5.11.96

EU: aburrición y comicios


Una regla básica de las telenovelas que me enseñó Alberto Barrera es que cuando aparece la felicidad se acaba la historia. Ahora que lo escribo caigo en la cuenta de que Francis Fukuyama partió del mismo principio, aunque al parecer no tomó en cuenta las diferencias que deben existir entre la población del mundo y la audiencia de un melodrama televisado: en la segunda hay claros consensos sobre la ubicación del bien y del mal, pero la primera difícilmente puede compartir una misma definición de lo que es la dicha. Así, lo que en Alberto es sabiduría de un oficio, en Francis es pura intoxicación ideológica e ignorante arrogancia de la pluralidad humana.

Lo anterior viene a cuento porque la campaña electoral de este año en Estados Unidos, una vez despojada de programas, plataformas y confrontaciones de fondo, se convirtió en un espectáculo televisivo en el cual los dos candidatos principales han venido interpretándose a sí mismos en una aburrida saga cuyo final conoce todo el mundo. Cuando la política real desaparece queda la actuación; los debates entre Clinton y Dole fueron duelos verbales reposados y cordiales que bien pudieron haber transcurrido frente a una chimenea y entre copas de cognac, como corresponde a las pláticas entre rivales civilizados.

A pesar de que es un poquito mentiroso y algo coqueto, Clinton tiene más madera de ídolo que Dole, quien, por cierto, ni siquiera llega a encarnar al malo: es simplemente un pobre anciano que se ve obligado a madrugar y a desvelarse más de la cuenta, a teñirse el pelo y a hacerse el payaso para implorar el sufragio del prójimo.

Con semejante construcción de personajes, la telenovela Casa Blanca 96 tenía que resultar fallida. Si en las elecciones de hoy estuviera en juego la vida de alguien, si se estuviera votando en un referéndum la realización de un trasplante de hígado o si por lo menos el candidato republicano pretendiera el amor de Hillary, la tercera protagonista en el guión, tal vez se abultaría el rating de electores de este martes.

En esta ocasión, la tragedia, la intriga y el suspenso han quedado fuera del libreto. En los capítulos de este drama electoral que está a punto de terminar no se aborda, por ejemplo, el destino inmediato del negro que se llena los pulmones con humo de crack, no se menciona a los íngrimos jubilados que sobreviven en departamentos ruinosos alimentándose con comida de gato, ni se hace referencia a la cacería cotidiana de los indocumentados y sus cachorros que tiene lugar en los territorios estadunidenses en los que esta especie ha sido declarada plaga nacional, a pesar de sus sustanciales aportes a la economía.

Tampoco se toca el tema de los miles y miles de ciudadanos solitarios que ahogan su depresión en viajes sedentarios de diez mil calorías por hora frente a un televisor cualquiera, desde el cual dos rivales caballerosos se reprochan sus respectivos niveles de colesterol y con base en ellos se descalifican mutuamente para ocupar la Presidencia del país más poderoso y, por ahora, el más aburrido del planeta.

1.10.96

El enésimo incendio


Un mediodía de octubre de 1993, no lejos del hotel Al Shahar y de la Casa de Oriente, en Al Qods, vi pasar por la calle a un grupo bullicioso de niñas palestinas que salían de la escuela. Inadvertidamente, una de ellas dejó caer una plana de cuaderno con una escritura a lápiz, aún vacilante, pero ya marcada por los eternos amoríos entre la gente árabe y la expresión caligráfica. Recogí esa página de cuaderno, que hasta la fecha guardo, como un talismán auspicioso de la paz. En ese entonces estaba todavía fresca la tinta de los acuerdos de septiembre entre Rabin y Arafat, y sus respectivos pueblos estaban viviendo experiencias nuevas a razón de diez por día. En Ramala y Jericó, los militantes de la OLP, que a los 25 años eran ya curtidos veteranos, no lograban superar el asombro cuando los efectivos regulares israelíes llegaban a buscarlos, no para llevarlos a una prisión remota, sino para establecer con ellos los primeros contactos de trabajo. Y en medio de ese aire nuevo, las colegialas palestinas, que habían vivido la mitad de su vida en la Intifada y que conocían de memoria el picor de los gases lacrimógenos tanto como las tablas de multiplicar, caminaban con seguridad y aplomo por las calles de su pequeño mundo. Por ellas, por el contraste de olores, de sonidos y de ambientes, me di cuenta cabal de que el este de Jerusalén es una ciudad distinta por derecho propio y con nombre propio. Jerusalén y Al Qods comparten sólo la blancura de las piedras, y aunque se encuentran en el mismo perímetro urbano, son tan diferentes la una de la otra como San Diego y Tijuana.

Hoy, el señor Netanyahu nos ha hecho el favor de provocar el enésimo incendio en esas tierras, y tal vez el nombre de la niña que, en octubre de 1993 dejó tirada una hoja de su cuaderno escolar en los alrededores de la Casa de Oriente, se encuentre en la lista de bajas civiles.

