23.7.96

Víctimas y preguntas


El tirón de la gravedad ya ha pasado. Miras cómo se apaga la señal que ordena mantener abrochado el cinturón. Pones la revista de aviación en su sitio, en la bolsa del asiento de adelante, y te dispones a reclinar el respaldo de tu asiento y a relajarte. Pero no llegas a hacerlo, porque de pronto el reducido espacio en torno a ti se convierte en fuego y en un estruendo sólido que destruye tus canales auditivos. Tal vez te quepa la infinita suerte, entonces, de no pensar, de perder el conocimiento y ahorrarte, así, la caída libre, el golpe ensordecedor en la superficie del agua -que a esas velocidades y con esas inercias se comporta casi como un cuerpo sólido- y la llegada de la negrura definitiva, mientras flotan a tu alrededor raciones de vuelo no probadas, pasaportes y pedazos de equipaje.

Tú ya no vas a pensar en nada. Pero tus familiares y tus amigos, al evocar tu absoluto desamparo a diez mil pies de altura, tal vez piensen en lo inútil que resultaron las medidas de seguridad en el aeropuerto John F. Kennedy y en el desconsolador dispendio que significan los gastos estadunidenses en seguridad nacional, si se les ven a la luz del estallido de un avión en el cielo nocturno de Long Island. Su dolor por haberte perdido seguramente se mezclará con la ira contra los asesinos imbéciles que destruyeron más de 200 vidas humanas y un avión carísimo con un simple paquete de dos kilos, o jalando el gatillo de un disparador de misiles que cabe en la cajuela de un automóvil mediano. Pero acaso algunos de ellos se pregunten también de qué les han servido, a ti y a ellos, las campañas de Washington contra "los países que apoyan el terrorismo'', y el sistema de radares que escruta los cielos estadunidenses, y el arsenal nuclear que aguarda en sus silos subterráneos la llegada de un nuevo enemigo mundial, y el nuevo avión de guerra ATF, invisible a los radares, y los portaaviones con sus grupos de combate y acompañamiento, y las patrullas de la Migra, y el FBI, la CIA y el Strategic Air Command, y los miles de efectivos militares desplegados en la región del Golfo Pérsico, y el boom de tecnología de punta que se generó en torno al Proyecto de Defensa Estratégica, en la década pasada, y que llenó a Nueva Inglaterra de empresas tan prósperas como efímeras. Y se preguntarán por qué todos esos dólares, todos esos hombres, todos esos circuitos electrónicos y todas esas balas, no pudieron salvar tu vida.

Otros se harán una pregunta más inquietante: por qué se sigue recurriendo, a 50 años del fin de la segunda Guerra Mundial, a dos siglos de la Declaración de los Derechos del Hombre, a cinco de la caída de Bizancio y milenios después del arrasamiento de Cartago, al descuartizamiento de cuerpos inocentes para defender una causa cualquiera que naufraga, necesariamente, en los actos de sus criminales defensores. Por qué (se lo preguntaba Joaquín Pasos en la Managua de hace 50 años), después de todo este río de sangre, "sigue fiel el amor del cuchillo a la carne''. Tal vez --dirán algunos-- habría que gastar más dólares en armas, poner a punto nuevos aparatos sofisticados de detección de explosivos, incrementar la resolución de los satélites de observación, desplegar más guardias armados en los aeropuertos, contratar más espías y bombardear más "guaridas de terroristas'' en rincones lejanos del planeta. Tal vez, se dirán otros, no han sido suficientes las embajadas, los parlamentos, los juzgados, las elecciones, los organismos internacionales, las misiones de paz, los fondos de asistencia social interna y externa y los demás mecanismos para resolver diferencias en forma civilizada.

Pero lo más grave es que que a ti, niña de secundaria, anciano jubilado, ejecutivo, deportista, azafata o publicista, estadunidense o francés o chino, en el fondo del mar, en los gabinetes forenses o donde te encuentres, te han quitado para siempre el interés por encontrar respuestas a esas preguntas, que tal vez no llegaste a plantearte. Y que no te harás ya nunca.

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