entrenados para medir sus alas con los MiGs de última generación.

Los pilotos de la USAF han avanzado en las situaciones embarazosas. Su buena puntería quedó de manifiesto cuando aplastaron a varios kurdos iraquíes a los que pretendían auxiliar con el lanzamiento de paquetes de ayuda humanitaria. Y para qué hablar de Somalia, en donde algunos lugareños derribaron un par de helicópteros estadunidenses y se desayunaron a sus tripulantes.

Últimamente, para colmo, se propone destinar a estos ángeles de tecnología de punta a perseguir las avionetas y los jets comerciales que utilizan los narcotraficantes para llevar toneladas de felicidad artificial a las tierras del pay de manzana, y para ello se les pide que confraternicen con sus primos pobres del continente, los cuales tenían en mente misiones muy distintas.

La generalidad de las fuerzas aéreas de Latinoamérica se consolidó en torno a dos objetivos: por una parte, como instrumentos de disuasión en los no siempre potenciales escenarios bélicos surgidos de las añejas rivalidades vecinales que se interponen entre Chile y Argentina, entre Argentina y Brasil, entre Ecuador y Perú, entre Colombia y Venezuela, entre Guatemala y El Salvador, entre otras; por la otra, rociar el napalm que sobró de la guerra de Vietnam sobre bosques y selvas con fines de contrainsurgencia. Ambas circunstancias, la del combate a las guerrillas y la de los conflictos bilaterales, se han ido desdibujando en forma persistente.

Por desgracia o por fortuna, con excepción de la aviación cubana --que es harina de otro costal--, y a pesar de los pocos escuadrones de aviones modernos de que disponen Brasil, Perú, Venezuela, Ecuador y Argentina, las fuerzas aéreas latinoamericanas son de pacotilla. En la década pasada la aviación militar más poderosa de la región fue lanzada a la aventura de las Malvinas, en donde los Mirage, los Skyhawk y los más modestos Pucará fueron derrotados y diezmados por un puñado de aviones Harrier de despegue vertical armados con misiles de última generación. Hoy se ha ensanchado notablemente esa brecha tecnológica entre los mejores medios aéreos de una potencia media del Cono Sur y los de un imperio de segunda como Gran Bretaña.

Pero hasta los aviones militares más humildes y anticuados resultan excesivos para interceptar los vuelos de los narcos, no sólo por los costos de mantenimiento y operación sino, muy especialmente, porque ello significaría un grave riesgo para la aeronavegación civil. Mandar al cielo a las fuerzas aéreas --conjuntas o por separado-- lleva, casi obligadamente, a vetar el espacio aéreo correspondiente a los vuelos comerciales y privados. Cuando hay ambiente de persecución y guerra en el aire, las confusiones son tan fáciles y frecuentes que todo aparato militar que se respete debe llevar a bordo un dispositivo de identificación (IFF) que emite señales electrónicas codificadas para evitar que los pilotos amigos lo derriben por accidente. Y en esas circunstancias los propios gringos pueden ser muy brutos, como lo demostraron en el Golfo Pérsico (antes de la guerra), cuando un barco de guerra de la US Navy destruyó, por error, a un jet de la línea aérea iraní repleto de pasajeros.

Si se trata de combatir la drogadicción y el narcotráfico, el gobierno de Washington tendría un campo de operaciones más importante en las escuelas y los hogares de su propio país que en las bases aéreas y los cielos de América Latina.

En lo que nos concierne, ninguna amenaza sobre los cielos del continente podría justificar la asimétrica alianza que propone Estados Unidos. ¿De qué o de quién tendríamos que defendernos como para uncir nuestras viejas avionetas artilladas a los formidables cazas estadunidenses? ¿No será acaso que la McDonell-Douglas, la General Dynamics, la Northrop y la Grumann necesitan colocar en algún mercado sus mercancías excedentes? Si es así, debiera resultar claro que en América Latina lo último que nos hace falta son los productos de la moda aeronáutica o la asesoría de los ángeles guerreros para colocar un misil antirradiación en un punto preciso. Requerimos, más bien, de aviones y avionetas y helicópteros civiles y desarmados que comuniquen poblaciones, que aligeren el peso de la construcción de infraestructura y que apliquen sus alas, sus reactores y sus hélices, en el combate a la marginación, el aislamiento y la pobreza.