Los actos implacables de los dirigentes israelíes contra la paz pueden parecer el fruto de la estupidez y la soberbia, pero no lo son: son, por el contrario, el resultado de un designio largamente estudiado en los años en que el Likud andaba en la oposición. Todo judío sabe que una profanación extraña de los sitios sagrados y del lugar de los muertos propios es una provocación intolerable, como lo sería que un gobierno cualquiera excavara un túnel "arqueológico'' bajo Auschwitz o bajo el Muro de las Lamentaciones. No: el empecinamiento en hurgar el subsuelo palestino tenía como propósito echar a perder un proceso de paz que el gobierno israelí, y los sectores que lo sostienen, consideran incompatible con su propio integrismo.

Netanyahu hizo carrera maltratando a los delegados palestinos y mostrándose inflexible en las negociaciones que iniciaron en Madrid después de la Guerra del Golfo. Una vez en el gobierno, las actitudes de Netanyahu obligan a recordar a esos jóvenes nacidos en Nueva York y cuya falta de identidad los convierte, una vez llegados a Israel, en un mecanismo fanático calibre nueve milímetros, en combinaciones desérticas de rambo y de rabino, en yuppies talmúdicos antes dispuestos a matar que a comprender. Cómo no recordar, ante los actos de gobierno de Netanyahu, a los niños tontos que, en sus ratos libres, abren fuego contra los feligreses de las mezquitas o asesinan a Yitzhak Rabin.

Por desgracia, este espíritu bárbaro tiene hoy la mayoría en el Knesset. Mientras que del lado palestino los promotores del martirio islámico y de la guerra santa se encuentran --hasta ahora, y tal vez no por mucho tiempo-- marginados, el gobierno de Israel está en manos de quienes no quieren ver, por las calles de Jerusalén y sus confines, a niños palestinos yendo o viniendo de la escuela, sino a jóvenes tirando piedras y a mártires de la dinamita preparando atentados.

Vendrán tiempos mejores. Hoy, el peor insulto que puede proferirse a los sepultureros de la paz es conservar, intactas y compartidas, dos admiraciones: al tesón laborioso de los judíos, que en dos décadas construyeron un Estado nacional --una tarea que a los pueblos europeos les llevó siglos-- y a la resistencia sin límites de los palestinos, que durante sesenta años han resistido a lo indecible, se han negado a desaparecer como pueblo y han empezado a edificar, en medio de la adversidad, su propio país. Yo conservo, además, como signo de que la paz es posible, la hoja de un cuaderno escolar con caracteres árabes escritos a lápiz, y espero que a todos los Netanyahus y todos los Abu Nidales del mundo se les malogre su propósito de truncar el camino difícil de esa caligrafía, y espero que aquella colegiala, que un mediodía del otoño de 1993 perdió una página de su cuaderno en los alrededores del hotel Al Shahar, haya salido sana y salva de este incendio, y que pueda crecer para llegar a adulta y escribir con tinta, y con trazos más seguros, la historia de la convivencia pacífica entre su Al Qods palestina y la Jerusalén de los judíos.

20.8.96

Dole y la nada


Si todavía queda alguna sensatez en este mundo, la campaña republicana está muerta: Robert Dole y su compañero de fórmula no tienen nada que ofrecer ante un Clinton que, a fin de cuentas, ha demostrado que es razonablemente capaz de administrar la pausada y discreta declinación de la presencia estadunidense en el mundo.

Para que los republicanos pudieran hacer algo con su programa de destino manifiesto, Estados Unidos tendría que estar afrontando serios peligros domésticos o graves riesgos planetarios. Pero ni unos ni otros están a la vista. Adentro la economía marcha en forma decorosa y afuera no hay nadie que cuestione seriamente el liderazgo estadunidense. A falta de algo mejor, Saddam Hussein, el último gran enemigo de Washington, tuvo que ser sintetizado en los laboratorios de los medios de información y la oportunidad de ejercer la fuerza bélica se agotó en unas semanas infames allá por 1991.

De entonces a la fecha, el planeta, salvo películas, no ha producido nada que pueda seriamente ser considerado como una amenaza a la seguridad nacional de Estados Unidos: los serbios no pueden amagar más que a los bosnios, Corea del Norte es una ruina humana y económica, Irán está encerrado y feliz en su medioevo islámico, los gobiernos de Siria y Libia viven de proferir bravatas evidentes y las tribus que se exterminan unas a otras en Africa sólo son un peligro para sí mismas.

El discurso paranoico de los republicanos se enfrenta con una realidad aburrida y amarga: los rivales de consideración de Estados Unidos lo son en el terreno económico (Europa y Asia), en el que Washington está obligado a observar las reglas de la competencia, en tanto que los enemigos contra los cuales se pretende ejercer métodos "bélicos'' (narcotraficantes y trabajadores indocumentados que invaden el territorio estadunidense sin más armas que las piernas) son de tan poca monta que el poder coercitivo aplicable no es militar, sino policiaco: hoy, el FBI y la DEA ocupan el lugar que tenía antaño el Pentágono en la política exterior de Estados Unidos.

Con sus exhortaciones a recuperar el liderazgo global estadunidense, Dole y sus partidarios van a contrapelo de la tendencia al aislamiento que hoy recorre a la sociedad norteamericana y que, salvo un imprevisto mayúsculo, no va a cambiar en los próximos años. Ciertamente no es probable que el país regrese al aislacionismo casi autista que predominó entre las dos guerras mundiales (cuando Estados Unidos ni siquiera fue capaz de afiliarse a la Sociedad de Naciones), pero tampoco hay, hoy en día, elementos para sustentar el retorno a un activismo imperial tan intenso como el que caracterizó a su presencia en el mundo desde la reacción a Pearl Harbor hasta la culminación de la guerra del Golfo Pérsico.

Cuando Robert Dole y Jack Kemp se aferran a la imagen de Estados Unidos como defensor de la civilización occidental y sucesor de Roma, el país se empeña en voltear hacia sí mismo y en reivindicar raíces más prosaicas: el Mayflower, Buffalo Bill, Henry Ford y la Marc I.

Entonces, el único sustento a la paranoia republicana son las variadas sospechas que suscitan los recientes actos de terrorismo en territorio estadunidense. Pero una propuesta de investigación policial difícilmente podría presentarse al electorado como sustituto de una plataforma política.

Si las cosas siguen como van hasta ahora en las campañas presidenciales de Estados Unidos, Dole tendría que inventar un nuevo planeta --o revivir una circunstancia mundial que forma parte del pasado-- para ganar los comicios de noviembre. Para permanecer otro periodo en la Casa Blanca, Clinton, en cambio, sólo tiene que abstenerse de cometer demasiados errores.

Uno y otro expresan, a su modo, el grado de vacuidad al que ha llegado la vida política en la nación más poderosa del mundo.

14.8.96

Prohibición


Digamos que sí, que las drogas prohibidas, las suaves y las duras, son más venenosas para los organismos y más perniciosas para las sociedades que el alcohol, el Nintendo, el póquer y el café, por mencionar sólo algunas sustancias o actividades adictivas que los abuelos pueden confesar sin vergüenza ante sus nietos, y viceversa.

Aun dándolo por cierto, el argumento de la peligrosidad social es lamentable, porque proyecta, en el ámbito mundial, o casi, la imagen de unos Estados con muy poca autoestima y un sentimiento de seguridad por los suelos: si el consumo de cocaína realmente pusiera en peligro la seguridad nacional de Estados Unidos, habría que concluir que Estados Unidos es la sociedad más débil del planeta; si la heroína lograra arrasar a los países del viejo continente, ello querría decir que la energía vital de éstos habría llegado a su término, y que no valdría ni siquiera la pena gastar esfuerzos en la construcción de la Unión Europea.

Ninguna cultura resultó jamás destruida por sus drogas, y si éstas llegaron a constituir algún riesgo en ese sentido, la prohibición no fue la manera de evitarlo. Cada segmento de la humanidad ha vivido con su carga a cuestas de alucinados, atontados o iluminados, minoritaria, tolerada a veces, sacralizada en casos excepcionales, proscrita casi siempre, enfrentada por norma a un abanico de sanciones que va desde la conmiseración o el desprecio hasta la pena de muerte. Los casos más extremos de peligrosidad social de las drogas tienen que ver, en todo caso, con una utilización en el marco de políticas coloniales, como lo hicieron las autoridades españolas cuando alentaron el consumo de alcohol entre los indios de América, y los ingleses, que propiciaron los fumaderos de opio en China.

Por otra parte, el argumento de que las drogas prohibidas lo son porque hacen daño a los individuos, se enfrenta a una creciente conciencia sobre la necesaria soberanía del organismo como parte fundamental y básica de los derechos humanos, una conciencia para la cual la autodestrucción debe formar parte, también, de las opciones ciudadanas. Dicho de la forma más cruda, las conquistas de la individualidad y la subjetividad que han marcado a la propuesta civilizatoria occidental desembocan en ųo pasan necesariamente porų el derecho a morirse ųrápido o poco a pocoų, porque sin éste el derecho a la vida no es derecho, sino obligación. En esta perspectiva, si drogarse es un suicidio ų¿lo es en todos los casos?ų, la lucha contra la drogadicción debiera estar limitada a los terrenos siempre polémicos y conflictivos de la educación y la moral, y no ser llevada a los ámbitos legales.

Un Estado que proscribe actividades privadas genera grandes núcleos de poder clandestino en torno a ellas y acaba minándose a sí mismo. En el caso de la droga, su prohibición es la construcción de un poder que se ramifica en muchos y perversos poderes: el del Estado sobre los asuntos privados de sus ciudadanos, el de la policía sobre productores-traficantes-distribuidores, el de éstos sobre los consumidores. Inevitablemente, el círculo vicioso se cierra cuando los mafiosos ejercen su poder económico sobre los funcionarios gubernamentales, y se vuelve inexpugnable cuando los cientos de miles de millones de dólares de la droga ilícita que pasan por el sistema financiero generan una adicción de distinto signo: las relaciones de dependencia que economías enteras ųla de Estados Unidos, en primer lugarų establecen con esos fondos. Cuando las cosas llegan a distorsionarse a tales grados, no es raro suponer que la razón principal para eternizar la prohibición esté relacionada con el temor a perder de golpe flujos monetarios cuya presencia secreta es, sin embargo, decisiva en la economía mundial.

No son las drogas, sino su prohibición, lo que da origen a las grandes corporaciones mafiosas, a las cruentas guerras y campañas gubernamentales de erradicación, a los espectaculares o secretos episodios de corrupción pública y privada, a las distorsiones económicas y financieras provocadas por las operaciones de lavado de dinero en gran escala y a las tensiones y confrontaciones internacionales que se libran en torno a estos asuntos. Si se anula la prohibición, el problema de las drogas dejará de ser nacional e internacional para volver al ámbito del que jamás habría debido salir: el de las decisiones individuales esenciales en torno a la vida, la felicidad, la infelicidad y la muerte, y las formas posibles y personalísimas de administrarlas. 

6.8.96

Del 4 de julio al 6 de agosto


Hay que reconocer que Juan era un escritor sumamente talentoso, pero ciertamente no fue el único que, en su tiempo y en su medio, abordó el tema del Apocalipsis. La escatología daba pie para que muchos alucinados ensayaran, con buena o mala suerte literaria, composiciones en torno al fin del mundo. La mayor parte de esa literatura, los midrash, se ha perdido. Las obsesiones escatológicas --de eschatos, la exploración de los destinos últimos de los hombres y las cosas-- se sumergieron en el Renacimiento, cuando en Europa se vislumbró que acaso la historia humana no iba a tener fin, y recorrieron, en forma subterránea, los cinco siglos que separan a Erasmo de Hiroshima.

Un mes antes del aniversario de la gran parrillada que en esa ciudad japonesa organizó el complejo militar-industral estadunidense, y que Harry Truman sancionó, Hollywood presenta al mundo un manifiesto según el cual el Infierno Final podría ser mucho peor, y mucho más mezquino, que la destrucción provocada por Little Boy y Fat Man, los rudimentarios ingenios atómicos lanzados sobre las ciudades mártires japonesas.

Es revelador que, 51 años después de haber provocado un arrasamiento sin precedentes en un par de urbes enemigas, Estados Unidos presente al mundo un producto cinematográfico que se refocila en la destrucción ficticia de tres ciudades de la Unión Americana. Durante dos horas, a cambio de tres dólares y gracias al sonido Dolby Digital, cualquier espectador del mundo puede sentirse como un ciudadano de Pompeya en el momento de la erupción del Vesuvio. Los habitantes de Nueva York, Washington y Los Angeles pueden identificarse -virtudes psicoterapéuticas del entertainment- con Sodoma y Gomorra.

Las amenazas reales o supuestas a la seguridad nacional trabajan en paralelo con las visiones apocalípticas ancestrales. Unión Soviética, terroristas de Medio Oriente, catástrofes ecológicas, experimentos genéticos que salen de control, tráfico de drogas, conspiraciones varias y ébola: si la industria cinematográfica de un país puede decir algo sobre las obsesiones y los fantasmas de su sociedad, en esa enumeración somera puede condensarse el acento ominoso con que Estados Unidos percibe a su entorno planetario --y extraplanetario, si a la lista se agregan los extraterrestres, procedentes de sabe Dios qué lejano sistema solar o galaxia, y que llegan a nuestra casa con el designio de fumigarnos--. Del Imperio del Mal a la incursión de los virus malignos, para culminar con unos bichos alienígenas tan feos, necios y malvados, que la única forma de combatirlos es procurar que un cuarteto de machos estadunidenses -el Presidente de la República incluido- les rompan la madre.

Revelador: en el matraz de la cultura de masas estadunidense, las pesadillas escatológicas se conjuntan con el tema de las amenazas a la seguridad nacional para crear un género nuevo, más socorrido que la tragedia, la comedia y el melodrama.

23.7.96

Víctimas y preguntas


El tirón de la gravedad ya ha pasado. Miras cómo se apaga la señal que ordena mantener abrochado el cinturón. Pones la revista de aviación en su sitio, en la bolsa del asiento de adelante, y te dispones a reclinar el respaldo de tu asiento y a relajarte. Pero no llegas a hacerlo, porque de pronto el reducido espacio en torno a ti se convierte en fuego y en un estruendo sólido que destruye tus canales auditivos. Tal vez te quepa la infinita suerte, entonces, de no pensar, de perder el conocimiento y ahorrarte, así, la caída libre, el golpe ensordecedor en la superficie del agua -que a esas velocidades y con esas inercias se comporta casi como un cuerpo sólido- y la llegada de la negrura definitiva, mientras flotan a tu alrededor raciones de vuelo no probadas, pasaportes y pedazos de equipaje.

Tú ya no vas a pensar en nada. Pero tus familiares y tus amigos, al evocar tu absoluto desamparo a diez mil pies de altura, tal vez piensen en lo inútil que resultaron las medidas de seguridad en el aeropuerto John F. Kennedy y en el desconsolador dispendio que significan los gastos estadunidenses en seguridad nacional, si se les ven a la luz del estallido de un avión en el cielo nocturno de Long Island. Su dolor por haberte perdido seguramente se mezclará con la ira contra los asesinos imbéciles que destruyeron más de 200 vidas humanas y un avión carísimo con un simple paquete de dos kilos, o jalando el gatillo de un disparador de misiles que cabe en la cajuela de un automóvil mediano. Pero acaso algunos de ellos se pregunten también de qué les han servido, a ti y a ellos, las campañas de Washington contra "los países que apoyan el terrorismo'', y el sistema de radares que escruta los cielos estadunidenses, y el arsenal nuclear que aguarda en sus silos subterráneos la llegada de un nuevo enemigo mundial, y el nuevo avión de guerra ATF, invisible a los radares, y los portaaviones con sus grupos de combate y acompañamiento, y las patrullas de la Migra, y el FBI, la CIA y el Strategic Air Command, y los miles de efectivos militares desplegados en la región del Golfo Pérsico, y el boom de tecnología de punta que se generó en torno al Proyecto de Defensa Estratégica, en la década pasada, y que llenó a Nueva Inglaterra de empresas tan prósperas como efímeras. Y se preguntarán por qué todos esos dólares, todos esos hombres, todos esos circuitos electrónicos y todas esas balas, no pudieron salvar tu vida.

Otros se harán una pregunta más inquietante: por qué se sigue recurriendo, a 50 años del fin de la segunda Guerra Mundial, a dos siglos de la Declaración de los Derechos del Hombre, a cinco de la caída de Bizancio y milenios después del arrasamiento de Cartago, al descuartizamiento de cuerpos inocentes para defender una causa cualquiera que naufraga, necesariamente, en los actos de sus criminales defensores. Por qué (se lo preguntaba Joaquín Pasos en la Managua de hace 50 años), después de todo este río de sangre, "sigue fiel el amor del cuchillo a la carne''. Tal vez --dirán algunos-- habría que gastar más dólares en armas, poner a punto nuevos aparatos sofisticados de detección de explosivos, incrementar la resolución de los satélites de observación, desplegar más guardias armados en los aeropuertos, contratar más espías y bombardear más "guaridas de terroristas'' en rincones lejanos del planeta. Tal vez, se dirán otros, no han sido suficientes las embajadas, los parlamentos, los juzgados, las elecciones, los organismos internacionales, las misiones de paz, los fondos de asistencia social interna y externa y los demás mecanismos para resolver diferencias en forma civilizada.

Pero lo más grave es que que a ti, niña de secundaria, anciano jubilado, ejecutivo, deportista, azafata o publicista, estadunidense o francés o chino, en el fondo del mar, en los gabinetes forenses o donde te encuentres, te han quitado para siempre el interés por encontrar respuestas a esas preguntas, que tal vez no llegaste a plantearte. Y que no te harás ya nunca.

16.7.96

El niño empeñado de Ciudad Juárez


Más allá de cifras, indicadores y movimientos de protesta, la historia de Gabriel Méndez y Cecilia Galván ilustra de manera puntual el callejón sin salida en que la situación económica ha colocado a esas terminaciones de la sociedad que son las personas.

La historia --documentada en cinco párrafos en la página 21 de La Jornada del 11 de julio-- es la siguiente: Gabriel y Cecilia, albañil desempleado y vendedora de chicles, residentes de Ciudad Juárez, tuvieron un niño. La madre acudió a una clínica particular, la cual, después del parto, les presentó una cuenta de 600 pesos. Había que pagarla para poder sacar al recién nacido, pero la pareja no tenía dinero en efectivo. Tampoco disponía de tarjeta de crédito, ni de un Cete o un Tesobono, ni siquiera de una de esas cuentas en Suiza que ahora alimentan el "qué dirán''. Su único bien en este mundo era un recién nacido llorón al que había que sacar del sanatorio privado.

La pareja no tuvo más remedio que empeñar al bebé con una prestamista de nombre Matilde Hernández. Como antes, cuando se podían contratar créditos hipotecarios, uno le daba de garantía al banco la misma casa que estaba comprando. Supongo que acudieron los tres a la clínica, la agiotista pasó a la caja, pagó la cuenta, y recibió a cambio una especie de orden de salida, parecida a las que expiden las cajas de las agencias automotrices cuando uno va a pagar para retirar su coche después del servicio de los 20 mil kilómetros.

Matilde Hernández recibió a cambio de sus 600 pesos un bulto leve y gritón, y se lo llevó consigo. Cecilia y Gabriel volvieron a casa con las manos vacías, una deuda de 600 pesos más intereses, y una patria potestad hipotecada. Debe haber sido grande la curiosidad de los vecinos y las vecinas, que tras haber visto salir a Cecilia con una panza de nueve meses, luego observaron que regresaba sin panza y sin hijo. Ella habría podido decir que lo perdió o que el niño permanecía internado por complicaciones posparto. Pero seguramente le resultó difícil mentir y terminó confesando que lo había usado de garantía crediticia. Como cuando México dio en prenda sus exportaciones petroleras para el rescate financiero del 95.

Así fue que, según las propias autoridades, llegó a sus oídos la historia. Cecilia y Gabriel fueron aprehendidos, al igual que Matilde Hernández. "La Procuraduría de la Defensa del Menor los acusa de tráfico de menores, delito considerado grave en Chihuahua, y que no permite la libertad bajo fianza''. Este último dato tal vez no sea irrelevante para la agiotista, pero para la pareja lo es: aunque pudieran optar por la libertad provisional, no tendrían dinero para pagar la fianza. La única entidad que les prestaba respaldo fianciero --sabrá Dios a qué precio-- está encarcelada junto con ellos, y el único bien que podían ofrecer en garantía está bajo custodia del DIF, "donde permanecerá mientras se define la situación jurídica del matrimonio. Si se ratifica la demanda, les quitarán la patria potestad''.
Gabriel y Cecilia son ciudadanos acosados. Para ellos, el sistema de salud, las leyes, las instituciones de justicia y la economía, no son instancias que regulen y hagan posible la vida en sociedad. Son, simplemente, sitios inhabitables.

9.7.96

El tren hacia la paz


Ana Arregi es una víctima incuestionable de los ánimos calientes en el País Vasco. El 23 de marzo del año pasado, durante unos disturbios en Guipúzcoa, varios jóvenes independentistas lanzaron cocteles molotov contra una patrulla de la policía autonómica vasca, la Ertzaina. El marido de Ana, Jon Ruiz Sagarna, resultó con graves quemaduras. El rostro del policía quedó tan desfigurado que utiliza una máscara para salir a la calle.

Esa clase de tragedias, y otras mayores, han dado pie a grandes sectores de la clase política y de los medios de España para perder la serenidad. Los periódicos, los noticiarios de televisión y la radio, no dejaron de acudir a los calificativos "criminal'' y "terrorista'' y al sustantivo "banda'' para referirse a ETA, ni siquiera cuando se dibujaba la posibilidad de que ésta y el gobierno iniciaran negociaciones para poner fin al añejo conflicto en Euskadi.

No es únicamente una cuestión de estilo: a las mentalidades necesariamente paranoicas larvadas en la clandestinidad perenne, ese lenguaje de acoso no les facilita aceptar la mesa de negociaciones como camino practicable. A las autoridades, el empleo de palabras implacables les implica un problema de congruencia, porque un Estado de derecho no negocia la paz (ni ninguna otra cosa) con bandas, con terroristas o con criminales.

Sin afán de comparar los asuntos del Cantábrico con los de los Altos de Chiapas, me parece admirable, visto a la distancia, el viraje idiomático que el gobierno mexicano emprendió en enero de 1994 como un preámbulo necesario para el establecimiento de contactos con la rebelión chiapaneca que se dio a conocer el primer día de ese año. Ojalá que la España oficial y pública comprendiera la importancia de la moderación en el lenguaje. Por ahora, la carencia de esa virtud ha incidido en el aborto de las pláticas.

Cuando la posibilidad de la negociación entre la ETA y las autoridades españolas parece desvanecerse, por la paranoia y la soberbia de los separatistas armados y por la ceguera que impide a los partidos democráticos y a los medios españoles comprender las motivaciones más profundas de la violencia etarra, las palabras de Ana Arregi introducen un factor de desdramatización y serenidad. Tras inconformarse por la sentencia de seis años de cárcel dictada por un juez a tres de los jóvenes que atentaron contra su marido, la esposa del ertzaina, dijo: "Me gustaría que cualquiera de los tres, o de quienes aplauden estas burradas, reconociesen que lo que pasó está, simplemente, mal. Que no merece la pena matar. Que no se puede domesticar a los demás con el fuego. Que el odio no tiene sentido. Que hay que coger, a toda prisa, el primer tren que pase hacia la paz''.

El boleto para subir a ese tren --que pasa necesariamente por la comprensión de las razones del otro-- empieza con la distensión de las palabras. Ojalá que el gobierno de Aznar y los partidos españoles se atrevan a comprarlo.

25.6.96

Fuego en el Paraíso


Para los devotos de la pureza no hay, a la larga, instrumento más eficaz que el fuego. Las llamas descomponen las moléculas indeseables en sus elementos químicos primarios. Con los desechos tóxicos y los cadáveres que no deben dejar huella, el único camino es la incineración. Generalmente, quemar es un proceso simplificador, por medio del cual se rompen las estructuras materiales más complejas para obtener compuestos más sencillos. Los libros heréticos son objetos muy sofisticados, en los que se combinan las ideas, la tinta, la tecnología de impresión, las artes de encuadernación, el papel y la tela. Una vez que han ardido, de todo eso sólo queda una nube de humo, un poco de carbón y una mancha grasienta de alquitrán.

Ocurre algo parecido con los cuerpos de los herejes condenados a la hoguera. Esas delicadas construcciones en las que confluyen los genes y la historia, los actos amorosos y las cicatrices del dolor, el odio del poder, el sigilo y la estridencia, son convertidas, mediante el fuego, en algo mucho más sencillo. Quienes se sentían incómodos por la existencia portentosa y provocadora de Giordano Bruno pudieron asimilar sin conflictos, en cambio, la presencia baladí de la carne quemada, un objeto familiar para cualquiera que haya pasado algunas horas de su vida en una cocina.

Por eso es reconfortante el fuego para los simples de espíritu, además de que da calor y que alivia en algo las tinieblas. Una buena fogata calma los nervios. Ah, y porque las llamas son también una forma instantánea de mitigar la curiosidad: el niño que captura a un gato, lo empapa en gasolina y le mete fuego, actúa así porque --al margen de las implicaciones morales del acto-- es su única forma para intentar la comprensión del pequeño ente peludo.

El calor da consuelo. A la luz de esos incendios pongo a hervir un poco de agua y pienso en el fervor pirómano que está acabando con decenas de iglesias de negros en Estados Unidos, el país con la mayor carga de utopía fundacional (a excepción de la URSS, que ya no existe), la nación que genera más y mayores expectativas y espejismos de paraíso entre los habitantes de otras tierras.

Estos fuegos en el Paraíso son actos de purificación y actos de curiosidad.

Y tal vez en las humaredas que señalan fugazmente el sitio donde se encontraban los templos pueda olerse, además, otro ingrediente: el miedo.

El rito de la purificación (y de la simplificación inevitable) consiste en reducir esas moléculas incómodas para separar lo que confluye en ellas: los átomos de Dios y los feligreses negros. A pesar de Lincoln y de Luther King, de los derechos civiles y de las enmiendas constitucionales, muchos blancos piensan que sí es cierta su divisa nacional y monetaria (Dios es Alguien confiable). Este no puede estar en los templos de la gente de color. Ergo, las iglesias negras son ateas y vacías, y en ellas se pretende secuestrar el soplo divino. Incendiarlas no es más que poner las cosas en orden y volver estos templos falsarios a su condición original de materia simple: humo, carbón y tizne.
A los incendiarios debe provocarles una curiosidad enorme la forma en que se articulan, en los servicios religiosos de los negros --esos rituales poderosos y rítmicos--, la experiencia mística, el impulso erótico sublimado, el grito de protesta y la urgencia de redención étnica y política de los bisnietos de los esclavos. Para muchos simples de espíritu, ese milagro sincrético no deja al entendimiento más camino que el fuego.

Mientras observo la pequeña llama azul y saltarina del piloto de la estufa, pienso en el vasto pánico que ha de recorrer a quienes, en las profundidades del país vecino, meten fuego a las iglesias de los negros. Debe ser aterradora, para ellos, la comparación y el contraste entre, por un lado, sus propios servicios religiosos, deslucidos y enfriados por el pudor y la discreción anglosajones, y por los altavoces marca Realistic, y por el otro, esa poderosa vivencia colectiva que se llama Dios (o que se le parece mucho) que tiene lugar en los templos de los negros. Para ellos, el Altísimo ha dejado de ser confiable. Están incendiando su propio paraíso porque Dios los ha traicionado.

7.6.96

Helguera: el símbolo y la carcajada


Para Payán y para Carmen

El chiste es un disparador de resortes interiores tan intrigantes y misteriosos que Freud le dedicó un libro al tema. Asimov abordó el asunto a su manera: en un cuento cuyo nombre no recuerdo, alguien se dio cuenta de que los mecanismos básicos sobre los que se construyen los chistes, el chassis de los chistes, por así decirlo, forman un conjunto redondo y perfecto que está entre nosotros desde siempre, al que nadie ha hecho modificaciones ni aportaciones. El relato concluye con el descubrimiento de que los chistes fueron introducidos en la humanidad por una cultura extraterrestre como parte de un vasto experimento.

Si el venerable Asimov hubiera vislumbrado la verdad, entonces habría que concluir que Helguera es un psicólogo extraterrestre, porque él sí que inventa articulaciones conceptuales nuevas, y vacunas que actúan en forma desconocida en la glándula de las carcajadas.

Se me ocurre que una de las puntas de la madeja en los cartones de Helguera es una búsqueda rigurosa, y previa a la construcción de sus monos, de los símbolos que permitirán darle cuerpo plástico o verbal a los personajes, instituciones y fuerzas sociales o antisociales a las que retrata. Retratarlas es el acto de sintetizar la vida --nacional, personal, sectorial-- en un escenario de 29 cuadratines de ancho por 18 de alto. Tras esa ventana, el titiritero Antonio mueve sus símbolos para regocijo de todos. La clave es que, al igual que el títere de la cachiporra, los iconos escogidos por Helguera son universalmente reconocibles.

Los cartones de Helguera trabajan en sintonía con la asociación libre de ideas de quien los ve, pero con una anticipación de tres segundos. Por eso son, además de hilarantes, queribles: porque desencadenan la identificación y la complicidad del demonio infantil e irreverente que llevamos dentro y que pugna por gritar, a través de nuestros labios, lo que todos queremos decir pero no nos atrevemos: que el poder --institucional, máximo o mínimo, la Secretaría General de la ONU o el tira de crucero-- pide mordida a sus súbditos sacadólares, se le pasa la mano, se saca los mocos con el dedo como cualquiera, pregona una cosa y hace la contraria, es indolente y güevón a pesar de la corbata, el celular y el coche blindado, y que aunque la mona se vista de Harvard, mona se queda. En suma, que el Rey va desnudo.


14.5.96

El fantasma que recorre México


Empezó matando cabras en el norte. Devora gallinas en el centro. Atacó a una mujer en Sinaloa. Decapitó a una paloma en la capital. Ha extraído la sangre de los borregos en el Bajío. Ha invocado las supersticiones con su cauda de ajos y crucifijos. Ha servido de pretexto para bromas y cartones. Ha sido utilizado como gancho para que los comerciantes hagan su agosto en mayo. Tiene ojos que parecen brasas encendidas o fondos de botella, alas que pliega y esconde en su espalda de diseño especial, orejas enormes, un pico prominente o un belfo sumamente peligroso. Tiene dos o seis patas y parece mitad hombre mitad bestia. ¿Qué o quién puede ser el chupacabras? Más allá de la respuesta de ingenio inmediato ("es Salinas", o bien "es una mascota que se les perdió a los extraterrestres''), esta criatura neomitológica parece la encarnación, en forma de alebrije, de las pesadillas de la realidad nacional contemporánea. El chupacabras bien podría ser el retrato hablado y sintetizado (gracias al morphing) de todos esos sectores oscuros e impenetrables que mataron a Colosio, a Ruiz Massieu y a Polo Uscanga, que hicieron caer el peso para luego especular con él, que descarrilan la paz en Chiapas cada vez que ésta parece dar un paso, que mueven hilos contra el avance democratizador, que atizan la violencia.

Ahí se depositan, en el monstruo maloso y exasperante, los planes frustrados de la siembra -porque el fertilizante está muy caro y no alcanza para la semilla-, el sueño de comprar un departamentito de interés social, las perspectivas de ampliar la tortería, la fantasía de cancelar la deuda con el banco, el delirio de adquirir maquinaria nueva, la utopía del salario remunerador, las ganas de hacer un viaje, el anhelo de encontrar chamba, la desazón al ver los precios de alimentos y medicinas, la frustración de no tener para el calzado de los hijos, la rabia por el pariente secuestrado y asesinado, el espanto de los cadáveres que siguen apareciendo, la impotencia ante la corrupción siempre renovada.

A fin de cuentas, los culpables reales de todo lo anterior no tienen rostro o, al menos, carecen de talón de Aquiles en donde los perdidosos de siempre puedan clavarles siquiera una mordida. En cambio, el engendro escamoso de ojos brillantes, por muy ágil que sea, a la larga terminará cayendo abatido por un balazo o por la acción no menos eficaz de un collar de ajos.

5.3.96

Hispanidades


Para los cultivadores de la memoria del Generalísimo debe ser ingrato constatar que España no sólo ha dejado de ser grande sino que ahora es incluso más pequeña que sí misma. Punto de partida de una circunstancia incierta y saldo del déficit moral y gubernamental del PSOE, los comicios del domingo dejan al Estado español en una situación de dependencia política con los partidos nacionalistas de Cataluña y el País Vasco ųy hasta con los canariosų, que se desempeñarán ahora como el fiel de la balanza entre la socialdemocracia exhausta de Felipe González y el postfranquismo residual y domesticado de José María Aznar. Suerte (buena o mala) que las ideas autonómicas aparecieron siglo y medio después que las independentistas; de otra manera, el PP y el PSOE estarían haciéndole la corte a los votos del PRI y del peronismo.

Bromas aparte, la coyuntura por la que atraviesa la Madre Patria no deja de tener su lado trágico: los sufragios para Aznar no fueron necesariamente un acto de libertad, sino el duro ejercicio de una obligación ciudadana para sanear la pocilga que los señoritos y señorones de González han dejado en la administración pública. Tanto o más pesó el pudor por los desmanes y escándalos del PSOE que las simpatías por un político que todavía no aprende a hablar en público.

Esa tragedia prefigura, sin embargo, un panorama promisorio. Empleados con atingencia como paso fundacional de la democracia, el diálogo y la negociación política dejaron de ser necesarios porque los gobiernos postfranquistas ųSuárez, Calvo Sotelo, Gonzálezų habían dispuesto de claras mayorías en las cortes. Ahora, los polos más enfrentados de la clase política peninsular (el centralismo del PP y los autonomismos e independentismos catalán y vasco, el verbo fácil de González y el programa inflexible de Anguita) tendrán que poner entre paréntesis sus diferencias medulares y trabajar duro para encontrar puntos de acuerdo, tanto para gobernar como para hacer una oposición decorosa.

España es tan pequeña. Y tan grande al mismo tiempo que, como dice Bastenier, es la única nación que puede considerarse provincia de sí misma. Tan grande y tan venturosamente impura que en una noche cualquiera puede reunir e hilvanar con dedos de vaso comunicante la exaltación caribeña de Aralia, la serenidad del desierto de Sheij y Malainin (y el recuerdo de Ali, que está en un Paraíso con huríes y dátiles) y los ojos lacustres de Anna, que miran mucho más de lo que ven.

En las aguas de Cuba está gestándose un conflicto que tiene los ingredientes de la insolencia imperial, los desgarramientos de familia, las determinaciones de la soberanía y todo eso, amén de un núcleo irreductible de valores morales del medioevo español, dicho sea sin ánimo de insultar a Castro, ni al medioevo, ni a España. Más acá de las ideologías, desde el terreno de las vísceras y las afiliaciones afectivas, Manuel Fraga ha salido en defensa de Cuba, y no precisamente por la limpieza técnica con que los pilotos cubanos mandaron al otro mundo a los aviadores de Hermanos al Rescate. Fraga no es el único, pero sí el ejemplo extremo.

Abajo de Gibraltar los papeles se han invertido: los saharauis, nuestros hermanos de idioma, libran una guerra contra Marruecos, más justa y sensata que aquella incursión deplorable en la que el general Fernández Silvestre perdió la vida propia y la de 25 mil hombres y dejó por los suelos el honor de Alfonso XIII. A diferencia de ese militar inepto, empecinado en derrotar al héroe desconocido Abd-el-Krim, los hombres de la República Saharaui no tienen tras de sí a un imperio poderoso. Contra ellos, el secretario general de la ONU, Butros Ghali, se comporta como si fuera el agente de bienes raices de Hassán II. Tras la destrucción emblemática de la Alhambra, ellos podrían ser el nuevo puente entre el mundo hispánico y el árabe. Pero a ellos la España grande -- la aglomeración de hispanohablantes, si el término ofendiera a algún nacionalista, sea vasco, mexicano o quechua--, la que se extiende desde la isla mediterránea de Minorca hasta la isla pacífica de Pascua, los está dejando solos.